De la Casa de la Tortura a Casa de Paz: 22 años de la masacre de La Gabarra
En la noche del 21 de agosto de 1999, un grupo de más de 150 paramilitares ingresó al corregimiento de La Gabarra, en Norte de Santander, y asesinó a más de 35 personas, inaugurando una época de terror que duraría cerca de cinco años. Uno de los símbolos del miedo fue una casa-cárcel que hoy es un lugar de memoria.
Erick González G
— Sigan, les presento la Casa de la Tortura, adonde los paramilitares traían a la gente para interrogarla, torturarla y matarla, aquí en la vereda El 60, de La Gabarra —invita José Luis Castro con gran cortesía, propia de quien sabe, como en su caso, que todo tiempo pasado fue peor. Él integra el Comité de Impulso, grupo conformado por víctimas de aquellos años de terror paramilitar, entre 1999 y 2004, en ese corregimiento de Tibú, en Norte de Santander, que trabaja con la Unidad para la Víctimas en las medidas de reparación colectiva para su comunidad—. Sigan, sigan.
Ante el inminente ingreso a eso recuerdos ocurre una especie de deja vu cinematográfico, un flashback que acecha con sus poderosas y lánguidas imágenes, como si estuviera en el set de rodaje de ‘S-21 la máquina roja de matar’, legendario documental del 2003 del gran realizador Rithy Phan, para revivir, a través de dos de las pocas víctimas sobrevivientes y de algunos guardias, las jornadas de tortura, interrogación y ejecución de la prisión de seguridad S-21, durante el régimen de terror de los jemeres rojos en Phnom Penh, capital de Cambodia, entre 1975 y 1979.
Pero a la casa, también conocida como la cárcel durante esos terrores — en plural porque el pavor se presentaba con el mismo uniforme, pero en diferentes miedos: masacres, retenes, listas negras, delaciones, la camioneta conocida como ‘La última lágrima’, abusos sexuales, alias ‘Gacha’ y ‘Cordillera’, comandantes de la zona—, ingreso detrás de José Luis, una de las pocas personas que pudo entrar y salir ileso de ese lugar.
La fachada, la puerta, el interior con paredes en blanco y verde y el piso semejante a un porcelanato, no alcanzan a remodelar sus recuerdos, aunque logran desactivar el impacto que pudiera tener un visitante ante cualquier atisbo de visualización de las historias espectrales que pudiera escuchar.
— Por acá era la oficina de ellos, donde recibían a los que iban a tener presos para investigarlos —revive José Luis mientras señala hacia la derecha un pequeño espacio de dos metros por tres, a mitad del recinto.
Es probable que en esa oficina tuvieran los cuadernos o libretas donde apuntaban la información confesada por los torturados y las listas negras con los nombres de las personas delatadas, como sucedía en S-21, en donde una persona inocente, por salvarse, acusaba a otros 50 inocentes.
— Aquí a veces denunciaban a personas de la comunidad, solo para poderse salvarse; a veces, también, cuando tenían problemas con otras personas los delataban para que los mataran —dice José Luis—.
En ese instante resuena la coincidencia con el testimonio de José Rafael Casallegos, habitante de La Gabarra: “Por aquí lo agarraban a usted y le decían: ‘Va a decir cuántos guerrilleros conoce o se muere’, entonces usted hablaba de quien se acordara, pero a usted lo mataban, y empezaban a buscar a los que había delatado, y esos confesaban otras cosas y los mataban, y así… es que usted asustado porque que la van cortar las piernas con una motosierra qué no dice”.
— Por aquí tenían habitaciones para dormir y guardar sus cosas —continúa José Luis con el tour, mostrando el fondo del salón a la derecha.
¿Dormir? ¿Quién podría dormir en quién sabe cuántos miedos a la redonda después de una trasnochada de alaridos?
—No solo torturaban en la casa de La 60, también en la casa de La Gabarra, cercana a la cancha, en dirección a la salida hacia Cúcuta, solo que aquí pasaron más cosas —revela José Luis—. Por este lado era el pasadizo que va de la calle y conduce a los calabozos donde metían a la gente que traían en una camioneta —afirma señalando a la izquierda el llamado “corredor de la muerte”, detrás de la pared del espacio principal de la casa, al cual se ingresa por otro lado.
