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En este artículo, quiero proponer y llevar a cabo varios experimentos mentales. El primero consiste en a) imaginar un futuro ideal del país en el cual hayamos solucionado los más grandes desafíos que tenemos como sociedad y, luego, b) preguntarnos qué decisiones deberíamos tomar en el presente para alcanzar ese futuro idealizado. Esas decisiones incluyen establecer prioridades, diseñar planes y asignar los recursos correspondientes, así como establecer mecanismos de monitoreo para saber si nos estamos acercando o no a los objetivos propuestos, y si estamos usando o no los recursos asignados de la manera más adecuada. (Recomendamos otro ensayo de Juan Gabriel Gómez Albarello sobre las relaciones entre Colombia e Israel).
La decisión más importante de todas es la de establecer prioridades. Si los objetivos que nos propusiéramos como sociedad estuvieran claros, y si hubiese un amplio consenso acerca de ellos, sería más fácil alcanzarlos. Esto no quiere decir que sea fácil hacerlo. Quiere decir simplemente que sería mucho más difícil lograr nuestros propósitos, si estuviéramos discutiendo acerca del camino que deberíamos tomar y si nos desviáramos de ese camino porque no tenemos una idea suficientemente clara del destino hacia donde vamos.
Supongamos por un momento que nos hemos puesto de acuerdo en los objetivos que queremos alcanzar como nación, pero que no nos hemos puesto de acuerdo todavía en la prioridad que vamos a establecer. Quisiéramos que el país fuera más próspero y productivo, que hubiera menos violencia, impunidad y desigualdad, y también menos corrupción, y quisiéramos tener mayor capacidad para mitigar y adaptarnos al calentamiento global. Quisiéramos también insertarnos en el escenario internacional como una potencia de rango medio, que contribuya a la construcción de un orden internacional en el cual los derechos humanos en todas sus dimensiones —civiles, políticas, económicas, sociales y culturales, colectivas y de las generaciones futuras— sean, en la mayor medida posible, adecuadamente respetados y garantizados.
Todo lo anterior suena a una larga lista de regalos de Navidad. También suena a otra larga lista de demandas y reivindicaciones previa a una jornada de protesta con la cual los involucrados en ella procuran alcanzar una profunda transformación social y política. No obstante, sigamos suponiendo que esta vez hemos escogido ponernos de acuerdo en establecer prioridades, en lugar de desgastarnos en disputas y confrontaciones acerca de lo que queremos lograr.
Supongamos que durante varios días de largas horas hemos escuchado propuestas disímiles acerca de cuáles deberían ser esas prioridades. Alguien dice que, sin tener garantizada la vida de la mayoría de los integrantes de la nación y reducir drásticamente la impunidad, no vamos a lograr mayor cosa: la vida es lo primero, por lo cual hay que comenzar por protegerla y sancionar a quienes atentan contra ella.
Alguien más dice que esa aspiración no se podrá alcanzar mientras persistan las profundas brechas de desigualdad que dividen a Colombia. La razón, arguye esa persona, es simple: la desigualdad activa mecanismos que incrementan sustancialmente la violencia. Si no comenzamos por superar la desigualdad, dice, los logros que alcancemos en materia de violencia e impunidad van a ser pírricos. En apoyo de sus afirmaciones, cita un trabajo que hicimos mi colega Jimmy Corzo y yo acerca de la violencia homicida en 44 países de América Latina y Europa, donde encontramos que este fenómeno está más fuertemente asociado con la desigualdad que con la impunidad (Criminalidad homicida, capitalismo y democracia, Análisis Político 102, 2021).
En este punto, decido intervenir para proponer un experimento mental porque quisiera mostrar que, entre todos los objetivos que nos hemos propuesto, la prioridad debe ser la lucha contra la corrupción. En efecto, supongamos que nos hemos propuesto como objetivo nacional reducir la desigualdad y que hemos aplazado la meta de reducir la corrupción. Si la corrupción continúa, seguirá habiendo gente que se enriquece en contravía de las leyes establecidas, aumentando así la desigualdad. Además, seguirá usando su poder económico ilegalmente obtenido para frenar las investigaciones en su contra. Así las cosas, aplazar la lucha contra la corrupción solo contribuye al aumento de la impunidad y también de la desigualdad.
El mismo experimento lo podemos repetir suponiendo que la prioridad escogida ha sido la reducción de la violencia, pero que hemos vuelto a aplazar la meta de reducir la corrupción. Supongamos que hemos aumentado el pie de fuerza y el número de investigadores judiciales, e invertido cuantiosos recursos en costosos dispositivos electrónicos de vigilancia e interceptación de comunicaciones y transacciones, etc. Ninguna de estas inversiones servirá para alcanzar el fin propuesto, si sigue habiendo agentes corruptos en la fuerza pública y en la justicia. De nada servirán drones, cámaras, detectores de metales o más patrullas en las calles, si funcionarios del Estado entregan información a las organizaciones criminales para frustrar la acción de la policía y la Fiscalía.
En un seminario sobre la seguridad en Bogotá realizado en agosto de este año en la Universidad Militar Nueva Granada, el embajador de Finlandia, Antti P. Kaski, presentó evidencia a este respecto. Según el embajador Kaski, la inversión que más frutos da en la lucha contra la criminalidad es la que se hace en la lucha contra la corrupción. Esto no quiere decir que los drones, las cámaras, las patrullas adicionales y demás no sean necesarios. Quiere decir que todos estos dispositivos serán efectivos siempre y cuando no haya corrupción.
