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El Comandante sí quiere la guerra

El mandatario venezolano tendría en mente hacer de los estados fronterizos una jurisdicción especial.

Ibsen Martínez * / Especial para El Espectador
21 de noviembre de 2009 - 08:00 p. m.
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La minoría que, a este lado de la frontera, barrunta que Chávez en efecto quiere en verdad una guerra con Colombia va dejando de serlo cada día que pasa. Para quien no la conozca, Caracas es una de las ciudades más cínicas que cabe imaginar, y con ello me refiero a la proverbial, despreocupada sorna de sus élites. Se me dirá que todas las élites (¡me está vedado hablar de la colombiana!) son desaprensivas, arrogantes y carentes de imaginación, y que mi Caracas no tiene por qué ser distinta.

Pero Caracas, señores, no tanto como asiento de los poderes públicos venezolanos, sino como capital de los poderes fácticos de un rico y corrupto petroestado —en la que hierven negocios que, transpolíticamente, suelen hacer socios a chavistas “patria o muerte ” y opositores “ de uña en el rabo”—, está tan lejos de la frontera viva entre nuestros dos países como puede estarlo, por decir algo, Bogotá. No sabe ver a Chávez.

Si algo escarnece las capacidades de buena parte de la oposición política venezolana para juzgar los designios de Chávez, es esa su racista aptitud para desestimarlo, sin discernir que una cosa es la mostrenca estampa cuartelaria de Chávez, su grotesca y fachendosa parla, procaz y pendenciera, y una muy distinta su unicidad de propósitos y, en pos de ellos, sus estrategias que, durante más de tres décadas, ha adoptado ladinamente, con admirable apego, perseverancia y éxito.

El origen de la conspiración

Quince años conspiró Chávez en los cuarteles, sin ser advertido, ni mucho menos castigado por ello. Su fallido golpe de 1992 contra una democracia suicida se vio recompensado con el fervor popular, bastante inconmovible hasta hoy. Tengo para mí que el mismísimo Perón habría envidiado la conexión que Chávez entabló con los que los sifrinos —“gomelos”— llaman “desdentados y “pelabolas”.

Me cuento entre quienes hoy piensan que, a sabiendas del general descrédito de la democracia corrupta y palabrera que llegamos a tener en Venezuela, el Chávez del 92, lejos de ser un cobarde chambón, se dijo: “Bastará con mostrarme contundentemente como el ‘hombre antisistema’. Así, aun perdiendo, gano”. Economía de medios le llaman a eso.

En la escalada de incidentes violentos, muertes y denuncias que, cruzando y recruzando el río, nos alarma a los demócratas de ambos lados de la frontera, Chávez despliega cazurramente eso que un neologismo de politólogos gringo dio en llamar brinkmanship: la habilidad para juzgar con acierto las aprensiones que paralizan al adversario y moverse al borde del abismo —en este caso, la guerra entre hermanos— sin caer en él y, para colmo, obtener ganancias.

Ciertamente, una guerra entre Colombia y Venezuela no puede contemplarse sino como un abismo ardiente, inextinguiblemente trágico. Pero solamente si uno es un sujeto sin la avidez de poder tiránico y absoluto sobre sus compatriotas que anima a Chávez.

En su guerrerismo, Chávez juega fuerte y arriesga mucho en el terreno meramente militar —¡nada menos que una guerra!— , pero la ganancia que a corto plazo espera obtener del clima de crispación binacional que ha alimentado contumazmente durante meses, no es otra que hacer de la guerra con Colombia el pretexto para decretar un estado de excepción en los estados de la frontera, uno de ellos el segundo en tamaño e importancia, y que notoriamente le son adversos.

No creo estar especulando: desde que el año pasado, por estas fechas, Chávez perdió en elecciones para gobernaciones regionales la media docena de estados que concentra más de la mitad de la población venezolana, su política ha sido, perseverantemente, la de desconocer esa voluntad electoral recurriendo a una provisión que coló de contrabando en su célebre “enmienda” constitucional.

Con razones fulleras, con descarado despliegue de arbitrariedad y militarista abuso de poder, Chávez dio en despojar a gobernadores y alcaldes adversarios de todas las potestades y recursos que les permitirían gobernar en sus entidades de modo diferente, y acaso más exitoso que el suyo.

Hablo de sedes, oficinas, centros de asistencia ambulatoria, policías. Se ha ensañado muy especialmente en el estado del Táchira, sobre cuyo gobernador penden imputaciones de derecho penal que, como las del ex candidato presidencial Manuel Rosales, hoy asilado en Perú, buscan sacarlo de la carretera.

El estado de Zulia, el otro gran estado de nuestra frontera viva con Colombia, ha sido siempre una obsesión para Chávez, tanto que ha desistido de ganar una elección allí. Las ha perdido todas y se trata del segundo estado en población electoral del país. Ha optado por aplicar la misma política que ha hecho del alcalde mayor de Caracas, Antonio Ledezma, un paria sin despacho ni recurso alguno. Todo hay que decirlo: un paria insumiso que cada día cobra más simpatía entre los venezolanos.

Merced a su pícara enmienda, para neutralizar a Ledezma, Chávez creó un “suprapoder” y un funcionario designado a dedo por él mismo para regir la capital. Algo semejante, pero de mayor envergadura, parece tener ahora en mente. Nada menos que hacer de los estados fronterizos una jurisdicción especial, por completo militarizada “por razones de seguridad nacional”. La enmienda vigente se lo permite y, por todo lo que sabemos, Chávez no dejará de desplegar esa política.

Para ello, necesita acallar a quienes desde su sensatez desestiman la guerra con Colombia como una inconducente bravuconada. Necesita que la guerra deje de parecerles una remota y absurda pesadilla. Que se concrete en la escalada que, quiera que no, ya le ha impuesto a Colombia. Necesita suspender las elecciones parlamentarias, digámoslo de una vez. ¿Por qué? Porque no es inverosímil que en 2010 llegue a perderlas.

La detención arbitraria de que fue objeto el precandidato presidencial colombiano Rafael Pardo es ejemplo de cuán proterva es la prédica anticolombiana de Chávez. El guardia nacional venezolano que arrestó a Pardo seguro pensó que actuaba congruentemente con lo que predica el Comandante.

¿Una guerra de mentirijillas para calentar el fervor patriotero? No: los venezolanos de a pie no tenemos “culebra” con Colombia. Se trata, más bien, de una guerra que dure lo suficiente para justificar un paso más en el camino de la tiranía doméstica y “constitucional”.

¿Política ficción? Es posible, pero el desprecio por todo lo civil que caracteriza al mandón venezolano permite suponer que cuenta de antemano con la demostrada contención que, al menos respecto de Venezuela, han dado muestra la Presidencia y la Cancillería colombianas.

Para jugar provechosamente al borde del abismo, Chávez cuenta con la sujeción del Ejército colombiano al poder civil. ¿Cabía imaginar peor trance para dos naciones vecinas y hermanas?

 * Escritor y periodista venezolano. Columnista del matutino ‘Tal Cual’ de Caracas. Sus escritos han sido publicados en ‘El Malpensante’, ‘The Washington Post’, ‘Foreign Policy’, ‘El País’, ‘Letras Libres’ y ‘Nouvelle Revue Française’.

Por Ibsen Martínez * / Especial para El Espectador

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