Al hablar de la camioneta alude a ‘La ‘ultima lágrima’, una Toyota verde claro, uno de los símbolos del terror en el Catatumbo, propiedad de ‘Gacha’, tal vez el mayor depredador sexual de la región. “Los sábados en el bailadero El Festín, a orillas del río, ‘Gacha’ entraba y agarraba a las muchachas que le gustaban, las violaba, las mataba y las botaba al río”, refiere el libro Con licencia para desplazar, masacres y reconfiguración territorial en Tibú, Catatumbo, del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Salimos del salón hacia un espacio interior, bipolar por los contrastes: el colorido mural y la gigantesca Biblia abierta en el salmo 91, que pareciera desprenderse de la pared, y su promesa de librar de las trampas del cazador y mortíferas plagas, y de no temer el terror de la noche, ni la flecha disparada de día a aquel que habite al abrigo del Altísimo, entran en conflicto con la otra porción del patio, un erial como pasto, semejante al residuo de una quema, y…
—Los dos calabozos que tenían —que señala José Luis, con las paredes y las rejas intactas, que parecen dominios del Bajísimo, como si estuvieran en disputa las fuerzas de la luz y la oscuridad.
Pero esa imagen cumple con las intenciones de los habitantes de la vereda: preservar esa porción del pasado para que las nuevas generaciones lo tatúen en su memoria.
— A las personas las metían 24 horas a los calabozos, y si nadie hablaba por ellos, los mataban luego de torturarlos. En este calabozo, el de la izquierda, era el primero donde los metían, y si nadie venía a preguntar lo pasaban para el otro. De este primer calabozo pude sacar varias personas, pero si los pasaban al otro era muy difícil que saliera de aquí. Es que las familias acudían donde uno como líder social… vaya hable… mire que se llevaron a mi hijo… que se llevaron a mi marido… que lo acusan de guerrillero… usted los conoce. Uno hablaba con pruebas por las personas que uno conocía en la comunidad, que nunca se metieron en grupos al margen de la ley, que simplemente tenían sus negocios. Uno hablaba por ellos.
Una ráfaga de latidos se apoderó de José Luis cuando por primer vez le imploraron que intercediera por alguien, un joven vendedor ambulante, de 25 años, culpado de ser guerrillero.
— “Usted que es conocido porque no habla con ellos; usted sabe que no es ni guerrillero ni ‘paraco’”, me rogaron, y yo les dije que iba, pero si me acompañaban. Hacia las 2:30 de la tarde llegué a la cárcel del 60. Les dije a los guardias que necesitaba hablar con ‘Camilo’, uno de los comandantes —dice con cierta sonrisa al recordar el susto que vivió.
El comandante ‘Camilo’ era un exoficial de Ejército que integró el Bloque Catatumbo, que coordinó el llamado Proyecto Tibú, junto con los también exoficiales alias ‘Marlon’ y ‘Mauro’, y “con militares activos que hacían presencia en la región”, según el libro Con licencia para desplazar, masacres y reconfiguración territorial en Tibú, Catatumbo.
—”Espere lo anunciamos”, me dijeron. Esperé un rato y me hicieron ingresar solo. La boca la tenía amarga del miedo. “¿Qué necesitaba?”, me preguntó ‘Camilo’. “Necesito comentarle algo… que ustedes tienen a un muchacho, y él no debe nada, yo lo conozco”, le dije. “Usted es de aquí, ha demostrado buena conducta, y sabemos que usted tuvo problemas con las Farc cuando ellos mandaban en la región, al decirle sus cuatro verdades al guerrillero Flaminio para reclamarle que no le cobrara ‘vacuna’ a los vendedores ambulantes, que se la sudaban trabajando todo el día”, me dijo. Se quedó mirándome un rato, y me preguntó: “¿Pero usted si lo conoce?... Sí, señor”, le respondí. “Pero usted responde por él, y si él es guerrillero lo matamos a usted también”, me sentenció. Esa fue la primera vez, y luego siguieron otras. Una vez me tocó hablar con Marlon, pero ya estaba más tranquilo. La primera vez fue la más dura. Es que el que no pudiera salir, salía picado para el río —afirma señalando la pequeña trocha que por un lado del calabozo de la izquierda conduce a la ribera.
“Nadie sabe cuántos eran al fin (…) nadie sabe cuántas personas echaron al río de las que se vieron bajar y las otras que no se vieron bajar porque las rompían por el estómago y les sacaban las tripas y los tiraban al río”, relató un hombre en un taller de memoria en la Gabarra, publicado por el CNMH en el libro ya referido.
Refiriéndose al destino, poco o nada se sabe de los comandantes que más testimonian las víctimas: Antonio Gómez, ‘Gacha’, exguerrillero, y Manco Sepúlveda, ‘Cordillera’, un exmiembro del Epl.
— A ‘Gacha’ lo mató la guerrilla en un atentado dinamitero por la vereda el Matecoco, a media hora de La Gabarra. ‘Cordillera’ sobrevivió, pero quedó tuerto, con un ojo de silicona. Se murió porque la mujer le empezó a ser infiel, y por eso una vez le pegó un hachazo, pero con el pomo. Y resulta que ‘Camilo’, su comandante, le había dicho que si atentaba contra la mujer o su joven amante él lo mataba, así que ‘Cordillera’ al verla inmóvil en el piso, sacó el arma y se disparó, pero la mujer había quedado viva. Esa es la historia —aclara.
Salimos de los recuerdos de la Casa de la Tortura, ahora llamada Casa de Paz, un espacio de memoria, en principio, con adecuaciones modernas y tecnológicas, fruto del Plan de Integral de Reparación Colectiva de La Gabarra acordado con la Unidad para las Víctimas, el PNUD y Colombia Transforma, que la comunidad de El 60 anhela convertir en un lugar de esparcimiento, en el que la música, los bailes y la cultura hagan olvidar definitivamente la noche del 21 de agosto de 1999 cuando un grupo de más de 150 paramilitares, con la venia del Ejército, ingresó al corregimiento y asesinó sin contemplación a más de 35 personas, cuyos cuerpos José Luis, en compañía de un cura, unas hermanitas de la caridad y otras personas recogieron al otro día y montaron en una camioneta Ford roja, que él pidió prestada, para sepultarlos.
Para completar la historia, la prisión S-21 es ahora el Museo de los Crímenes Tuol Sleng. Su antiguo director, Kaing Guek Eav, alias ‘Douch’, quien se escondió por muchos años trabajando como profesor en un colegio hasta que fue descubierto por un reportero, fue el primer condenado por las atrocidades de los jemeres rojos, en el 2010. Cumplía cadena perpetua cuando murió el 2 de septiembre de 2020. Con un saldo sangriento de más de 13.000 víctimas, tal vez brille para él la oscuridad perpetua.
— Sigan, les presento la Casa de la Tortura, adonde los paramilitares traían a la gente para interrogarla, torturarla y matarla, aquí en la vereda El 60, de La Gabarra —invita José Luis Castro con gran cortesía, propia de quien sabe, como en su caso, que todo tiempo pasado fue peor. Él integra el Comité de Impulso, grupo conformado por víctimas de aquellos años de terror paramilitar, entre 1999 y 2004, en ese corregimiento de Tibú, en Norte de Santander, que trabaja con la Unidad para la Víctimas en las medidas de reparación colectiva para su comunidad—. Sigan, sigan.
Ante el inminente ingreso a eso recuerdos ocurre una especie de deja vu cinematográfico, un flashback que acecha con sus poderosas y lánguidas imágenes, como si estuviera en el set de rodaje de ‘S-21 la máquina roja de matar’, legendario documental del 2003 del gran realizador Rithy Phan, para revivir, a través de dos de las pocas víctimas sobrevivientes y de algunos guardias, las jornadas de tortura, interrogación y ejecución de la prisión de seguridad S-21, durante el régimen de terror de los jemeres rojos en Phnom Penh, capital de Cambodia, entre 1975 y 1979.
Pero a la casa, también conocida como la cárcel durante esos terrores — en plural porque el pavor se presentaba con el mismo uniforme, pero en diferentes miedos: masacres, retenes, listas negras, delaciones, la camioneta conocida como ‘La última lágrima’, abusos sexuales, alias ‘Gacha’ y ‘Cordillera’, comandantes de la zona—, ingreso detrás de José Luis, una de las pocas personas que pudo entrar y salir ileso de ese lugar.
La fachada, la puerta, el interior con paredes en blanco y verde y el piso semejante a un porcelanato, no alcanzan a remodelar sus recuerdos, aunque logran desactivar el impacto que pudiera tener un visitante ante cualquier atisbo de visualización de las historias espectrales que pudiera escuchar.
