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El último año del gobierno de Iván Duque, a punto de comenzar, se parece a los finales de los períodos de cuatro años anteriores a las reelecciones de Uribe y Santos. Una versión nueva de lo que en su momento se llamó la etapa con el sol a la espalda: superada la primera mitad de cada presidencia, venía un período de paros, críticas, parálisis, pesimismo. Y protesta, mucha protesta, al tiempo que se iba armando el grupo de aspirantes para la siguiente elección. Para los cuales, desde luego, el lenguaje crítico de la administración saliente era más rentable que su defensa. (Lea otra columna de Rodrigo Pardo: Petro, ¿radical o moderado?).
Con el regreso al mandato de cuatro años no prorrogables, el país volvió al clima de zozobra que caracterizaba la recta final de los gobiernos. Una etapa de desgaste, de decepción generalizada frente al gobierno, un período en el que pocos políticos con espíritu de supervivencia se la jugaban por defender el gobierno saliente y el arranque temprano de una campaña en la que entre los punteos aparecían los derrotados en la última elección. Algo de eso está pasando ahora.
A riesgo de forzar el paralelo, el último año de Duque –a punto de comenzar– recuerda los períodos finales de sus antecesores, en lo que se refiere al clima de opinión, la rentabilidad del discurso con promesas de cambio y las críticas implacables contra el gobierno saliente. A riesgo de forzar la analogía, el clima que han sentido los colombianos en los últimos días se parece a los duros cierres de los presidentes en los años setenta y ochenta.
También hay elementos concretos que solo son propios del momento actual. Al presidente Duque lo sorprendió el surgimiento de una ola crítica de la magnitud y del alcance de la actual. La verdad es que la marea venía creciendo de forma casi silenciosa y sus asesores en la presidencia minimizaron las señales que aparecían cada día sobre un profundo deterioro en el clima de opinión, en la imagen del Gobierno y en la esperanza sobre el futuro.
En realidad se estaba formando una tormenta perfecta, como suele decirse, que tenía como base una economía debilitada por la pandemia. Igual que en otros países, el crecimiento se vino al suelo: el año pasado fue el más bajo que se recuerde. Y el Gobierno sobreestimó las posibilidades de una recuperación inmediata que muy pronto dejaría atrás la crisis. El crecimiento anual más bajo que recuerden las estadísticas produjo desesperanza, desilusión y miedo. Lo cual era de esperarse, pero el Gobierno prefirió protegerse detrás de la ilusión de que la crisis económica era pasajera y que pronto, de forma automática, todo se recuperaría de la noche a la mañana. Olvidaron la famosa advertencia de Bill Clinton en su primera campaña: “¡Es la economía, estúpido!”.
Pero no solo eran la caída en la producción y el aumento del desempleo. El clima de pesimismo se desbordó, como suele hacerlo cuando las corrientes de la economía atentan contra el bienestar de la mayoría. Parecería que el Gobierno le apostó a que después de la caída vendría una recuperación inmediata que arrastraría –hacia arriba– el entusiasmo general y el optimismo.
Y no fue así, porque la agenda negativa fue creciendo, con males desconocidos que generaron miedo y desesperanza. La pandemia, en primer lugar, con características desconocidas y duras experiencias sin antecedentes. Y se fue formando una agenda en la que el miedo fue mas fuerte que el espíritu de cooperación, y el liderazgo de las autoridades más discreto y menos creíble que las amenazas del nuevo enemigo de todos, el tal coronavirus. Todo, para componer un cuadro negativo, grave, una epidemia –otra–, pero no la del virus, sino de desesperanza y miedo generalizado.
Y entonces llegó el paro. No ha sido el primero en la historia de Colombia –de hecho, eran muy propios de las etapas finales de los gobiernos de cuatro años–, pero resultó peor por varias razones: por inesperado, sobre todo, y porque el presidente Duque asumió que con su programa diario de televisión –¡más de un año al aire todos los días!– conservaría la tranquilidad ciudadana y estimularía la solidaridad colectiva. Con un saldo, de paso, de apoyo al Gobierno. Pero coronavirus, paro nacional y recesión simultáneos componen un desafío inmenso para cualquier gobierno. Un cuadro devastador.
El ciclo del presidente Duque repite algunas de las características de los presidentes de los años 80. Los asesores del mandatario deben analizar esas experiencias y no empeñarse en mantener instrumentos que funcionaron bajo otras realidades. Prevención y acción, el programa de las noches, había sobrevivido con esfuerzo, pero al lado del paro y del arranque inminente de una nueva campaña, se agota. El diálogo con otras fuerzas es un instrumento válido, pero no es ninguna panacea.
Y falta ver si ya es muy tarde para hacer convocatorias de unidad y acuerdos nacionales. El Gobierno las está buscando –¿a regañadientes?– y se ha chocado con sectores muy radicalizados (entre los promotores de la protesta) o totalmente escépticos (en el liberalismo y Cambio Radical). Su primera tarea, en consecuencia, es recuperar la confianza de unas mayorías que parecen haber perdido la fe.
* Periodista y exministro.