La desesperanza ante una folclórica reapertura fronteriza
Colombia y Venezuela reabrirán formalmente sus fronteras este lunes y reactivarán el comercio binacional. Sin embargo, la ausencia estatal en la zona ha hecho que el control lo tengan los grupos armados ilegales y los ciudadanos no creen ya en las promesas de cambio y bienestar.
Jhordan C. Rodríguez
Desde el viernes no se pudo trabajar en las trochas por las que se pasa de Cúcuta (Colombia) a San Antonio (Venezuela), porque el caudal del río Táchira había crecido esa semana por las fuertes lluvias. Nuestra última entrevista de ese día fue con un grupo de tres jóvenes que descansaban al lado de una casa grafitada con las siglas del Ejército de Liberación Nacional (Eln), quienes decían que no habían podido cruzar al vecino país y no habían hecho ni para la comida, pues trabajaban pasando mercado y productos. Lo más probable, aseguraron, es que la situación sea igual hasta el martes, cuando el ruido por la reapertura de la frontera cese y les den permiso de moverse de nuevo.
“Unos dicen que sí va a ayudar, pero muchos dicen que no. Yo, la verdad, creo que nos va a joder, porque nosotros vivimos es de eso, de pasar mercancía y con la reapertura de ese puente ya nos bajan el trabajo”, dijo uno de los jóvenes mirando hacia La Platanera, nombre que recibe uno de los pasos ilegales que se ubica a escasos metros del Puente Internacional Simón Bolívar. A sus dos compañeros no les importó mucho lo que decía, pues según dijeron, quieren que todo entre los dos países se normalice para así buscar una ruta más fácil y emigrar hacia Estados Unidos, así sea por pasos ilegales, como en el que ahora trabajan.
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La idea de quedarse en cualquiera de los dos extremos de la frontera no entusiasma mucho a venezolanos ni colombianos que viven allí, pues el trabajo formal es escaso y la seguridad es cuestión de suerte, dependiendo del grupo armado con el que se crucen. En al menos dos de los pasos ilegales por donde se conecta un país con el otro, el control del tránsito de personas y productos no lo tienen los gobiernos de los países ni la Aduana, sino el Eln o el Tren de Aragua, grupos que además están en una disputa entre sí. A pesar de esto, lo que para un extraño en la región resulta en algunos casos aterrador, para los habitantes de la zona es el pan de cada día y reconocen incluso tener sus “favoritos”.
El día anterior a nuestra charla con los jóvenes recorrimos el Puente Internacional Simón Bolívar y vimos que el paso peatonal está abierto. Según miembros de la Fuerza Pública y funcionarios de Migración Colombia, alrededor de 8.000 personas pasan diariamente de manera legal. A 500 metros aproximadamente, hacia el sur de ese paso fronterizo, centenares de hombres, mujeres y niños salían con mercancía al hombro y con la ropa mojada, indicando que en esa zona otra trocha tenía lugar. En medio de un bosque, el río Táchira sonaba fuertemente y se veía a los caminantes salir y abrirse paso por el improvisado sendero.
Pasábamos en sentido contrario a los migrantes, quienes tal vez por ir con cámara en mano nos miraban con extrañeza. El silencio imperaba a nuestro paso y no se lograba una conversación más allá de un saludo, hasta que un hombre nos dijo: “Ojo con esas cámaras, no vayan a cruzar el río que por allá hay Eln, quédense en el borde que ahí no tienen problema”. Agradecimos la advertencia, pero seguimos para llegar y tener algunas tomas de ese paso. Decenas de familias, entre los que había ancianos y mujeres embarazadas, pasaban con maletas y bolsas en las manos el crecido Táchira, mientras que otros eran cargados por hombres, a cambio de $10.000.
