Grupos armados, Gobierno y paro nacional: la lucha por los jóvenes
Sin estudiar ni trabajar y amenazados por la violencia, la única “vida digna” para algunos jóvenes es la de algún grupo armado que aproveche su desesperación. Análisis de Razón Pública.
Elizabeth Dickinson* /Razón Pública
Colombia tras el paro nacional
Al cumplirse tres meses de protestas, las perspectivas sobre el paro nacional reflejan la polarización del país: se dice que son manifestaciones pacíficas o que son una estrategia de criminales y grupos armados. Como era de esperarse, la realidad está llena de grises.
Debemos analizar esa realidad para dar una respuesta digna a los reclamos de una generación de colombianos que pide un futuro mejor. Por eso hay que aclarar que las protestas son reales y legítimas, y que miles de personas —muchas no están afiliadas a ninguna organización social ni a sindicatos— han salido a las calles desde el 28 abril.
Allí han demostrado su indignación contra la brutalidad policial y la desigualdad. Para muchos, esta es la primera vez que salen a protestar. Su rabia lleva décadas aumentando bajo la superficie; salió a flote en 2021, después de que la pandemia hiciera aún más evidente los costos de la inequidad social. Se vuelcan a las calles a exigir la posibilidad de una vida digna.
Los intereses de los grupos armados
También es cierto que grupos armados y criminales sacan partido de la protesta para imponerse en algunas comunidades; usan la confusión y la frustración de estos meses para su beneficio. Se aprovechan de las necesidades del pueblo y de que la legitimidad del Estado se encuentre en entredicho.
En toda Colombia —en zonas urbanas y rurales—, los grupos ilegales son los actores más hábiles, con más recursos financieros. Están dispuestos a sacar ventajas de la desesperación. Históricamente han ocupado los vacíos de seguridad; ahora también sacan beneficios de la agitación social.
La única forma de evitar que los grupos armados salgan ganando en esta crisis es que el Estado cumpla. Así, es urgente reformar la Policía: debe ser una fuerza enfocada en proveer seguridad para las comunidades más vulnerables, no en criminalizarlas. Asimismo, el Gobierno debe comprometerse a dialogar con los manifestantes: es urgente atender la desesperación económica y social que se manifiesta en las calles.
Le recomendamos: ¿Qué nos dice el paro nacional sobre el pasado y el futuro de Colombia?
Grupos armados urbanos
En Cali —el epicentro de la protesta—, dos meses de bloqueos invirtieron las relaciones de poder. Algunos bloqueos tenían el propósito de limitar la movilidad para expresar sus reclamos, pero otros aislaron a los barrios más vulnerables para que no pudiera entrar la fuerza pública.
De esta manera se quiso controlar la seguridad. En algunas zonas, los grupos criminales suspendieron las confrontaciones entre ellos para solidarizarse con la protesta; hubo una pausa en las balaceras, antes frecuentes. Las comunidades pidieron e insistieron en la desmilitarización de las calles y en que se fuera la Policía.
Durante mayo y junio, las autoridades locales advirtieron que el orden se deterioraba en los barrios bloqueados. Actualmente, esto es común en ciertas zonas. Cuatro semanas después del levantamiento de un punto de resistencia en una de las comunas, la ciudadanía vive en un ambiente de inseguridad.
En ausencia del bloqueo —que por un momento fue una causa común de la comunidad—, las divisiones entre los barrios, los grupos y las lealtades diversas aparecieron de nuevo.
Le recomendamos: Las incógnitas que dejaron los civiles armados del Paro Nacional
Reclutamiento de jóvenes vulnerables
La Policía abandonó la comuna en la primera semana de mayo; aún no ha regresado. En su lugar, un grupo de jóvenes se encargó de controlar el orden público —en teoría—. En un principio se pensó que los protagonistas de la protesta estaban a cargo de la seguridad; esto no era posible.
La necesidad económica ha hecho que muchos líderes comunales, que apoyaban una protesta pacífica, volvieran a sus ocupaciones. Apenas unos pocos integrantes del movimiento popular patrullan el barrio.
Los vecinos dicen que grupos armados reclutaron a algunas personas encargadas de estas rondas de seguridad. Estos grupos tienen la meta de consolidar las rutas de narcotráfico y el control territorial.
“La cosa se salió de las manos, se volvió insoportable”, dijo una lideresa de la zona. Los homicidios han aumentado en los últimos dos meses y los vecinos temen denunciar: dicen que decenas de personas han muerto en esa comuna desde junio, aunque estas cifras no se han podido confirmar.
Los líderes sociales son amenazados y acosados. Además, los jóvenes que se autoproclamaron como autoridades han facilitado robos en las casas de sus opositores, según afirma la comunidad.
Los vecinos, a su vez, cuentan que esos mismos jóvenes invadieron un terreno que los jefes criminales querían controlar; desalojaron a familias pobres. Este grupo impuso también una nueva vacuna para todos: desde los grandes comerciantes hasta el vendedor de arepas de la esquina.
Desesperación y ausencia de oportunidades
Para los jóvenes —que tanto esperaban de la protesta— el futuro sigue siendo oscuro. Sin oportunidades para estudiar ni trabajar y bajo la amenaza de los grupos criminales, la única “vida digna” es pertenecer a una banda. Niños que antes soñaban con ser bomberos o médicos dicen que quieren unirse a estos grupos, pues tienen mucho poder.
La situación anárquica es el resultado de la negligencia del Estado ante la seguridad básica de los ciudadanos. Los viejos de la zona —los líderes amenazados— consideran que la desaparición de la Policía es un castigo a la comunidad por haber apoyado el paro.
El riesgo de que haya aún más violencia sigue vigente. “Lo que necesita este barrio es mano dura,” dice un líder. Se rumora que viene una limpieza social a pacificar la zona, que ejecutarán los nuevos vigilantes o quienes se les oponen.
Aun así, hay focos de esperanza en otras zonas de la ciudad. Por ejemplo, hay un proyecto de la guardia indígena para entrenar a la primera línea: “La idea es reconocer sus esfuerzos y direccionarlos”, dice una lideresa indígena. Pero aún falta mucho para superar la tentación y la presión de los criminales sobre los jóvenes de las comunidades.
La guardia indígena en el Cauca
Bajando por la carretera Panamericana hacia el norte del Cauca, se ven las secuelas del paro nacional en las tres comunidades principales de esta región: indígenas, afrocolombianos y campesinos.
El Cauca es una de las zonas en las que el pueblo más se sintonizó con las exigencias del paro. Esta región ha sido una de las más vulnerables a los grupos armados, principalmente a frentes de las disidencias de las FARC.
Cuando empezó la movilización, las autoridades y la guardia indígena ya estaban enfrentadas. Al luchar por la autonomía territorial, se opusieron a los grupos armados y a la fuerza pública. Casi sin aliados y con múltiples opositores, la comunidad ha sufrido una ola de violencia que no se veía desde 2018.
Durante la pandemia, el conflicto empeoró. Los grupos armados presionaron tanto que dividieron a una comunidad indígena que visitamos: algunos ven la disidencia y sus cultivos ilícitos como soluciones para sus problemas económicos y sociales; otros —como las autoridades y la guardia indígena— siguen en contra del reclutamiento, de los cultivos de coca y marihuana y de la presencia de grupos armados.
Gran parte de la comunidad indígena acogió las protestas del 28 abril, dado su largo historial de movilizaciones. “La Policía se comportó igual que los grupos armados —algo que nosotros ya hemos visto en el territorio, pero nunca en la ciudad—”, recuerda un líder de la guardia.
La minga envió la mitad de sus integrantes hacia Cali para apoyar a los jóvenes. Aunque casi mil guardias —más o menos la mitad— se quedaron en el territorio, dejaron un vacío peligroso: los grupos armados estaban listos para aprovechar cualquier debilidad.
En unas semanas ocuparon nuevos territorios y, aún más, trataron de usurpar las funciones de la guardia y las autoridades indígenas: organizaron reuniones de formación de jóvenes y organización comunal, y actividades deportivas y de reclutamiento en sus filas.
A mediados de mayo, la minga volvió de Cali con prisa. Así lo dijo un oficial de la guardia: “Si uno no arregla su propia casa, otro lo hará. Hemos intentado restablecer el control, pero ahora es más complejo. Los jóvenes no escuchan a las autoridades”.
Le recomendamos: La minga indígena: un acto de vida y paz
Los grupos armados dividen a las comunidades
Una herida del conflicto en esta comunidad: en junio, asesinaron a Argenis Yatacué, una autoridad indígena, en Corinto. Según sus colegas, ella se opuso públicamente a los grupos armados en la zona.
Cuando la guardia capturó al presunto responsable del homicidio, la comunidad vaciló en castigarlo. “El mensaje fue este: ‘son ustedes las autoridades que tienen un problema con la guerrilla; la comunidad no’”, explicó un líder tradicional.
Desde mayo, los campesinos también han visto cómo los grupos armados se acercan a sus veredas. Algunas comunidades cafeteras reportan que gente de afuera de la zona les ha prometido pagarles siete millones de pesos por cada hectárea de café arrancada para sembrar coca. En algunas veredas, ya se cambió el café por la coca.
Conociendo la tradición de plata o plomo, la invitación a unirse a la economía ilegal parece más una orden que una simple propuesta. Los grupos tienen retenes en la zona y ya han asesinado a una lideresa que habló en su contra, según una organización campesina.
Las comunidades afrocolombianas sufren una presión similar. Durante la pandemia las disidencias bajaron de la cordillera hacia el valle en el que vive una de estas comunidades, y están amenazando con hacer reclutamiento forzado, dijo una lideresa. Algunas organizaciones sociales informan que los grupos los han citado para negociar —algo que hasta ahora se han negado a hacer—.
No hay futuro en el Catatumbo
En el Catatumbo, los grupos armados impusieron nuevos impuestos al transporte durante los bloqueos que hoy siguen vigentes.
Algunos grupos paramilitares en los alrededores de Cúcuta se atreven a subir desde su zona de influencia hacia Tibú. Ese es un municipio que está casi totalmente bajo el control del ELN y de las disidencias de las Farc.
Según residentes de la región, los paramilitares se envalentonaron con la retórica antiparo, que hace ver a los manifestantes como guerrilleros izquierdistas. Si intentan controlar el casco urbano de Tibú, la violencia aumentará.
La desconfianza en la Policía y la ausencia estatal
Esta grave situación se debe a la pasividad del Gobierno ante la seguridad de las comunidades. En cambio, ven a la Policía como una amenaza contra el bienestar de los manifestantes. En ese vacío de poder, otros actores tratan de controlar las protestas.
Seguirán tomándose el espacio público hasta que el Estado ofrezca una opción viable. Por eso, la reforma policial debe estar en el corazón de la respuesta estatal al paro. Colombia está reclamando otra opción de seguridad que no venga de los grupos armados ni de una Policía en la que no confían los ciudadanos. Mientras tanto, el Gobierno debe reabrir el diálogo con los manifestantes para buscar soluciones a las dificultades económicas.
En los próximos meses habrá riesgos enormes, pues la campaña electoral puede destruir la tensa calma que existe en muchas zonas. Tanto los poderes políticos como los armados tratarán de controlar alcaldías y otros puestos locales. Esa situación podría aumentar aún más las tensiones.
Si ese es el caso, la respuesta del Gobierno al paro nacional corre el riesgo de ser insuficiente y —peor— fatal. El país se precipita en caída libre hacia la guerra.
Colombia tras el paro nacional
Al cumplirse tres meses de protestas, las perspectivas sobre el paro nacional reflejan la polarización del país: se dice que son manifestaciones pacíficas o que son una estrategia de criminales y grupos armados. Como era de esperarse, la realidad está llena de grises.
Debemos analizar esa realidad para dar una respuesta digna a los reclamos de una generación de colombianos que pide un futuro mejor. Por eso hay que aclarar que las protestas son reales y legítimas, y que miles de personas —muchas no están afiliadas a ninguna organización social ni a sindicatos— han salido a las calles desde el 28 abril.
Allí han demostrado su indignación contra la brutalidad policial y la desigualdad. Para muchos, esta es la primera vez que salen a protestar. Su rabia lleva décadas aumentando bajo la superficie; salió a flote en 2021, después de que la pandemia hiciera aún más evidente los costos de la inequidad social. Se vuelcan a las calles a exigir la posibilidad de una vida digna.
Los intereses de los grupos armados
También es cierto que grupos armados y criminales sacan partido de la protesta para imponerse en algunas comunidades; usan la confusión y la frustración de estos meses para su beneficio. Se aprovechan de las necesidades del pueblo y de que la legitimidad del Estado se encuentre en entredicho.
En toda Colombia —en zonas urbanas y rurales—, los grupos ilegales son los actores más hábiles, con más recursos financieros. Están dispuestos a sacar ventajas de la desesperación. Históricamente han ocupado los vacíos de seguridad; ahora también sacan beneficios de la agitación social.
La única forma de evitar que los grupos armados salgan ganando en esta crisis es que el Estado cumpla. Así, es urgente reformar la Policía: debe ser una fuerza enfocada en proveer seguridad para las comunidades más vulnerables, no en criminalizarlas. Asimismo, el Gobierno debe comprometerse a dialogar con los manifestantes: es urgente atender la desesperación económica y social que se manifiesta en las calles.
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Grupos armados urbanos
En Cali —el epicentro de la protesta—, dos meses de bloqueos invirtieron las relaciones de poder. Algunos bloqueos tenían el propósito de limitar la movilidad para expresar sus reclamos, pero otros aislaron a los barrios más vulnerables para que no pudiera entrar la fuerza pública.
De esta manera se quiso controlar la seguridad. En algunas zonas, los grupos criminales suspendieron las confrontaciones entre ellos para solidarizarse con la protesta; hubo una pausa en las balaceras, antes frecuentes. Las comunidades pidieron e insistieron en la desmilitarización de las calles y en que se fuera la Policía.
Durante mayo y junio, las autoridades locales advirtieron que el orden se deterioraba en los barrios bloqueados. Actualmente, esto es común en ciertas zonas. Cuatro semanas después del levantamiento de un punto de resistencia en una de las comunas, la ciudadanía vive en un ambiente de inseguridad.
En ausencia del bloqueo —que por un momento fue una causa común de la comunidad—, las divisiones entre los barrios, los grupos y las lealtades diversas aparecieron de nuevo.
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Reclutamiento de jóvenes vulnerables
La Policía abandonó la comuna en la primera semana de mayo; aún no ha regresado. En su lugar, un grupo de jóvenes se encargó de controlar el orden público —en teoría—. En un principio se pensó que los protagonistas de la protesta estaban a cargo de la seguridad; esto no era posible.
La necesidad económica ha hecho que muchos líderes comunales, que apoyaban una protesta pacífica, volvieran a sus ocupaciones. Apenas unos pocos integrantes del movimiento popular patrullan el barrio.
Los vecinos dicen que grupos armados reclutaron a algunas personas encargadas de estas rondas de seguridad. Estos grupos tienen la meta de consolidar las rutas de narcotráfico y el control territorial.
“La cosa se salió de las manos, se volvió insoportable”, dijo una lideresa de la zona. Los homicidios han aumentado en los últimos dos meses y los vecinos temen denunciar: dicen que decenas de personas han muerto en esa comuna desde junio, aunque estas cifras no se han podido confirmar.
Los líderes sociales son amenazados y acosados. Además, los jóvenes que se autoproclamaron como autoridades han facilitado robos en las casas de sus opositores, según afirma la comunidad.
Los vecinos, a su vez, cuentan que esos mismos jóvenes invadieron un terreno que los jefes criminales querían controlar; desalojaron a familias pobres. Este grupo impuso también una nueva vacuna para todos: desde los grandes comerciantes hasta el vendedor de arepas de la esquina.
Desesperación y ausencia de oportunidades
Para los jóvenes —que tanto esperaban de la protesta— el futuro sigue siendo oscuro. Sin oportunidades para estudiar ni trabajar y bajo la amenaza de los grupos criminales, la única “vida digna” es pertenecer a una banda. Niños que antes soñaban con ser bomberos o médicos dicen que quieren unirse a estos grupos, pues tienen mucho poder.
La situación anárquica es el resultado de la negligencia del Estado ante la seguridad básica de los ciudadanos. Los viejos de la zona —los líderes amenazados— consideran que la desaparición de la Policía es un castigo a la comunidad por haber apoyado el paro.
El riesgo de que haya aún más violencia sigue vigente. “Lo que necesita este barrio es mano dura,” dice un líder. Se rumora que viene una limpieza social a pacificar la zona, que ejecutarán los nuevos vigilantes o quienes se les oponen.
Aun así, hay focos de esperanza en otras zonas de la ciudad. Por ejemplo, hay un proyecto de la guardia indígena para entrenar a la primera línea: “La idea es reconocer sus esfuerzos y direccionarlos”, dice una lideresa indígena. Pero aún falta mucho para superar la tentación y la presión de los criminales sobre los jóvenes de las comunidades.
La guardia indígena en el Cauca
Bajando por la carretera Panamericana hacia el norte del Cauca, se ven las secuelas del paro nacional en las tres comunidades principales de esta región: indígenas, afrocolombianos y campesinos.
El Cauca es una de las zonas en las que el pueblo más se sintonizó con las exigencias del paro. Esta región ha sido una de las más vulnerables a los grupos armados, principalmente a frentes de las disidencias de las FARC.
Cuando empezó la movilización, las autoridades y la guardia indígena ya estaban enfrentadas. Al luchar por la autonomía territorial, se opusieron a los grupos armados y a la fuerza pública. Casi sin aliados y con múltiples opositores, la comunidad ha sufrido una ola de violencia que no se veía desde 2018.
Durante la pandemia, el conflicto empeoró. Los grupos armados presionaron tanto que dividieron a una comunidad indígena que visitamos: algunos ven la disidencia y sus cultivos ilícitos como soluciones para sus problemas económicos y sociales; otros —como las autoridades y la guardia indígena— siguen en contra del reclutamiento, de los cultivos de coca y marihuana y de la presencia de grupos armados.
Gran parte de la comunidad indígena acogió las protestas del 28 abril, dado su largo historial de movilizaciones. “La Policía se comportó igual que los grupos armados —algo que nosotros ya hemos visto en el territorio, pero nunca en la ciudad—”, recuerda un líder de la guardia.
La minga envió la mitad de sus integrantes hacia Cali para apoyar a los jóvenes. Aunque casi mil guardias —más o menos la mitad— se quedaron en el territorio, dejaron un vacío peligroso: los grupos armados estaban listos para aprovechar cualquier debilidad.
En unas semanas ocuparon nuevos territorios y, aún más, trataron de usurpar las funciones de la guardia y las autoridades indígenas: organizaron reuniones de formación de jóvenes y organización comunal, y actividades deportivas y de reclutamiento en sus filas.
A mediados de mayo, la minga volvió de Cali con prisa. Así lo dijo un oficial de la guardia: “Si uno no arregla su propia casa, otro lo hará. Hemos intentado restablecer el control, pero ahora es más complejo. Los jóvenes no escuchan a las autoridades”.
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Los grupos armados dividen a las comunidades
Una herida del conflicto en esta comunidad: en junio, asesinaron a Argenis Yatacué, una autoridad indígena, en Corinto. Según sus colegas, ella se opuso públicamente a los grupos armados en la zona.
Cuando la guardia capturó al presunto responsable del homicidio, la comunidad vaciló en castigarlo. “El mensaje fue este: ‘son ustedes las autoridades que tienen un problema con la guerrilla; la comunidad no’”, explicó un líder tradicional.
Desde mayo, los campesinos también han visto cómo los grupos armados se acercan a sus veredas. Algunas comunidades cafeteras reportan que gente de afuera de la zona les ha prometido pagarles siete millones de pesos por cada hectárea de café arrancada para sembrar coca. En algunas veredas, ya se cambió el café por la coca.
Conociendo la tradición de plata o plomo, la invitación a unirse a la economía ilegal parece más una orden que una simple propuesta. Los grupos tienen retenes en la zona y ya han asesinado a una lideresa que habló en su contra, según una organización campesina.
Las comunidades afrocolombianas sufren una presión similar. Durante la pandemia las disidencias bajaron de la cordillera hacia el valle en el que vive una de estas comunidades, y están amenazando con hacer reclutamiento forzado, dijo una lideresa. Algunas organizaciones sociales informan que los grupos los han citado para negociar —algo que hasta ahora se han negado a hacer—.
No hay futuro en el Catatumbo
En el Catatumbo, los grupos armados impusieron nuevos impuestos al transporte durante los bloqueos que hoy siguen vigentes.
Algunos grupos paramilitares en los alrededores de Cúcuta se atreven a subir desde su zona de influencia hacia Tibú. Ese es un municipio que está casi totalmente bajo el control del ELN y de las disidencias de las Farc.
Según residentes de la región, los paramilitares se envalentonaron con la retórica antiparo, que hace ver a los manifestantes como guerrilleros izquierdistas. Si intentan controlar el casco urbano de Tibú, la violencia aumentará.
La desconfianza en la Policía y la ausencia estatal
Esta grave situación se debe a la pasividad del Gobierno ante la seguridad de las comunidades. En cambio, ven a la Policía como una amenaza contra el bienestar de los manifestantes. En ese vacío de poder, otros actores tratan de controlar las protestas.
Seguirán tomándose el espacio público hasta que el Estado ofrezca una opción viable. Por eso, la reforma policial debe estar en el corazón de la respuesta estatal al paro. Colombia está reclamando otra opción de seguridad que no venga de los grupos armados ni de una Policía en la que no confían los ciudadanos. Mientras tanto, el Gobierno debe reabrir el diálogo con los manifestantes para buscar soluciones a las dificultades económicas.
En los próximos meses habrá riesgos enormes, pues la campaña electoral puede destruir la tensa calma que existe en muchas zonas. Tanto los poderes políticos como los armados tratarán de controlar alcaldías y otros puestos locales. Esa situación podría aumentar aún más las tensiones.
Si ese es el caso, la respuesta del Gobierno al paro nacional corre el riesgo de ser insuficiente y —peor— fatal. El país se precipita en caída libre hacia la guerra.