Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hace falta proteger las democracias efectivas, incidir en ellas, aprovechar las oportunidades que ofrecen, para que la clase de activismo con el que hemos conseguido progresos trascendentales en el pasado nos pueda salvar también en el futuro. A continuación, quisiera poner el acento en un par de observaciones sobre la tremenda dificultad de mantener e instituir la democracia, sobre las poderosas fuerzas que siempre se han opuesto a ella, sobre la proeza de salvarla y ampliarla de algún modo, y sobre la importancia que esto tendrá para el futuro.
Pero, primero, quiero decir unas palabras en torno a los desafíos que tenemos por delante, de los que ya hemos oído hablar bastante y todos conocemos. No hace falta entrar ahora en ellos en detalle, pero describir tales contrariedades como «graves en extremo» podría ser un error. El término no captura la enormidad de la clase de dificultades que aún tenemos ante nosotros, y cualquier discusión sobre el futuro de la humanidad debe empezar con el reconocimiento de un hecho crítico, el de que la especie humana afronta ahora un dilema que nunca antes se había presentado en su historia, al cual hay que responder sin dilación, a saber, el de cuánto tiempo va a seguir sobreviviendo el ser humano.
En fin, como todos sabéis, llevamos viviendo setenta años a la sombra de la amenaza nuclear. Cualquiera que dé un repaso a los archivos disponibles no podrá sino quedar admirado de que aún sigamos aquí. Cada dos por tres nos ponemos demasiado cerca del desastre terminal, nos libramos por minutos. Parece un milagro que hayamos sobrevivido, pero los milagros no duran para siempre.
Hay que poner fin a esto, y rápido. La actual revisión de la postura nuclear de la administración de Donald Trump acarrea un drástico incremento de la amenaza de conflagración, que tendría como resultado el final de la especie. Conviene recordar que dicha revisión vino auspiciada por Jim Mattis, a quien se ha considerado como demasiado civilizado como para formar parte de la Administración, lo cual nos puede dar una perspectiva de lo que se puede llegar a tolerar en el mundo de Trump-Pompeo-Bolton.
Bien, había tres grandes tratados sobre armas; el Tratado sobre Misiles Antibalísticos o ABM, el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio o INF y el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas o Nuevo START. Estados Unidos acabó con el Tratado ABM en 2002. Cualquiera que crea que los misiles antibalísticos son armas defensivas se engaña con respecto a la naturaleza de estos sistemas. También se ha retirado del Tratado INF, firmado por Gorbachov y Reagan en 1987 y que entonces supuso una reducción abrupta de la amenaza bélica en Europa, la cual estaba destinada a extenderse rápidamente.
Unas multitudinarias manifestaciones civiles crearon la atmósfera para un tratado
destinado a significar un antes y un después. Vale la pena recordar que ha habido muchos otros casos en los que el activismo popular de masas ha servido para marcar una diferencia importantísima. Las lecciones a extraer son demasiado obvias como para desgranarlas. Pero, bueno, la Administración Trump abandonó el INF, y Rusia también lo hizo poco después. Si sondeamos los hechos, podemos llegar a la conclusión de que ambas partes tienen cierta credibilidad al decir que el oponente no ha cumplido con el tratado. Quien quiera hacerse una idea de cuál puede ser la perspectiva de los rusos, puede consultar un artículo de hace unas semanas del Bulletin of Atomic Scientists, la principal publicación sobre asuntos relacionados con el control de armas, firmado por Theodore Postol, en el que se enfatiza el peligro que suponen las instalaciones de misiles antibalísticos de Estados Unidos en la frontera rusa, así como cuán peligrosas pueden llegar a verlas los propios rusos. Hay que repetirlo, «en la frontera rusa».
Las tensiones son crecientes y ambos lados incurren en acciones provocativas. En un mundo racional, lo que harían sería iniciar negociaciones, con expertos independientes que evaluaran el fundamento de las acusaciones mutuas, con visos de resolverlas y restaurar el tratado. Pero, como decía, esto sería lo que ocurriría en un mundo racional. Por desgracia, el mundo en que vivimos no lo es; no se ha hecho ni un solo esfuerzo en esa dirección, y seguirá sin hacerse a menos que haya una presión significativa.
Queda el Nuevo START, que ya ha sido calificado por nuestro mandamás —quien se ha descrito modestamente a sí mismo como «el mejor presidente de la historia de Estados Unidos»— como el peor tratado de la historia de la humanidad, la designación que suele usar para referirse a cualquier cosa que hayan hecho sus predecesores. En este caso, ha añadido que deberíamos quitárnoslo de encima. Si llega a renovarse en el cargo en las próximas elecciones, habrá mucho en juego, pues, de hecho, es mucho lo que hay en juego en la renovación de ese tratado, que ha sido todo un éxito a la hora de reducir en un grado importantísimo el número de armas nucleares, aún muy por encima del que debería ser, pero bastante más bajo del que era antes. Y el proceso podría continuar.
