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Es necesario llamar la atención para que el arte y la cultura quepan en el debate electoral. No ha habido una sola pregunta a los candidatos y candidatas sobre este asunto, y eso nos alarma. Son decenas de años en los que los y las artistas clamamos por un lugar en la política para la cultura y el arte que no sea el residual que nos han asignado. Y lo hacemos porque sabemos cuánto puede ayudar la cultura y el arte al cambio social, cuanto puede ayudar el arte a sensibilizar la sociedad, cuanto puede ayudar la cultura a que, como dice el cantautor César López, “volvamos a amar la vida”. (Recomendamos: Disfrute el especial multimedia con motivo de los 135 años de fundación de El Espectador).
El cambio social en Colombia no solo es posible sino obligatorio. Este país no puede seguir descendiendo vertiginosamente al abismo. Tenemos que recomenzar defendiendo la vida, la paz, la diversidad cultural y el territorio. El cambio social tiene que ser también un cambio cultural. Necesitamos cambiar paradigmas enraizados en el imaginario colectivo. Esos viejos paradigmas no nos permiten avanzar. Es como si estuviéramos detenidos en el tiempo retrocediendo en todo; es, con excepciones, como si hubiera un impedimento en el alma de la nación para movilizarse ante lo insoportable; como si hubiera una gran parte del país que, a fuerza de tanta violencia y de tanta exclusión, hubiera terminado “naturalizando” convivir con la matanza y con la desigualdad. (Entrevista con Patricia Ariza sobre el Teatro La Candelaria).
Cuando hablamos de nación estamos hablando de cultura. Una nación se funda sobre un territorio y unas culturas y, esos dos mapas nos constituyen y no pueden de ninguna manera separarse, son indivisibles. Nadie puede separar el territorio colombiano de la cumbia, nadie puede separar nuestra identidad de Cien Años de Soledad. Ser colombiano o colombiana es reconocer la tierra que nos da todo y sentirnos parte de los y cantos, de las memorias y de los duelos, pero también de las fiestas y celebraciones que nos habitan. Es saber también que lugar ocupamos en el planeta.
La identidad tiene que ver con el territorio y también con los relatos y leyendas compartidas. Y en este país, como lo decía con toda claridad el maestro Jesús Martín Barbero, no tenemos un relato de nación. Tenemos relatos dispersos, fragmentados, huellas…. Podríamos decir que el relato de nación está roto por el desafecto y la violencia. Y, aunque sea conflictivo construirlo, necesitamos tejer y retejer una memoria común que nos identifique y nos cohesione.
Quizás la clave de este relato, en construcción, esté entonces en el salto social para salir de la guerra y de las violencias y llegar, por fin, a una paz honda completa y duradera, en preguntarnos quiénes somos en el mundo y en la época que nos está tocando vivir y sobre todo, morir. En ese relato colectivo de nación está la clave, porque la Paz condensa muchos otros relatos.
El relato debe incluir la perspectiva de género. Debemos traer a la memoria las mujeres olvidadas y los y las jóvenes que fueron capaces de abrirse paso en el estallido social y cultural del Paro Nacional. Debemos traer a las víctimas.
En la Paz se condensa todo lo que nos ha sucedido. No podemos meter debajo de la alfombra las batallas relatadas y la resistencia. En la Paz están los sueños truncados y el dolor frente a la tierra despojada, está el desplazamiento forzado pero también la interculturalidad.
Tenemos que valorar el papel singular del arte y de los artistas en este relato. Desde ahí hemos visto algunas narrativas verdaderamente iluminadoras, por ejemplo, la masacre de las bananeras narrada por Álvaro Cepeda Samudio en La Casa Grande, los Ancestros pintados por el maestro Alcántara, las obras de La Candelaria, y las performances con las víctimas, la muerte de Dylan Cruz, el jovencito asesinado recreado por la Congregación, las obras de Carolina Vivas, el retrato de las élites en las obras de Marbel Moreno, los poemas de Piedad Bonett y las crónicas de Alfredo Molano y Arturo Alape, y los murales pintados en las calles entre otros
En ese relato no se pueden olvidar los genocidios como arma perversa de la guerra y de la política, pero tampoco de la capacidad de las víctimas de mantener viva la memoria como lo hacen las víctimas y sobrevivientes de la UP.
No son fáciles los tiempos que vivimos en Colombia. El recrudecimiento de la violencia, la reedición de las guerras y de las masacres, el hambre, la violencia contra las mujeres y la desigualdad se incrementan de manera exponencial. Y, estos hechos no pueden ser ajenos a la cultura y al arte, no pueden ser ajenos a los y las artistas.
Ser artista y mantenerse creando en este tiempo es un verdadero privilegio porque es la posibilidad de ver el mundo desde los sueños ocultos de la sociedad, pero también, como decía el maestro Santiago García, es una responsabilidad. Algunos y algunas de nosotros y de nosotras sentimos que no podemos dejar de expresar lo que nos sucede, que no podemos dejar de representar y de gritar para defender la vida y conseguir la paz.
La cultura antecede a la política porque está relacionada de manera compleja, con nuestro modo de ser, de pensar, de decidir y de habitar el mundo. Está relacionada con la manera como la sociedad responde a las crisis. Por eso necesitamos unas nuevas políticas culturales que coloquen en el centro de todo la defensa de la vida y de la paz y que contribuyan mediante programas especiales a luchar, desde la cultura, contra el racismo, la homofobia y el patriarcado. Unas políticas que valoren el arte como expresión profunda de la libertad humana y que protejan la diversidad cultural. Es que somos una potencia cultural y el país no se ha dado cuenta. Por estos lares del mundo florecen los cantos y las gaitas, el teatro y las pinturas en los muros de las ciudades.
Ojalá Colombia lograra reescribir de nuevo su nombre en el mundo desde el arte y la cultura. Los y las artistas que viajamos con alguna frecuencia sabemos que afuera nos siguen viendo todavía como el país de la violencia y del narcotráfico, como la tierra de Pablo Escobar. Es necesaria y urgente una reforma cultural que incluya unas nuevas políticas internacionales y unos programas que posibiliten mostrar la creatividad inmensa que posee Colombia y que también nos permitan a los colombianos y colombianas relacionarnos con las culturas del mundo de otra manera.
Somos la tierra de los cantos populares, el Macondo de García Márquez, del teatro alternativo, de los murales y del verde, como la condensación de todos los colores. Nuestra fuerza no está en haber vivido todos los dolores y todas las violencias juntas sino en la capacidad que estamos mostrando ante nosotros y ante el mundo de salir de ellos.
La Historia no es un suceso lógico y lineal de acontecimientos y deseos. Los grandes cambios se dan a saltos y todo indica que en Colombia estamos ad portas de un gran salto social y cultural. La cultura y las artes, señores, no es, no pueden seguir siendo vistas como un asunto residual, no pueden seguir siendo vistas como un adorno, como mero entretenimiento o como un negocio.
La cultura no solo es un asunto político, es el asunto político por excelencia, porque tiene que ver con el modo de ser, de hacer, de pensar y de decidir de los pueblos y de las personas. Y, tenemos que decidir que la vida vale la pena. Y tenemos que desenterrar y promover los cantos regionales, escuchar la sabiduría que se encierra en los bullerengues de las mayores y en los vallenatos de relato. Necesitamos escuchar el rap de los y las jóvenes y leer de nuevo a García Márquez. Eso nos puede ayudar a entender que de verdad necesitamos y merecemos una nueva oportunidad sobre la tierra.
* Patricia Ariza, poeta, dramaturga, performera y activista por la Paz.