El crudo relato del sepulturero de Bojayá
Domingo Chalá, víctima de desplazamiento y cantante frustrado de vallenatos, cuenta cómo el 2 de mayor de 2002, hace 16 años, tuvo que enterrar los cadáveres bojayaseños como “perros porque nadie los rezaba”.
César A. Marín y Felipe Suárez*
“Me decían el “recogemuertos” porque todo cuerpo que iba bajando por el río Atrato lo pegaba a la orilla para que lo enterraran; por eso, a las personas que se mueren yo no les tengo miedo ni les tengo asco”, afirma Domingo Chalá, el bojayaseño de 72 años que durante gran parte de su vida se desempeñó como el sepulturero del pueblo.
El 2 de mayo del 2002, por cuenta de una pipeta de gas lanzada por las Farc, el apodo de Domingo se reafirmó, pues ese día prefirió recoger cuerpos enteros y desbaratados que marcharse para Quibdó como lo hizo buena parte de los bojayaseños. “Con una pala me tocó recoger los restos de niños y adultos, y meterlos en unas bolsas para que los fueran llevando a las canoas para ser llevados a la fosa común que estaba por los lados del río Bojayá”.
Con trapos blancos enarbolados y como si fueran los hinchas de un equipo de fútbol, durante la travesía tuvieron que gritar que eran civiles para evitar ser atacados. Y sí, sus pregones contrarrestaron las balas, pero no esquivaron la desconfianza del grupo ilegal armado. “Cuando llegamos allá, con los heridos, la guerrilla requisó el bote para verificar que no hubiesen paramilitares camuflados entre nosotros”, recuerda.
La gente –cuenta Domingo– no pudo sacar nada de sus viviendas, ni dinero ni implementos para cocinar; fueron otros los que se sintieron acreedores de esas pertenencias. “En Vigía del Fuerte veíamos a paramilitares y guerrilleros de civil, vestidos con la ropa que sacaron de las casas de la gente de Bojayá, aprovechando que estaban solas las viviendas”.
No solamente murieron ese día los civiles que estaban en la iglesia, sino que también hubo varios combatientes tanto de la guerrilla como de los paramilitares que resultaron heridos y que fueron a morir en la parte de atrás del pueblo, por la montaña.
Cuando le tocó recoger los muertos, la fetidez que desprendía la ropa de Domingo lo convertía en una especie de miembro de la casta de los intocables de la India: nadie se atrevía a acercársele en Vigía del Fuerte, menos a tocarlo, porque según cuenta “el olor del cuerpo humano era muy penetrante”. Quizá él olor era una especie de eco de la muerte que habían dejado atrás. Pero esto no lo perturbaba. Lo que lo preocupaba en ese momento era que la gente pudiera despedir con decoro a sus familiares y amigos.
En medio de la presencia de la guerrilla se realizaron las ‘deshonras’ fúnebres de las víctimas. “Los muertos del 2 de mayo se enterraron como perros porque nadie les rezaba, no había un solo civil: los únicos éramos los que los estábamos enterrando”, afirmó Domingo.
Muchos cuerpos estaban sin cabeza y podía reconocer qué restos eran de hombre o de mujer, porque las uñas, las que estaban pintadas, servían de pista. “Es que esos cuerpos quedaron completamente desbaratados por la fuerza de la explosión de la pipeta. A veces solo recogía el tripero porque no tenían ni brazos ni cabeza ni piernas y el tronco estaba reventado. En varios de los cuerpos las cabezas quedaron molidas”.
Manipular los cuerpos y restos de la masacre le afectó hasta el gusto por la comida. “Durante cerca de cuatro meses dejé de comer carne porque cuando veía una presa de cerdo, se me revolvían las imágenes de esa tragedia”, asegura. Sin embargo, el entierro de sus paisanos conforme a sus costumbres era lo que más contrariaba su tranquilidad. “Hacía rato veníamos luchando para que a esos cadáveres se les diera un trato digno, porque esos muertos tienen madre, padre y familia. Me gusta que la Fiscalía haya hecho las exhumaciones para que después de las pruebas científicas de ADN, de identificación y demás, se les pueda dar una sepultura digna, con todos los rituales de nosotros los afro”.
La labor y preocupación de Domingo hace recordar la película japonesa Violines en el cielo (Departures, Yojiro Takita), en la que el protagonista trabaja, como si fuera un artesano, arreglando los cuerpos de los muertos de la mejor forma posible para que sus familiares los despidan con la mayor dignidad.
Untarse de tierra y muerte le significó el respeto no solo de sus paisanos: “lo que yo hice en la iglesia con los muertos de la masacre hasta la guerrilla lo valoró; incluso cuando estaban por acá, en los alrededores de Bellavista, y yo me los topaba, ellos me respetaban porque me conocían por mi trabajo, porque vieron con buenos ojos la labor de recoger los muertos, ya que no querían que ni el Ejército ni los medios de comunicación vieran como habían quedado los cuerpos luego de la explosión de la pipeta”.
Por lo hecho en el 2002, Domingo tiene en su haber varias entrevistas, incluso con medios internacionales. Sabe leer, pero escasamente escribe su nombre; su capacidad para componer vallenatos surge casi que por intuición. Él y sus paisanos no quieren más violencia. “Pero me preocupa que por acá hay Eln y paramilitares. Por los lados del río Bojayá la gente está trabajando, la gente tiene su tierrita, pero viven con ese temor, con esa zozobra. Acá en el casco urbano estamos tranquilos porque está el Ejército”, concluyó.
Domingo solo espera el día en que cada uno de los muertos del 2 de mayo sea identificado, los saquen de las bolsas en las que se encuentran sus restos, ocupen su respectiva bóveda, marcada con su nombre, para que descanse su corazón, y esa tristeza de 16 años sea lo único que debe quedar en la bolsa y enterrar para siempre.
*Periodistas de la Unidad para las Víctimas
“Me decían el “recogemuertos” porque todo cuerpo que iba bajando por el río Atrato lo pegaba a la orilla para que lo enterraran; por eso, a las personas que se mueren yo no les tengo miedo ni les tengo asco”, afirma Domingo Chalá, el bojayaseño de 72 años que durante gran parte de su vida se desempeñó como el sepulturero del pueblo.
El 2 de mayo del 2002, por cuenta de una pipeta de gas lanzada por las Farc, el apodo de Domingo se reafirmó, pues ese día prefirió recoger cuerpos enteros y desbaratados que marcharse para Quibdó como lo hizo buena parte de los bojayaseños. “Con una pala me tocó recoger los restos de niños y adultos, y meterlos en unas bolsas para que los fueran llevando a las canoas para ser llevados a la fosa común que estaba por los lados del río Bojayá”.
Con trapos blancos enarbolados y como si fueran los hinchas de un equipo de fútbol, durante la travesía tuvieron que gritar que eran civiles para evitar ser atacados. Y sí, sus pregones contrarrestaron las balas, pero no esquivaron la desconfianza del grupo ilegal armado. “Cuando llegamos allá, con los heridos, la guerrilla requisó el bote para verificar que no hubiesen paramilitares camuflados entre nosotros”, recuerda.
La gente –cuenta Domingo– no pudo sacar nada de sus viviendas, ni dinero ni implementos para cocinar; fueron otros los que se sintieron acreedores de esas pertenencias. “En Vigía del Fuerte veíamos a paramilitares y guerrilleros de civil, vestidos con la ropa que sacaron de las casas de la gente de Bojayá, aprovechando que estaban solas las viviendas”.
No solamente murieron ese día los civiles que estaban en la iglesia, sino que también hubo varios combatientes tanto de la guerrilla como de los paramilitares que resultaron heridos y que fueron a morir en la parte de atrás del pueblo, por la montaña.
Cuando le tocó recoger los muertos, la fetidez que desprendía la ropa de Domingo lo convertía en una especie de miembro de la casta de los intocables de la India: nadie se atrevía a acercársele en Vigía del Fuerte, menos a tocarlo, porque según cuenta “el olor del cuerpo humano era muy penetrante”. Quizá él olor era una especie de eco de la muerte que habían dejado atrás. Pero esto no lo perturbaba. Lo que lo preocupaba en ese momento era que la gente pudiera despedir con decoro a sus familiares y amigos.
En medio de la presencia de la guerrilla se realizaron las ‘deshonras’ fúnebres de las víctimas. “Los muertos del 2 de mayo se enterraron como perros porque nadie les rezaba, no había un solo civil: los únicos éramos los que los estábamos enterrando”, afirmó Domingo.
Muchos cuerpos estaban sin cabeza y podía reconocer qué restos eran de hombre o de mujer, porque las uñas, las que estaban pintadas, servían de pista. “Es que esos cuerpos quedaron completamente desbaratados por la fuerza de la explosión de la pipeta. A veces solo recogía el tripero porque no tenían ni brazos ni cabeza ni piernas y el tronco estaba reventado. En varios de los cuerpos las cabezas quedaron molidas”.
Manipular los cuerpos y restos de la masacre le afectó hasta el gusto por la comida. “Durante cerca de cuatro meses dejé de comer carne porque cuando veía una presa de cerdo, se me revolvían las imágenes de esa tragedia”, asegura. Sin embargo, el entierro de sus paisanos conforme a sus costumbres era lo que más contrariaba su tranquilidad. “Hacía rato veníamos luchando para que a esos cadáveres se les diera un trato digno, porque esos muertos tienen madre, padre y familia. Me gusta que la Fiscalía haya hecho las exhumaciones para que después de las pruebas científicas de ADN, de identificación y demás, se les pueda dar una sepultura digna, con todos los rituales de nosotros los afro”.
La labor y preocupación de Domingo hace recordar la película japonesa Violines en el cielo (Departures, Yojiro Takita), en la que el protagonista trabaja, como si fuera un artesano, arreglando los cuerpos de los muertos de la mejor forma posible para que sus familiares los despidan con la mayor dignidad.
Untarse de tierra y muerte le significó el respeto no solo de sus paisanos: “lo que yo hice en la iglesia con los muertos de la masacre hasta la guerrilla lo valoró; incluso cuando estaban por acá, en los alrededores de Bellavista, y yo me los topaba, ellos me respetaban porque me conocían por mi trabajo, porque vieron con buenos ojos la labor de recoger los muertos, ya que no querían que ni el Ejército ni los medios de comunicación vieran como habían quedado los cuerpos luego de la explosión de la pipeta”.
Por lo hecho en el 2002, Domingo tiene en su haber varias entrevistas, incluso con medios internacionales. Sabe leer, pero escasamente escribe su nombre; su capacidad para componer vallenatos surge casi que por intuición. Él y sus paisanos no quieren más violencia. “Pero me preocupa que por acá hay Eln y paramilitares. Por los lados del río Bojayá la gente está trabajando, la gente tiene su tierrita, pero viven con ese temor, con esa zozobra. Acá en el casco urbano estamos tranquilos porque está el Ejército”, concluyó.
Domingo solo espera el día en que cada uno de los muertos del 2 de mayo sea identificado, los saquen de las bolsas en las que se encuentran sus restos, ocupen su respectiva bóveda, marcada con su nombre, para que descanse su corazón, y esa tristeza de 16 años sea lo único que debe quedar en la bolsa y enterrar para siempre.
*Periodistas de la Unidad para las Víctimas