Entretanto, el calentamiento global sigue su inexorable curso. A lo largo de este milenio, cada año, con una excepción, ha sido más caluroso que el anterior. Hay artículos científicos recientes, como el firmado por James Hansen y otros, que indican que el ritmo del calentamiento global, que ha estado incrementando desde alrededor de 1980, puede estar aumentando de manera abrupta, quizá pasando de un crecimiento lineal a uno de tipo exponencial, lo que significa que se duplicaría cada dos décadas.
Nos estamos acercando a las condiciones de hace ciento veinticinco mil años, cuando el nivel del mar estaba aproximadamente a ocho metros por encima de donde está hoy. Con el deshielo, el rápido derretimiento del gran casquete polar antártico, podría
llegarse a ese punto. Las consecuencias son casi inimaginables; es decir, no voy ni a tratar de describirlas, pero es fácil darse cuenta enseguida de lo que puede significar.
Mientras sucede todo esto, podemos leer con regularidad cómo la prensa celebra eufóricamente los progresos de Estados Unidos en la producción de combustibles fósiles. Ahora ha rebasado a Arabia Saudí, así que estamos a la cabeza de la producción de combustibles fósiles. Los grandes bancos, como JPMorgan Chase y otros, están inyectando dinero para realizar nuevas inversiones en este tipo de combustibles, incluidos los más dañinos, como las arenas de alquitrán de Canadá. Y el hecho se presenta con grandes entusiasmo y emoción. Estamos alcanzando el estado de «independencia energética»; podemos controlar el mundo, determinar el uso de combustibles fósiles en todo el globo.
Pero apenas se puede encontrar una palabra sobre qué va a implicar todo esto, lo cual es bastante obvio. No es que los reporteros o los tertulianos, ni mucho menos los directivos de los bancos, no lo sepan. Están al tanto, desde luego que sí. Pero hay presiones institucionales de las que apenas pueden zafarse. Pongámonos en la posición de, por ejemplo, el director de JPMorgan Chase, el banco más importante, que está dedicando grandes sumas a invertir en combustibles fósiles.
No hay duda de que sabe lo mismo que ya sabemos todos sobre el calentamiento global. Pero ¿qué opciones tiene? En resumen, dos; una es hacer justo lo que ya está haciendo; la otra, negarse y que lo sustituyan por otra persona que lo haga. Así que no se trata de una cuestión individual, sino de un problema institucional, al que se puede plantar cara, pero solo mediante una presión ciudadana formidable.
Recientemente hemos podido ver, en una expresión espectacular, que se puede hacer, que puede alcanzarse una solución. Un grupo organizado de jóvenes, el Sunrise Movement, llegó al punto de hacer una sentada en las oficinas congresuales, llamando la atención de las nuevas personalidades progresistas, que estaban dispuestas a llevar sus proclamas al Congreso. Bajo una gran presión popular, la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, secundada por el senador Ed Markey, puso el New Deal Verde en la agenda, un logro bastante importante.
Desde luego que recibe ataques desde todos los flancos; pero no importa. Hace un par de años era inimaginable que tan solo se discutiera. Como resultado del activismo de este grupo de jóvenes, ahora está en el centro del programa; va a haber que implementarlo de una manera o de otra, porque es algo esencial para la supervivencia. Quizá no se hará exactamente del modo propuesto por ellos, pero sí en alguna variante. Se trata de un cambio tremendo logrado por el compromiso de un reducido grupo de jóvenes, un mensaje sobre el tipo de cosas que se pueden hacer.
Entretanto, el Reloj del Apocalipsis del Bulletin of Atomic Scientists se ha puesto, desde el pasado mes de enero, a dos minutos de la medianoche. Es lo más cerca que ha estado del desastre terminal desde 1947. El anuncio de este arreglo —de este ajuste—
mencionaba las dos principales amenazas, ya conocidas, la de la guerra nuclear, que aumenta cada vez más, y la del calentamiento global, que va aún peor. Y además, por primera vez, se añadía una tercera, el menoscabo de la democracia.
Esa es la tercera amenaza, que se une al calentamiento global y al conflicto nuclear. Y resultaba muy apropiado, porque la democracia efectiva es la única esperanza para superar tales peligros. Las grandes instituciones, públicas o privadas, no se harán cargo si no es bajo una presión ciudadana de carácter masivo, lo que implica que el funcionamiento de las vías democráticas ha de mantenerse vivo y utilizarse del
modo ilustrado por el Sunrise Movement, por las manifestaciones masivas de principios de los ochenta, del modo, en fin, en que continuamos haciéndolo hoy.
* Cortesía Penguin Random House Grupo Editorial.