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Logramos hacer dos fotos hasta que en la mitad del río un hombre trigueño, de al menos 1,90 de estatura y complexión gruesa, empezó a gritar y señalar el lugar donde estábamos parados. No entendíamos lo que decía hasta que vimos que cerca de su bolsillo algo plateado empezó a brillar: era un arma. Al notarlo, bajamos las cámaras y empezamos a retirarnos, pero otros dos hombres armados llegaron por detrás y nos impidieron el paso. “¡Que vengan!”, gritó el que estaba en la mitad del río, a la vez que los otros dos nos acercaban más al Táchira y no quedó otro camino que ceder a la petición. Cruzamos con algo de dificultad el río y llegamos hasta el lugar donde él, que con arma en mano, preguntó la razón de estar ahí. Nos identificamos como periodistas, pero aun así nos hizo cruzar hasta el lado venezolano.
Mientras todo esto sucedía, las demás personas continuaban su paso como si nada. Uno de los que nos retuvo pareció tener ánimo de calmarnos y dijo: “Tranquilos, no les va a pasar nada, solo que en esta zona está prohibido tomar fotos o hacer videos, solo es que los borren, sepamos quiénes son y se pueden ir”. Al cruzar completamente al lado venezolano, varios hombres armados estaban sentados al lado de uno con fusil y uniforme de la Guardia Bolivariana. Entramos a un pequeño cambuche con marcas del Eln, en el que había un viejo colchón, un machete y una mesa. Un niño de unos 14 años fue quien revisó nuestras maletas, mientras que otro, de más o menos 12 años, nos detallaba sin cruzar palabra alguna.
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“Ustedes tranquilos mientras revisamos todo, acá no los vamos a tratar mal, no les vamos a hacer daño, nosotros somos quienes cuidamos a los que pasan por la trocha, para que lleguen bien al otro lado”, dijo el mismo que trató de calmarnos al principio. En el lugar había cerca de nueve hombres, todos con botas de caucho, pero sin uniforme, quienes empezaron a hacer llamadas, hablar por radio y preguntarse entre ellos por nuestra presencia en el lugar. A la media hora de estar ahí volvieron con nuestros carnés y dijeron: “El Espectador, ese fue el de Guillermo Cano y la bomba de Pablo Escobar, ¿no?”. Respondimos afirmativamente y siguieron haciendo preguntas. Todos, menos el de uniforme de la Guardia Bolivariana, se turnaron para indagarnos u ofrecernos algo de tomar y comer. Finalmente, a las tres horas y habiendo borrado el material de los equipos, nos dejaron ir, teniendo que cruzar nuevamente el río, ahora para regresar al país.
Cuando llegamos nuevamente a territorio colombiano, algunos de los civiles que atravesaron el Táchira con nosotros murmuraron: “La sacaron barata”, “menos mal dieron con los elenos y no con los del Tren de Aragua”, “muy de malas ustedes, ellos casi nunca están por acá sino más adentro”. Ninguno de ellos parecía temer a los guerrilleros y en algunos casos dijeron que hasta los protegían y molestaban menos que las autoridades migratorias de los dos países, por lo que sentían mayor confianza en la trocha que en el puente, aun siendo un paso ilegal. Uno de los motivos que más se repetía al cuestionar a los pasantes era que, en el caso de los venezolanos, se les pedía un documento para pasar a Colombia de manera legal, el cual muchas veces negaban y les tocaba devolverse, por lo cual este camino ilegal era su mejor opción.
Lideres sociales de la región, como Wilfredo Cañizares, explicaron que la dinámica de la frontera es muy distinta a cualquier otra zona del país, así haya varias con presencia de grupos armados. Explicó, por ejemplo, que este territorio funciona casi como una “nación independiente”, porque ha sido dejado de lado por los gobiernos colombiano y venezolano, haciendo que las costumbres se mezclen y que la violencia se normalice. En antaño, por la década de 1970, explicó Cañizares, Cúcuta se surtía de la bonanza petrolera que tuvo el vecino país, pero el beneficio cambió una vez que la crisis económica y social llevó a que la gasolina y la comida escasearan allá y Colombia se convirtiera en el “salvavidas de miles de migrantes que buscan mejores oportunidades”.