— Por acá era la oficina de ellos, donde recibían a los que iban a tener presos para investigarlos —revive José Luis mientras señala hacia la derecha un pequeño espacio de dos metros por tres, a mitad del recinto.
Es probable que en esa oficina tuvieran los cuadernos o libretas donde apuntaban la información confesada por los torturados y las listas negras con los nombres de las personas delatadas, como sucedía en S-21, en donde una persona inocente, por salvarse, acusaba a otros 50 inocentes.
— Aquí a veces denunciaban a personas de la comunidad, solo para poderse salvarse; a veces, también, cuando tenían problemas con otras personas los delataban para que los mataran —dice José Luis—.
En ese instante resuena la coincidencia con el testimonio de José Rafael Casallegos, habitante de La Gabarra: “Por aquí lo agarraban a usted y le decían: ‘Va a decir cuántos guerrilleros conoce o se muere’, entonces usted hablaba de quien se acordara, pero a usted lo mataban, y empezaban a buscar a los que había delatado, y esos confesaban otras cosas y los mataban, y así… es que usted asustado porque que la van cortar las piernas con una motosierra qué no dice”.
— Por aquí tenían habitaciones para dormir y guardar sus cosas —continúa José Luis con el tour, mostrando el fondo del salón a la derecha.
¿Dormir? ¿Quién podría dormir en quién sabe cuántos miedos a la redonda después de una trasnochada de alaridos?
—No solo torturaban en la casa de La 60, también en la casa de La Gabarra, cercana a la cancha, en dirección a la salida hacia Cúcuta, solo que aquí pasaron más cosas —revela José Luis—. Por este lado era el pasadizo que va de la calle y conduce a los calabozos donde metían a la gente que traían en una camioneta —afirma señalando a la izquierda el llamado “corredor de la muerte”, detrás de la pared del espacio principal de la casa, al cual se ingresa por otro lado.
Al hablar de la camioneta alude a ‘La ‘ultima lágrima’, una Toyota verde claro, uno de los símbolos del terror en el Catatumbo, propiedad de ‘Gacha’, tal vez el mayor depredador sexual de la región. “Los sábados en el bailadero El Festín, a orillas del río, ‘Gacha’ entraba y agarraba a las muchachas que le gustaban, las violaba, las mataba y las botaba al río”, refiere el libro Con licencia para desplazar, masacres y reconfiguración territorial en Tibú, Catatumbo, del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Salimos del salón hacia un espacio interior, bipolar por los contrastes: el colorido mural y la gigantesca Biblia abierta en el salmo 91, que pareciera desprenderse de la pared, y su promesa de librar de las trampas del cazador y mortíferas plagas, y de no temer el terror de la noche, ni la flecha disparada de día a aquel que habite al abrigo del Altísimo, entran en conflicto con la otra porción del patio, un erial como pasto, semejante al residuo de una quema, y…
—Los dos calabozos que tenían —que señala José Luis, con las paredes y las rejas intactas, que parecen dominios del Bajísimo, como si estuvieran en disputa las fuerzas de la luz y la oscuridad.
Pero esa imagen cumple con las intenciones de los habitantes de la vereda: preservar esa porción del pasado para que las nuevas generaciones lo tatúen en su memoria.
— A las personas las metían 24 horas a los calabozos, y si nadie hablaba por ellos, los mataban luego de torturarlos. En este calabozo, el de la izquierda, era el primero donde los metían, y si nadie venía a preguntar lo pasaban para el otro. De este primer calabozo pude sacar varias personas, pero si los pasaban al otro era muy difícil que saliera de aquí. Es que las familias acudían donde uno como líder social… vaya hable… mire que se llevaron a mi hijo… que se llevaron a mi marido… que lo acusan de guerrillero… usted los conoce. Uno hablaba con pruebas por las personas que uno conocía en la comunidad, que nunca se metieron en grupos al margen de la ley, que simplemente tenían sus negocios. Uno hablaba por ellos.
Una ráfaga de latidos se apoderó de José Luis cuando por primer vez le imploraron que intercediera por alguien, un joven vendedor ambulante, de 25 años, culpado de ser guerrillero.
— “Usted que es conocido porque no habla con ellos; usted sabe que no es ni guerrillero ni ‘paraco’”, me rogaron, y yo les dije que iba, pero si me acompañaban. Hacia las 2:30 de la tarde llegué a la cárcel del 60. Les dije a los guardias que necesitaba hablar con ‘Camilo’, uno de los comandantes —dice con cierta sonrisa al recordar el susto que vivió.
El comandante ‘Camilo’ era un exoficial de Ejército que integró el Bloque Catatumbo, que coordinó el llamado Proyecto Tibú, junto con los también exoficiales alias ‘Marlon’ y ‘Mauro’, y “con militares activos que hacían presencia en la región”, según el libro Con licencia para desplazar, masacres y reconfiguración territorial en Tibú, Catatumbo.
—”Espere lo anunciamos”, me dijeron. Esperé un rato y me hicieron ingresar solo. La boca la tenía amarga del miedo. “¿Qué necesitaba?”, me preguntó ‘Camilo’. “Necesito comentarle algo… que ustedes tienen a un muchacho, y él no debe nada, yo lo conozco”, le dije. “Usted es de aquí, ha demostrado buena conducta, y sabemos que usted tuvo problemas con las Farc cuando ellos mandaban en la región, al decirle sus cuatro verdades al guerrillero Flaminio para reclamarle que no le cobrara ‘vacuna’ a los vendedores ambulantes, que se la sudaban trabajando todo el día”, me dijo. Se quedó mirándome un rato, y me preguntó: “¿Pero usted si lo conoce?... Sí, señor”, le respondí. “Pero usted responde por él, y si él es guerrillero lo matamos a usted también”, me sentenció. Esa fue la primera vez, y luego siguieron otras. Una vez me tocó hablar con Marlon, pero ya estaba más tranquilo. La primera vez fue la más dura. Es que el que no pudiera salir, salía picado para el río —afirma señalando la pequeña trocha que por un lado del calabozo de la izquierda conduce a la ribera.
“Nadie sabe cuántos eran al fin (…) nadie sabe cuántas personas echaron al río de las que se vieron bajar y las otras que no se vieron bajar porque las rompían por el estómago y les sacaban las tripas y los tiraban al río”, relató un hombre en un taller de memoria en la Gabarra, publicado por el CNMH en el libro ya referido.
Refiriéndose al destino, poco o nada se sabe de los comandantes que más testimonian las víctimas: Antonio Gómez, ‘Gacha’, exguerrillero, y Manco Sepúlveda, ‘Cordillera’, un exmiembro del Epl.
— A ‘Gacha’ lo mató la guerrilla en un atentado dinamitero por la vereda el Matecoco, a media hora de La Gabarra. ‘Cordillera’ sobrevivió, pero quedó tuerto, con un ojo de silicona. Se murió porque la mujer le empezó a ser infiel, y por eso una vez le pegó un hachazo, pero con el pomo. Y resulta que ‘Camilo’, su comandante, le había dicho que si atentaba contra la mujer o su joven amante él lo mataba, así que ‘Cordillera’ al verla inmóvil en el piso, sacó el arma y se disparó, pero la mujer había quedado viva. Esa es la historia —aclara.
Salimos de los recuerdos de la Casa de la Tortura, ahora llamada Casa de Paz, un espacio de memoria, en principio, con adecuaciones modernas y tecnológicas, fruto del Plan de Integral de Reparación Colectiva de La Gabarra acordado con la Unidad para las Víctimas, el PNUD y Colombia Transforma, que la comunidad de El 60 anhela convertir en un lugar de esparcimiento, en el que la música, los bailes y la cultura hagan olvidar definitivamente la noche del 21 de agosto de 1999 cuando un grupo de más de 150 paramilitares, con la venia del Ejército, ingresó al corregimiento y asesinó sin contemplación a más de 35 personas, cuyos cuerpos José Luis, en compañía de un cura, unas hermanitas de la caridad y otras personas recogieron al otro día y montaron en una camioneta Ford roja, que él pidió prestada, para sepultarlos.
Para completar la historia, la prisión S-21 es ahora el Museo de los Crímenes Tuol Sleng. Su antiguo director, Kaing Guek Eav, alias ‘Douch’, quien se escondió por muchos años trabajando como profesor en un colegio hasta que fue descubierto por un reportero, fue el primer condenado por las atrocidades de los jemeres rojos, en el 2010. Cumplía cadena perpetua cuando murió el 2 de septiembre de 2020. Con un saldo sangriento de más de 13.000 víctimas, tal vez brille para él la oscuridad perpetua.