Podría continuar este experimento mental con la mitigación y adaptación al calentamiento global. Creo, sin embargo, que no sería necesario hacerlo con mucho detalle pues podemos imaginarnos muchos escenarios en los cuales los esfuerzos para enfrentar desastres causados por graves perturbaciones climáticas (sequías, inundaciones, desbordamientos, derrumbes...) se verán frustrados si continúa imperando la corrupción.
En resumen, si nos pusiéramos de acuerdo acerca de los objetivos que queremos alcanzar como nación, y si tuviéramos una conversación seria acerca de cuál debiera ser la prioridad entre todos estos objetivos, entonces la lucha contra la corrupción ocuparía el primer lugar. Este es, desde luego, el resultado del experimento mental que he realizado. Invito a la ciudadanía que me lee a realizar el mismo experimento y comparar sus resultados, así como a realizar el experimento real de sentarnos a conversar acerca del futuro que nos gustaría tener en una década y las decisiones que deberíamos tomar en la actualidad, incluidas las prioridades que deberíamos establecer para que ese futuro se materialice.
Dedico unos párrafos adicionales a tres experimentos mentales acerca de políticas públicas impulsadas por este gobierno que, en mi más considerada opinión, están lejos de alcanzar sus propósitos y, mucho menos, de poner al país en la senda de la inclusión, la justicia, la prosperidad y la sostenibilidad, o, dicho en una sola expresión, en el camino hacia una vida buena.
El primer experimento es acerca de la llamada “paz total”. En contraste con las “paces parciales” del pasado, este gobierno se propuso superar la violencia mediante negociaciones con organizaciones con capacidad y voluntad de asumir una interlocución política. Hagamos el experimento mental de suscribir un acuerdo de paz simultáneo con todas esas organizaciones. ¿Alcanzaríamos de ese modo “la paz total”? Si las instituciones colombianas siguen funcionando como lo hacen, entonces la respuesta es no. De poco o nada sirven los actuales esfuerzos, si al mismo tiempo no se hace una profunda reingeniería de las instituciones colombianas para que funcionen como deberían funcionar; esto es, con arreglo al ideal establecido en la Constitución de 1991.
Proporciono evidencia adicional en apoyo de este experimento mental. El mismo año que fue promulgada la Constitución, el Gobierno salvadoreño y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional suscribieron un amplio y profundo acuerdo de paz con el propósito de ponerle fin a la violencia política. Como miembro del equipo de investigación de la Comisión de la Verdad creada al amparo de ese acuerdo de paz, pude tomar nota de los grandes esfuerzos para cumplirlo y, posteriormente, de todas las trampas y burlas a lo acordado. Si el Estado y la sociedad salvadoreña hubiesen hecho la tarea que se pusieron en ese acuerdo de paz, entonces habrían tenido que realizar la reingeniería institucional a la cual me referí. Así, habrían podido prevenir el posterior estallido de la criminalidad y la involución populista que hoy experimenta.
El segundo experimento que quisiera proponer es sobre la legalización de las drogas. Se trata de un objetivo francamente inalcanzable. Por causa quizá de la repetida interacción con Estados Unidos en este campo, muchas personas se figuran que bastaría con persuadir a la potencia norteamericana para que las drogas se legalicen. De partida, estas personas suelen ignorar que Rusia, China y los países musulmanes de Asia y África se oponen rotundamente a esa legalización.
Suelen ignorar, además, que Colombia alcanzó logros muy importantes en la reducción de cultivos y tráfico ilegales, logros que se desvanecieron con la errática política de sustitución de cultivos diseñada en cumplimiento de los acuerdos de paz con las FARC, y de la más errática acción del gobierno de Iván Duque.
Cabe agregar que los promotores de la legalización suelen ser bastante vagos en lo que concierne a la legalización de las organizaciones dedicadas a ese tráfico, organizaciones que han diversificado enormemente su portafolio criminal. Desde hace tiempo, se dedican también a la minería ilegal, la trata de personas y la financiación de la política. Si legalizar las drogas significa legalizar también esas organizaciones, entonces quedaríamos a merced de entidades con una gran experiencia y experticia en la ley de jungla; esto es, la ley del más fuerte, todo lo contrario del objetivo de que en el país impere el Estado social de derecho. De ahí que, como lo planteara Francisco Thoumi hace quince años, lo mejor sería no legalizar las drogas sino “legalizar a Colombia”; es decir, hacerlo funcionar según las leyes promulgadas de acuerdo con la Constitución.
Propongo un último experimento acerca de la recientemente aprobada reforma constitucional al Sistema General de Participaciones. Es una reforma que procura el objetivo loable de descentralizar realmente al país; en otras palabras, de quitarle la camisa de fuerza de unas instituciones centralistas. En un país tan complejo como Colombia, el centralismo es lo menos cuerdo que hay; es otro síntoma de la sinrazón de sus élites. No obstante, poner en manos de autoridades altamente vulnerables a organizaciones criminales una cantidad aun mayor de recursos es una receta para el desastre. De lo anterior no se sigue que es mejor que la dilapidación y los desfalcos se hagan en el centro. Lo que se sigue es que, sin fortalecer las instituciones locales y regionales contra la corrupción, el remedio de la descentralización puede resultar peor que la enfermedad.
Espero que estos experimentos mentales promuevan una amplia discusión acerca de los desafíos colectivos que tenemos, los objetivos que podríamos alcanzar y el modo de hacerlo. Se trata de una discusión necesaria para no quedar en manos de quienes experimentan erráticamente con el futuro de la nación.
* Abogado, Ph. D. en Ciencia Política y profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia.