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La “luna de miel legislativa” o la docilidad del Congreso es una premisa que suele caracterizar el primer año de todo gobierno. Pero cerrada la primera etapa de la administración Duque, parece que ha ocurrido justamente lo contrario: el gobierno ha desaprovechado su período más favorable, frente a un legislativo que, sin ser recalcitrante, detuvo algunos de sus principales proyectos, inclusive en forma abrupta.
De hecho, 2019 prometía ser un año de grandes reformas. Sin embargo, las discutibles estrategias del Ejecutivo y la posición crítica de muchos legisladores —a la que, evidentemente, hay que sumarle el papel protagónico de las protestas en el cierre del año— confluyeron para que ese propósito se viera truncado.
Dos poderes
Desde mediados de los años noventa se ha sabido que el éxito legislativo de un presidente depende básicamente de dos factores: sus poderes partidarios y constitucionales. Los primeros se refieren a su condición de jefe de partido y los segundos a su capacidad de legislar de forma autónoma —sin el concurso del Congreso— o de vetar la agenda. Pero tanto la iniciativa como la capacidad de veto fueron recortadas significativamente por la Constitución de 1991.
Los poderes partidarios, por su parte, están marcados por el tamaño y el nivel de disciplina de la bancada con que pueda contar el presidente. Y es aquí donde el gobierno de Iván Duque parece haber tenido mayores dificultades. Aunque en términos generales los “números” del proceso legislativo no fueron particularmente adversos —más bien estuvieron dentro de lo común—, este sí estuvo marcado por intensos conflictos a lo largo del año, de los que el Ejecutivo salió visiblemente lastimado.
Gobernar con cuas-mayorías
Si bien es cierto que los sistemas presidenciales no exigen mayorías para la formación y el sostenimiento de un gobierno, esto no implica que sin esas mayorías esté garantizada la gobernabilidad. De hecho, un gobierno minoritario con una duración prestablecida puede ser fuente de inestabilidad debido a la dificultad para tomar decisiones, y la consiguiente inmovilidad. Este escenario se conoce como la “pesadilla linziana” y, desde hace algunos años, parece estar volviendo con intensidad a los debates de la ciencia política latinoamericana.
Este escenario de “gobierno dividido” tiende a no ser particularmente problemático cuando los presidentes cuentan con cuasi-mayorías; es decir, con contingentes que superan alrededor del 45 % del apoyo del congreso. Esto normalmente les permite legislar de forma eficiente, disminuyendo los costos de transacción mediante coaliciones procedimentales.
Esa parecería haber sido la estrategia que intentó el gobierno de Duque. Pero un obstáculo evidente se cruzó en su camino: la bancada oficialista no alcanza, en principio, el 40 % del apoyo en ninguna de las dos cámaras. Desde este punto de vista, la división del Partido de la U —que redujo la bancada a una proporción aún menor— y de Cambio Radical, junto a la posición ambivalente del Partido Liberal, le jugaron una mala pasada a un presidente que, en momentos clave, tuvo serias dificultades para lograr quórum y para sacar adelante sus iniciativas.
Es posible que el calendario electoral haya sido también un obstáculo para el Ejecutivo. Las elecciones municipales y departamentales del pasado 27 de octubre habrían desincentivado al Gobierno para incluir nuevos socios en su coalición. A cambio de su apoyo, estos habrían demandado el respaldo para las elecciones, lo cual habría sido adverso para los candidatos del Centro Democrático, tratándose de sus rivales en las distintas regiones.
La dificultad de gobernar con una agenda “normal”
Pero a las cuestiones de carácter más “procedimental” apenas señaladas, debe sumársele otra dificultad que enfrenta este Gobierno; en este caso, especialmente, por estar encabezado por el Centro Democrático. Me refiero a la “normalización de la agenda” de la política colombiana.
A pesar de las evidentes dificultades que atraviesa, el acuerdo de paz entre el Estado y las Farc produjo cambios significativos en la agenda del país. Temas otrora minimizados e inclusive congelados, por el conflicto —como educación y desigualdad—, emergieron tanto en la campaña electoral como en el primer año y medio de gobierno. Situación visible, como se mencionó, no solo en el Congreso sino también en la movilización popular.
Pero ante este escenario mucho más exigente, Duque desperdició energía tratando de sostener el apoyo del ala más dura de su partido mediante actos como las objeciones a la JEP y la resistencia a la moción de censura al exministro de Defensa, Guillermo Botero, actor que ya era políticamente insostenible, especialmente durante la última etapa de su gestión.
Esto tuvo dos efectos. Por un lado, le infligió derrotas en conflictos de alta intensidad frente a los legisladores. Normalmente los poderes ejecutivos son reacios a enfrentar dicho tipo de situaciones, especialmente por la clase de cicatrices que dejan en la relación entre las dos ramas. Así que dos en menos de un año —y con derrotas— representan claramente una atipicidad.
Por otro lado, esta situación le quitó fuerza al resto de su agenda, aplazando debates clave, incluso imprescindibles —a pesar de su impopularidad—, como el de la reforma tributaria y la pensional.
Coaliciones en el horizonte
El Gobierno comienza en 2020 la segunda etapa de su gestión. Regularmente, con el inicio de ésta, también se produce un aumento del protagonismo del Congreso en las decisiones. Este no necesariamente implica —de hecho, normalmente no ocurre— un incremento de su visibilidad mediática, pero sí de su incidencia.
A más de un año y medio de las elecciones que le permitieron acceder al cargo, el Gobierno ya consumió la legitimidad que éstas el ofrecieron y los resultados de su gestión no le han permitido recuperarla desde un punto de vista funcional. Los congresistas lo saben y lo aprovecharán al máximo después de haberle marcado la cancha en varios de los procesos previamente señalados.
Esto es particularmente visible en los debates asociados a la reforma tributaria que se desarrollaron en las últimas semanas. En ellos se percibió una mayor disposición del presidente de ampliar su coalición legislativa. Es posible que el nuevo escenario le permita a Duque avanzar en algunas decisiones clave; sin embargo, “la cuenta” por la gobernabilidad llegará más alta.
Naturalmente, esto no está exento de dilemas. El primero es que, a pesar de ser indispensables, este tipo de acuerdos tienden a ser socialmente mal vistos en Colombia. Si los resultados políticos no son los esperados, podría acabar con la ya maltrecha imagen y legitimidad del presidente.
El segundo es que la inclusión de nuevos actores en la coalición reducirá el premio que reciban los hoy presentes, muchos de ellos ya inconformes. Los recursos son escasos y la incorporación de nuevos socios implica que el volumen de ellos que obtendrá cada miembro se reducirá aún más en relación con su expectativa.
Es sabido que la relación del presidente con parte importante de su partido no es buena y es poco probable que vaya a mejorar con los nuevos actores que parece que se subirían al barco. En definitiva, comienza un 2020 con pronóstico reservado en el campo legislativo.
*Doctor en Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad de Bolonia (Italia), jefe del Departamento de Estudios Políticos y profesor asociado del Departamento de Estudios Políticos de la Universidad Icesi de Cali.