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Confidente de Camilo

Falleció en París el 13 de marzo la mujer más cercana al cura que cambió la sotana por el fusil al lado del Eln. Ella había querido ir al monte con él, pero  Fabio Vásquez Castaño se negaba a recibir mujeres en la guerrilla.

Walter Joe Broderick * / Especial para El Espectador
21 de marzo de 2009 - 10:00 p. m.

Me despierta en la madrugada una llamada de París: ha muerto Guitemie Olivieri. Marguerite-Marie Olivieri —bella, enérgica mujer francesa—, ella a quien todos llamábamos por su diminutivo Guitemie. Muchos la trataron en Bogotá en 1965, cuando apareció como la inseparable compañera de Camilo Torres Restrepo durante el breve lapso que duró su movimiento Frente Unido. Eran los meses de una vertiginosa actividad política que precedieron a la incorporación de Camilo a la guerrilla en Santander.

Guitemie había venido a Colombia por Camilo. Se conocieron primero en Europa, en el verano de 1957. Camilo estudiaba en Bélgica; Guitemie vivía en un barrio pobre de París, acompañando a los pieds noirs en trabajos de sabotaje contra el régimen francés que se imponía a la fuerza en Argelia. Para la época, compartía con Camilo una profunda fe cristiana, una fe que la sostenía en su lucha por la liberación de los argelinos. Y fue a raíz de ese encuentro que Camilo intuyó, a lo mejor por primera vez, que el cristianismo y la actividad revolucionaria no eran mutuamente excluyentes; al contrario, se complementaban. Desde entonces empezaron a compartir también su fe en el triunfo de la revolución.

La historia de Guitemie y Camilo constituye una aventura, con elementos de romance y un desenlace trágico. Como tantos idealistas de la década de los sesenta, querían transformar el mundo. En eso no eran excepcionales; todos los jóvenes inconformes estábamos en lo mismo. Nos creíamos salvadores de la humanidad. Y los que habíamos pasado por el catolicismo —y peor aún, por el sacerdocio— éramos maniqueos y, en cierto modo, fundamentalistas. Podríamos ser muy simpáticos, como ciertamente lo fueron Guitemie y Camilo. Y fuimos hasta abiertos en algunos asuntos. Pero sobre la “línea correcta” a seguir, éramos tan dogmáticos como el más recalcitrante de los “mamertos”, a quienes criticábamos con fiereza. Contagiados por el éxito de la revolución socialista en “el primer territorio libre de América”, sentenciábamos que la transformación de la sociedad era no sólo posible, sino una obligación. Y que dependía de nosotros, de nuestro esfuerzo, de nuestro sacrificio. El deber de cada cristiano era hacer la revolución.

Camilo era el epítome de esta creencia. Finalizados sus estudios en Lovaina, regresó a Bogotá en enero de 1959 para iniciar su ministerio sacerdotal. Era un cura moderno, en rebeldía contra el statu quo. Rechazaba el estrecho mundo jerárquico y excluyente que lo había criado. Quería pegarles un buen sacudón a las vetustas instituciones que servían exclusivamente a los poderosos de su país. Al poco tiempo llegó su amiga Guitemie; venía a acompañarlo en su empeño. Trabajó a su lado en la ESAP (Escuela Superior de Administración Pública); y en la etapa final, cuando Camilo recorría el país predicando la revolución, Guitemie formaba parte del círculo íntimo que lo rodeaba y protegía. Estaba comprometida, como el propio Camilo, como militante del incipiente ejército insurgente, el Eln.

Marguerite-Marie (Guitemie) Olivieri había nacido en 1933, en Francia, aunque su familia era de Córcega. Fue hija de un célebre médico, otra coincidencia con Camilo. Ambos tuvieron las ventajas de una cuna burguesa, pero renunciaron a sus privilegios para identificarse con los desposeídos de la tierra. Analizaron las causas de la miseria de millones de seres humanos y se sentían llamados a “desfacer entuertos”. Y ese sueño, esa visión quijotesca, los iba a llevar muy lejos.

A Camilo lo llevó a la muerte. Como bien se sabe, en su primer combate como novato guerrillero fue abatido por soldados del Ejército colombiano. Guitemie había querido ir al monte con él, pero el comandante del Eln, Fabio Vásquez Castaño, se negaba en aquel entonces a recibir mujeres en la guerrilla. Después de muerto Camilo, Guitemie logró evadir las autoridades que la perseguían y cruzó la frontera.

Yo la conocí en el exilio, cuando me colaboró en la elaboración de la biografía del “cura guerrillero”. En 1970 tuve la oportunidad de pasar varias memorables semanas en su casa en México, en compañía también de su marido Óscar Maldonado Pérez. La pareja acababa de cumplir una labor paralela a la mía: habían recopilado una gran cantidad de textos de Camilo Torres —escritos, grabaciones, entrevistas, mesas redondas, artículos de prensa, alocuciones, y demás— que luego fueron publicados por Editores Era en un grueso tomo titulado Cristianismo y revolución. Ahora, después de cuarenta años, ese libro, con la rigurosa edición y anotaciones de Guitemie y su esposo, y la colaboración de Germán Zabala, sigue siendo una fuente de obligada consulta para quien quiera documentarse sobre la vida y obra del sacerdote revolucionario.

Guitemie no volvió a Colombia. Vivió sus últimos cuarenta años en París y sus alrededores. De su actividad en ese largo período no tenemos noticias. Pero durante su breve paso por Colombia, debido a su participación en las luchas de Camilo Torres, dejó, para bien o para mal, una huella imborrable en la historia del país.

*Escritor australiano-irlandés que reside en Colombia desde 1968. Autor del libro ‘Camilo, el cura guerrillero’, 5ª edición, Intermedio, Bogotá, 2005.

Por Walter Joe Broderick * / Especial para El Espectador

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