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La informalidad en la frontera es el común denominador y el panorama de los alrededores del puente es el de un mercado persa en el que colombianos y venezolanos se rebuscan el sustento y la forma de enviar dinero a los que tienen familia del otro lado. Vendedores de helado, patacones, gafas y otros productos inundan el lugar sin control de ninguna autoridad, que parece reconocer que no tiene cómo hacerle frente al problema que hay entre los dos países. La reapertura comercial que anunciaron Petro y Maduro parece no tener, dice la comunidad, el sustento suficiente para que sea una solución de fondo y que vaya más allá de la pomposidad de un acto en el puente, este lunes 26 de septiembre.
El ambiente en la frontera, más allá del bullicio de la informalidad, se llena con un miedo latente ante la falta de salidas para problemas básicos como la salud, la educación y la alimentación. Colombia, según señalan algunos migrantes venezolanos, es el lugar en el que encuentran una mejor opción para ganar algo de dinero y poder suplir lo básico, sin que esta les dé para una mejor calidad de vida. Familias enteras se dedican a la carga y descarga de mercancía en el puente y en las trochas, solo para, en muchas ocasiones, poder pagar un médico, hacer un pequeño y básico mercado o pagar el arriendo de una habitación diaria, que ronda los $15.000, y levantarse al día siguiente a la misma rutina.
Quienes transitan y trabajan en la frontera no ven del todo con buenos ojos la decisión de hacer la reapertura, pues como lo aseguró el presidente de la Cámara de Comercio de Cúcuta, Carlos Luna Romero, aún no es claro qué va a hacer el gobierno de Gustavo Petro en la parte jurídica para que el comercio se reactive de la mejor manera y haya un beneficio para las personas que habitan esta zona del país. Asimismo, las personas dedicadas a la informalidad creen que esto hará que sus ingresos caigan y que su situación se complique aún más para la obtención de algún recurso que les permita sobrevivir y sostener a sus familias.
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Por ahora, los puentes internacionales Francisco de Paula Santander y Simón Bolívar están siendo limpiados y adecuados para que a partir del próximo martes los vehículos de carga pasen, entre 7:00 p.m. a 6:00 a.m., algo que no pasaba desde agosto de 2015. Más allá de lo simbólico de la reapertura, parece que no habrá mucho más, pues los presidentes Petro y Maduro finalmente no asistirán ni siquiera al evento con el que, aseguraron, iniciaría una nueva era en las relaciones entre las dos naciones que, al menos en lo que respecta a sus connacionales en la zona fronteriza, parece no ir más allá de verbo.
Por ahora la comunidad que se mueve entre el miedo por los grupos armados y la informalidad al no tener más salida va afianzando su creencia de que, como dijo uno de los jóvenes que descansaban a los alrededores de La Platanera, “acá cada quien se defiende como puede, nadie va a cuidar de uno”.
Desde el viernes no se pudo trabajar en las trochas por las que se pasa de Cúcuta (Colombia) a San Antonio (Venezuela), porque el caudal del río Táchira había crecido esa semana por las fuertes lluvias. Nuestra última entrevista de ese día fue con un grupo de tres jóvenes que descansaban al lado de una casa grafitada con las siglas del Ejército de Liberación Nacional (Eln), quienes decían que no habían podido cruzar al vecino país y no habían hecho ni para la comida, pues trabajaban pasando mercado y productos. Lo más probable, aseguraron, es que la situación sea igual hasta el martes, cuando el ruido por la reapertura de la frontera cese y les den permiso de moverse de nuevo.
“Unos dicen que sí va a ayudar, pero muchos dicen que no. Yo, la verdad, creo que nos va a joder, porque nosotros vivimos es de eso, de pasar mercancía y con la reapertura de ese puente ya nos bajan el trabajo”, dijo uno de los jóvenes mirando hacia La Platanera, nombre que recibe uno de los pasos ilegales que se ubica a escasos metros del Puente Internacional Simón Bolívar. A sus dos compañeros no les importó mucho lo que decía, pues según dijeron, quieren que todo entre los dos países se normalice para así buscar una ruta más fácil y emigrar hacia Estados Unidos, así sea por pasos ilegales, como en el que ahora trabajan.
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La idea de quedarse en cualquiera de los dos extremos de la frontera no entusiasma mucho a venezolanos ni colombianos que viven allí, pues el trabajo formal es escaso y la seguridad es cuestión de suerte, dependiendo del grupo armado con el que se crucen. En al menos dos de los pasos ilegales por donde se conecta un país con el otro, el control del tránsito de personas y productos no lo tienen los gobiernos de los países ni la Aduana, sino el Eln o el Tren de Aragua, grupos que además están en una disputa entre sí. A pesar de esto, lo que para un extraño en la región resulta en algunos casos aterrador, para los habitantes de la zona es el pan de cada día y reconocen incluso tener sus “favoritos”.
El día anterior a nuestra charla con los jóvenes recorrimos el Puente Internacional Simón Bolívar y vimos que el paso peatonal está abierto. Según miembros de la Fuerza Pública y funcionarios de Migración Colombia, alrededor de 8.000 personas pasan diariamente de manera legal. A 500 metros aproximadamente, hacia el sur de ese paso fronterizo, centenares de hombres, mujeres y niños salían con mercancía al hombro y con la ropa mojada, indicando que en esa zona otra trocha tenía lugar. En medio de un bosque, el río Táchira sonaba fuertemente y se veía a los caminantes salir y abrirse paso por el improvisado sendero.
Pasábamos en sentido contrario a los migrantes, quienes tal vez por ir con cámara en mano nos miraban con extrañeza. El silencio imperaba a nuestro paso y no se lograba una conversación más allá de un saludo, hasta que un hombre nos dijo: “Ojo con esas cámaras, no vayan a cruzar el río que por allá hay Eln, quédense en el borde que ahí no tienen problema”. Agradecimos la advertencia, pero seguimos para llegar y tener algunas tomas de ese paso. Decenas de familias, entre los que había ancianos y mujeres embarazadas, pasaban con maletas y bolsas en las manos el crecido Táchira, mientras que otros eran cargados por hombres, a cambio de $10.000.
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Logramos hacer dos fotos hasta que en la mitad del río un hombre trigueño, de al menos 1,90 de estatura y complexión gruesa, empezó a gritar y señalar el lugar donde estábamos parados. No entendíamos lo que decía hasta que vimos que cerca de su bolsillo algo plateado empezó a brillar: era un arma. Al notarlo, bajamos las cámaras y empezamos a retirarnos, pero otros dos hombres armados llegaron por detrás y nos impidieron el paso. “¡Que vengan!”, gritó el que estaba en la mitad del río, a la vez que los otros dos nos acercaban más al Táchira y no quedó otro camino que ceder a la petición. Cruzamos con algo de dificultad el río y llegamos hasta el lugar donde él, que con arma en mano, preguntó la razón de estar ahí. Nos identificamos como periodistas, pero aun así nos hizo cruzar hasta el lado venezolano.
Mientras todo esto sucedía, las demás personas continuaban su paso como si nada. Uno de los que nos retuvo pareció tener ánimo de calmarnos y dijo: “Tranquilos, no les va a pasar nada, solo que en esta zona está prohibido tomar fotos o hacer videos, solo es que los borren, sepamos quiénes son y se pueden ir”. Al cruzar completamente al lado venezolano, varios hombres armados estaban sentados al lado de uno con fusil y uniforme de la Guardia Bolivariana. Entramos a un pequeño cambuche con marcas del Eln, en el que había un viejo colchón, un machete y una mesa. Un niño de unos 14 años fue quien revisó nuestras maletas, mientras que otro, de más o menos 12 años, nos detallaba sin cruzar palabra alguna.
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“Ustedes tranquilos mientras revisamos todo, acá no los vamos a tratar mal, no les vamos a hacer daño, nosotros somos quienes cuidamos a los que pasan por la trocha, para que lleguen bien al otro lado”, dijo el mismo que trató de calmarnos al principio. En el lugar había cerca de nueve hombres, todos con botas de caucho, pero sin uniforme, quienes empezaron a hacer llamadas, hablar por radio y preguntarse entre ellos por nuestra presencia en el lugar. A la media hora de estar ahí volvieron con nuestros carnés y dijeron: “El Espectador, ese fue el de Guillermo Cano y la bomba de Pablo Escobar, ¿no?”. Respondimos afirmativamente y siguieron haciendo preguntas. Todos, menos el de uniforme de la Guardia Bolivariana, se turnaron para indagarnos u ofrecernos algo de tomar y comer. Finalmente, a las tres horas y habiendo borrado el material de los equipos, nos dejaron ir, teniendo que cruzar nuevamente el río, ahora para regresar al país.
Cuando llegamos nuevamente a territorio colombiano, algunos de los civiles que atravesaron el Táchira con nosotros murmuraron: “La sacaron barata”, “menos mal dieron con los elenos y no con los del Tren de Aragua”, “muy de malas ustedes, ellos casi nunca están por acá sino más adentro”. Ninguno de ellos parecía temer a los guerrilleros y en algunos casos dijeron que hasta los protegían y molestaban menos que las autoridades migratorias de los dos países, por lo que sentían mayor confianza en la trocha que en el puente, aun siendo un paso ilegal. Uno de los motivos que más se repetía al cuestionar a los pasantes era que, en el caso de los venezolanos, se les pedía un documento para pasar a Colombia de manera legal, el cual muchas veces negaban y les tocaba devolverse, por lo cual este camino ilegal era su mejor opción.
Lideres sociales de la región, como Wilfredo Cañizares, explicaron que la dinámica de la frontera es muy distinta a cualquier otra zona del país, así haya varias con presencia de grupos armados. Explicó, por ejemplo, que este territorio funciona casi como una “nación independiente”, porque ha sido dejado de lado por los gobiernos colombiano y venezolano, haciendo que las costumbres se mezclen y que la violencia se normalice. En antaño, por la década de 1970, explicó Cañizares, Cúcuta se surtía de la bonanza petrolera que tuvo el vecino país, pero el beneficio cambió una vez que la crisis económica y social llevó a que la gasolina y la comida escasearan allá y Colombia se convirtiera en el “salvavidas de miles de migrantes que buscan mejores oportunidades”.
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El ambiente en la frontera, más allá del bullicio de la informalidad, se llena con un miedo latente ante la falta de salidas para problemas básicos como la salud, la educación y la alimentación. Colombia, según señalan algunos migrantes venezolanos, es el lugar en el que encuentran una mejor opción para ganar algo de dinero y poder suplir lo básico, sin que esta les dé para una mejor calidad de vida. Familias enteras se dedican a la carga y descarga de mercancía en el puente y en las trochas, solo para, en muchas ocasiones, poder pagar un médico, hacer un pequeño y básico mercado o pagar el arriendo de una habitación diaria, que ronda los $15.000, y levantarse al día siguiente a la misma rutina.
Quienes transitan y trabajan en la frontera no ven del todo con buenos ojos la decisión de hacer la reapertura, pues como lo aseguró el presidente de la Cámara de Comercio de Cúcuta, Carlos Luna Romero, aún no es claro qué va a hacer el gobierno de Gustavo Petro en la parte jurídica para que el comercio se reactive de la mejor manera y haya un beneficio para las personas que habitan esta zona del país. Asimismo, las personas dedicadas a la informalidad creen que esto hará que sus ingresos caigan y que su situación se complique aún más para la obtención de algún recurso que les permita sobrevivir y sostener a sus familias.
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Por ahora, los puentes internacionales Francisco de Paula Santander y Simón Bolívar están siendo limpiados y adecuados para que a partir del próximo martes los vehículos de carga pasen, entre 7:00 p.m. a 6:00 a.m., algo que no pasaba desde agosto de 2015. Más allá de lo simbólico de la reapertura, parece que no habrá mucho más, pues los presidentes Petro y Maduro finalmente no asistirán ni siquiera al evento con el que, aseguraron, iniciaría una nueva era en las relaciones entre las dos naciones que, al menos en lo que respecta a sus connacionales en la zona fronteriza, parece no ir más allá de verbo.
Por ahora la comunidad que se mueve entre el miedo por los grupos armados y la informalidad al no tener más salida va afianzando su creencia de que, como dijo uno de los jóvenes que descansaban a los alrededores de La Platanera, “acá cada quien se defiende como puede, nadie va a cuidar de uno”.