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En las campañas de Congreso y Presidencia de 2018 se reportaron gastos por un poco más de $364.000 millones, según Transparencia por Colombia. Aunque todavía es muy temprano para saber a cuánto ascenderá el total en la presente elección, no se necesita ser un especialista para afirmar que debería ser mucho mayor, aun si solo se incluye el efecto de la inflación.
Hace cuatro años, el 34 % del monto mencionado provino de contribuciones de privados, sin contar las contribuciones propias de los candidatos y sus familiares. Si se consideran solo las campañas a Congreso, las contribuciones de los privados fueron un 45 % de los gastos reportados. De otro lado, el 10 % provino de anticipos del Estado ($36.000 millones), lo cual no incluye los recursos que luego se les entregan a las campañas por reposición de votos. El resto de dinero vino de fondos propios y créditos.
Desde hace un tiempo, los ciudadanos tenemos la sensación de que las contribuciones que hacen los grupos económicos a las campañas políticas traen costos sociales muy altos. Por ejemplo, costos en términos de políticas que tan solo favorecen a los aportantes y que deberían beneficiar a toda la sociedad, concentración de la contratación pública, apropiación indebida de recursos estatales y concentración del poder en unos pocos políticos con acceso a conglomerados privados. El caso Merlano-Char es el más mediático en la actualidad, pero es tan solo uno de los tantos que posiblemente hay.
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Dicho esto, es importante reconocer que partidos y políticos requieren dinero para poder desarrollar sus campañas. Eso les permite conectar con los ciudadanos y transmitirles sus ideas y propuestas para que sean apoyadas o desestimadas a través de las elecciones. Así, estos recursos son los que permiten incentivar a la gente a votar y a que asuman su responsabilidad en las decisiones de política pública. En últimas, ello permite tener una democracia más saludable. Vistas así, las contribuciones de los privados a las campañas políticas también tienen un impacto positivo y muy importante sobre el bienestar social.
Así las cosas, la pregunta obvia que surge es cómo se deberían regular los fondos que entran en las campañas para que los beneficios de las contribuciones sean mayores que sus costos. Existen personas que defienden la idea de que las campañas deberían ser financiadas en su totalidad con recursos públicos. Con el perdón de los que así piensan, hacer esto podría empeorar más las cosas. Ya muchos hemos entendido que esa solución mágica de que el Gobierno lo pague todo también tiene su precio, además de que gastar esta plata en campañas implica sacrificar lo que se les da a otros programas. Nada es gratis.
En un artículo que publicamos el año pasado con Francisco Eslava (estudiante de doctorado en la Universidad de British Columbia), en la revista Social Choice and Welfare, estudiamos justamente esta pregunta. El resultado más interesante que encontramos es el siguiente: permitir que se hagan contribuciones y ponerles impuestos es una buena manera de regular la financiación de las campañas.
¿Cómo lo hacemos?
Estudiar formas eficientes para regular la financiación de las campañas políticas no es algo nuevo, ni en la literatura económica ni en la de ciencia política. Sin embargo, nuestra forma de abordarlo sí que lo es, y está planteada para tener en cuenta los elementos mencionados anteriormente. Es decir, es una investigación que no solo tiene en cuenta nuestra realidad, sino la de muchos otros países.
En la investigación introducimos dos novedades que no se habían considerado hasta ahora en la literatura existente. Primera, el beneficio que recibe una sociedad por tener personas cívicamente involucradas en la toma de decisiones de política pública a través del voto. Este se da cuando los partidos y políticos gastan el dinero que reciben de las contribuciones en movilizar a sus potenciales votantes a través de diferentes actividades: reuniones con diferentes grupos, publicidad, correrías, etc.
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Segundz, medimos los costos de las contribuciones en términos de los recursos públicos que se dilapidan en la contratación estatal, como resultado de las negociaciones entre políticos y grupos de interés, por el monto de los aportes y las prebendas prometidas. Más de un lector probablemente tendrá en mente un ejemplo muy cercano.
Con ambos elementos, y usando un poco de teoría de juegos y de matemáticas, construimos un modelo donde los partidos políticos, de diferentes ideologías, compiten por los votos de las personas. Lo primero que pasa en nuestro modelo es que los partidos y los grupos de interés se sientan a negociar las contribuciones que se harán a las campañas y lo que recibirán a cambio los grupos de interés en caso de que el político que están apoyando gane las elecciones.
Nuestro supuesto es que las prebendas que reciben estos grupos afectan negativamente la calidad de los bienes y servicios que el político ganador proveerá a los ciudadanos. Por ejemplo, harán que haya muchas obras públicas sin terminar o de mala calidad: hospitales, colegios, conexiones a internet, entre otros. Así, entre mayores sean las contribuciones, habrá más prebendas y, por ende, la calidad de estos bienes y servicios será peor.
Luego de la negociación, los grupos entregan las contribuciones acordadas a los políticos y estos las invierten en sus campañas para movilizar y convencer a los votantes (también de diferentes ideologías). Es importante subrayar que aquí no modelamos compra de votos. Es decir, solo consideramos gastos y actividades típicas (no, atípicas) de una campaña política.
Finalmente, considerando que los votantes no son tontos y que saben que a mayor gasto en campañas menor será la calidad de los bienes y servicios que recibirán, ellos deciden si votar o no votar y por quién hacerlo.
Una vez logramos anticipar cómo se comportan los políticos, los grupos de interés y los votantes en este modelo, entonces nos preguntamos qué ocurriría con el bienestar de los ciudadanos si introducimos diferentes regulaciones comúnmente utilizadas en el mundo. Entre ellas están: prohibir las contribuciones y subsidiar las campañas con dinero público, ponerles topes a las contribuciones y permitir una mezcla entre topes y subsidios del Gobierno. Además, consideramos una regulación que, hasta donde sabemos, ningún país aplica: permitir las contribuciones, pero imponerles impuestos.
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¿Qué encontramos?
Lo primero que encontramos es que imponer topes a las contribuciones es bueno para la sociedad. El resultado es clásico en esta literatura y es quizá por esto que en el país existen estos límites. Sin embargo, definir cuál es el tope apropiado requiere mucha información, que en muchos casos no está disponible.
Además, sabemos que monitorear el cumplimiento de los topes no es tarea fácil. En últimas, imponer límites puede ser tan solo, y como coloquialmente se dice, un saludo a la bandera.
Segundo, hallamos que prohibir las contribuciones y subsidiar las campañas exclusivamente con recursos públicos solo es beneficioso para la sociedad si la tecnología de movilización de los partidos no es muy buena. Es decir, si los partidos políticos no cuentan con una buena estructura logística para conectarse con los votantes y llevarlos a las urnas.
Esto podría ser el caso de sociedades donde las prácticas democráticas no llevan mucho recorrido y aún no están creadas las redes necesarias para hacerlo. El resultado claramente implica que, si los partidos son buenos movilizando gente, mejor ni pensar en subsidiar sus campañas.
Tercero, encontramos que cobrar impuestos a las contribuciones para las campañas, ya sea a los partidos o a los aportantes, y usar estos recursos para invertirlos en la provisión de bienes y servicios públicos, es beneficioso para la sociedad. El punto clave aquí es que la redistribución de recursos que se logra a través de los impuestos, si en efecto se da, termina favoreciendo a los ciudadanos. Muy importante es que este resultado no depende de qué tan buenos son los partidos movilizando o no a sus votantes.
Por último, encontramos que la combinación de una política de impuestos a las contribuciones con topes establecidos también beneficia a la sociedad. En este caso se logra una menor movilización, pero una mejor calidad de los bienes y servicios proveídos. Claramente el beneficio de esta política dependerá de qué tan buena sea la sociedad controlando los topes.
¿Y qué podríamos hacer en Colombia?
En Colombia los partidos son muy buenos movilizando gente. Sus redes de contacto en general funcionan bastante bien para hacerlo. Así, nuestros resultados sugieren que deberíamos pensar en dejar de invertir recursos públicos en estas campañas o disminuirlos a su mínima expresión. Podríamos empezar por eliminar la reposición de votos.
Además, deberíamos empezar a pensar en cobrarles impuestos a las contribuciones (tanto de terceros, como de candidatos y familiares). Aunque nuestros resultados indican que esto funciona bien independientemente de qué tan buenos son los partidos movilizando gente, estos impuestos podrían empezarse a cobrar en campañas grandes: Congreso y Presidencia, al igual que alcaldías y concejos en grandes ciudades.
Claramente podría surgir, como ya existe, el no reporte de dineros y la consecuente evasión. Pero aparte de mejorar la capacidad de control y vigilancia de las autoridades electorales, en lugar de subsidiar las campañas con dinero público y quitarles recursos a otros gastos importantes, o de imponer topes que no se cumplen, sería mejor obtener recursos por medio de impuestos a las contribuciones para financiar más bienes y servicios para la población.
* Profesor Asociado de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes.