Este corregimiento del Magdalena está cercado por una planta invasora que ya se tomó más de 700 hectáreas de espejo de agua, atrapando basura y animales. La salud pública, la movilidad y la economía del pueblo pesquero están en riesgo. Pese a que en los últimos años se han invertido más de 14.500 millones de pesos en agua potable y otros proyectos, los servicios públicos en el palafito aún son precarios.
La masacre de 2000, perpetrada por los paramilitares, dejó 39 muertos y cerca de 4.000 desplazados, marcando un antes y un después en la vida de Nueva Venecia.
Isaac, el aguatero del pueblo, abre los ojos todos los días sobre las 3:00 a. m. A esa hora, antes de que comience la inclemencia del sol, se dispone a recorrer los tres kilómetros que separan su casa de la fuente de agua limpia más próxima: el caño de Aguas Negras. Es un recorrido de casi una hora que hace remando, “a palo”, pues ponerle un motor a la canoa valdría varios millones, algo casi imposible para quien gana 40.000 pesos diarios. Eso es lo que cuesta toda el agua que logra transportar en su pequeña embarcación.
Su casa, que no mide más de dos metros cuadrados, es una de las más de 300 que parecen flotar sobre la Ciénaga Grande de Santa Marta, en un pueblo que él y quienes nacieron allí siempre llamaron El Morro, pero que desde hace un tiempo otros conocen como Nueva Venecia, evocando la ciudad de la costa italiana. En este corregimiento cada vivienda es una pequeña isla rodeada de canales. En vez de góndolas, todos se mueven en canoas, propias o prestadas. El aguatero suele regresar sobre las 6:00 a. m. con un pito en la boca, anunciándoles a los habitantes del pueblo que llegó el líquido que ya ha “vuelto más transparente” con cloro en polvo. Cuando el corazón no le molesta, hace el servicio a domicilio.
Isaac vende el balde a 200 pesos y los tanques grandes a 2.000 pesos. Si la lleva hasta Buenavista, el otro pueblo palafito de la zona, que queda más lejos del caño, el precio se duplica. “Yo me tomo el trabajo de buscar el agua que tiene menos barro, la que no está estancada y se ve más limpiecita para tomar. Por eso toca ir hasta la corriente de Aguas Negras”, cuenta Isaac, al explicar por qué se desplaza hasta el caño que conecta el río Magdalena con la ciénaga de Pajarales. Allí se demora una hora llenando la canoa, balde por balde, mientras toma el tinto que lleva en un termo.
Pero desde hace unos meses, entrar o salir de Nueva Venecia sin una canoa con motor se ha vuelto una tarea casi titánica. Isaac, los otros dos aguateros que se encargan de surtir a toda la comunidad y los pescadores que van “a palo” sudan el doble para avanzar. Hasta las lanchas que llegan desde Barranquilla o Pueblo Viejo deben zigzaguear, buscando por dónde colarse.
El pueblo está cercado por un denso tapete verde que se ve en la superficie, pero que en realidad nace debajo del agua. Allí, la Hydrilla verticillata se extiende como una maraña que atrapa todo lo que flota, como los jacintos de agua –o tarulla o batata, como los llaman–, basura e incluso animales muertos. La corriente se estanca, las plantas se pudren, y quienes deben remar en medio de esas alfombras submarinas ven truncadas sus labores diarias. Para dimensionar la problemática, un equipo periodístico de El Espectador se desplazó hasta Nueva Venecia para escuchar a quienes enfrentan en carne propia las consecuencias de la emergencia ambiental.
En el palafito, el futuro está en pausa. Más allá de la amenaza ambiental que ya encendió las alarmas de autoridades y comunidades. Obras de infraestructura clave, como la nueva escuela, arrastran retrasos de más de un año, y muchas carencias se suplen a punta de rebusque: remedios caseros frente a vacíos en salud y profesores haciendo vaca para apoyar a los niños. Ni los millonarios recursos de la cooperación internacional ni los del sistema de regalías han sido suficientes.
El 9 de septiembre de 2025, la Alcaldía de Sitionuevo declaró calamidad pública en los palafitos debido a la grave amenaza a “la salud pública, la seguridad alimentaria, la movilidad y la economía local”. Con el decreto, se les ordenó a las dependencias municipales gestionar recursos ante el Gobierno Nacional, la Corporación Autónoma Regional del Magdalena (Corpamag) y hasta el Sistema de Gestión de Riesgo de Desastres.
La hydrilla, originaria de Asia y de uso común en los acuarios, es ajena al ecosistema de la Ciénaga Grande. Fue identificada por primera vez en noviembre pasado y, diez meses después, ya se estima que cubre más de 700 hectáreas del espejo de agua. “El pueblo ahora mismo no está pasando por un buen momento ambientalmente. Estas aguas están putrefactas, porque están encerradas. Este es un pueblo que toda la vida he visto. Aquí nada se quedaba, nada se estancaba, todo fluía. Y ahora, con la proliferación de esas algas de agua dulce, se ha consumido todo el pueblo”, dijo Amed Gutiérrez, líder comunitario.
Corpamag, junto al Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (Invemar), estudia desde enero de este año la genética de la especie. “No conocemos la tasa de reproducción ni su comportamiento bajo las condiciones de la ciénaga. Por eso hemos sido muy cuidadosos en definir una estrategia y un protocolo que nos permita manejar el problema”, explicaron desde la entidad. En Colombia solo había un registro previo de hydrilla: en el embalse de El Peñol, en 1996. Según la autoridad ambiental, esta planta –también llamada “rabo de caballo”– pudo haber llegado arrastrada por el caudal del río Magdalena, que deposita material vegetal en la ciénaga. Según esa tesis, la dinámica hídrica y los cambios en la compuerta del caño Aguas Negras habrían facilitado su propagación, aunque aún no se conocen con certeza todos los factores que la impulsan.
Hace años, la comunidad abrió un boquete en la compuerta del caño de Aguas Negras para aumentar el ingreso de agua dulce, pero con él también comenzaron a entrar sedimentos y restos vegetales que se acumulan en los pueblos palafitos. Ahora, para contener el avance de la especie invasora, con la colaboración de los habitantes se han instalado mallas artesanales en la boca del caño y se han hecho remociones manuales y mecánicas piloto porque no hay presupuesto para cerrar el boquete.
Aunque desde 2016 existe un comité interinstitucional para atender las problemáticas de la Ciénaga Grande, este no funciona de manera constante desde 2017. Corpamag insiste en que la solución definitiva requiere coordinación interinstitucional, pues las causas y consecuencias del problema involucran factores hidráulicos, ecológicos y de gestión comunitaria que superan su capacidad.
En medio de este desafío ambiental que amenaza la sostenibilidad del ecosistema y la vida de los pueblos palafíticos, programas de capacitación buscan que la población aproveche el jacinto de agua, que queda atrapado por el rabo de caballo, para elaborar artesanías o abono.
Casi 300 de los 1.000 niños del corregimiento están fuera del sistema escolar, y la construcción de la nueva escuela, con contrato de 8.821 millones de pesos, apenas alcanza un 30 % de avance físico y un 25 % financiero.
Los niños de sexto B estaban en el colegio, aunque ese viernes no hubo clases. La mayoría de los profesores viajó a Sitionuevo a resolver un asunto y en Nueva Venecia solo se quedó Franklin, encargado de pasar el día con sus estudiantes pintando el salón. La escuela era de madera, como casi todo en los palafitos, y en las paredes colgaban un par de ventiladores que los docentes compraron de su propio bolsillo, porque el techo no soportaba el peso. El profe abrió un tarro de pintura y repartió brochas. En un curso como sexto suelen ser 28, pero ese día unos diez se animaron a pintar. La mayoría, en realidad, estaba allí por otra razón: el almuerzo. Sobre las once de la mañana sirvieron pollo con pasta, un menú sencillo pero suficiente para que los muchachos falten menos a clase. Para Franklin, la llegada del Programa de Alimentación Escolar (PAE), hace unos meses, ha sido determinante para que las cifras de asistencia mejoren. “Si el pelado no tiene con qué comer, ¿con qué fuerza va a venir acá?”, dijo, mientras observaba cómo los estudiantes pintaban de blanco las tablas viejas de su salón.
La pesca, actividad central de los hogares, también define las rutinas escolares y afecta la asistencia. Muchos niños acompañan a sus padres en faenas que duran varios días, lo que se traduce en ausencias largas en el colegio. Pero si pescan juntos, padre e hijo, no deben repartir las ganancias con nadie más. Y cada peso cuenta, sobre todo en la parte del pueblo conocida como seco salado, donde el sustento viene del pescado que, tras ser cubierto de sal, se deja secar al sol para poder venderlo después. Allí, las casas no lucen colores brillantes. La donación de pintura se repartió en otros sectores y en el seco salado la plata se va rápido. La precariedad obliga a los maestros a suplir vacíos con esfuerzos propios. “A veces hacemos la vaca, colaboramos. Hace poco mandamos una niña que tenía un dolor de muela; la mamá vino acá con nosotros, le colaboramos entre todos y la mandamos a sacarse la muela en Sitionuevo”, contó Franklin.
Más allá de las labores de pesca con sus padres, en Nueva Venecia cerca de 300 de los 1.000 niños del pueblo están por fuera del sistema escolar, sobre todo por la falta de infraestructura. En el vecino corregimiento de Buenavista la situación es más limitada: allí no existe bachillerato, por lo que los jóvenes que quieren continuar sus estudios deben desplazarse a Nueva Venecia, y lo hacen porque la escuela cumple un rol clave como refugio. En pueblos donde cada casa es una isla y el transporte depende de canoas, el colegio y la cancha –que siempre recuerdan orgullosamente porque la donó Radamel Falcao– son los pocos espacios de encuentro.
Sin embargo, el nuevo colegio, la Institución Educativa Departamental San José de Nueva Venecia, avanza a paso de tortuga. Debía entregarse en mayo de 2024, pero hoy, más de un año después, la obra apenas alcanza un 30,36 % de avance físico y un 25,19 % financiero, pese a un contrato por 8.821 millones de pesos firmado en 2023, según documentos obtenidos por este diario. Cinco suspensiones han frenado el proceso: desde la ocupación del predio por la misma comunidad educativa hasta la presencia de grupos criminales, pasando por permisos ambientales, problemas de transporte fluvial y hasta el clima. Ahora el cronograma actualizado habla de octubre de 2025 para la fase 1 y de enero de 2026 para la fase 2, siempre que la seguridad y las demás variables lo permitan.
En cualquier caso, fuera de esos muros de la escuela, la precariedad se repite en casi todos los servicios básicos. Los aguateros, como Isaac, que lleva 43 años repartiendo agua, son prueba de que Nueva Venecia no puede depender exclusivamente de las bolsas o botellas que se compran en las tiendas. Tampoco se utiliza la “granja de agua”, instalada junto a la estación de Policía en 2024 como parte de un proyecto que ejecutó el Invemar. La iniciativa, que incluyó a Buenavista, buscaba tratar el agua con radiación solar y contó con más de 2.200 millones de pesos del Sistema General de Regalías. Pero, tras la entrega, el proyecto se apagó: hoy, según los habitantes, la estación permanece en desuso.
En general, según el Invemar, en los últimos años, en los pueblos palafitos se invirtieron cerca de 14.500 millones de pesos en proyectos de agua potable, energías no convencionales, turismo y fortalecimiento de la gobernanza. Sin embargo, hoy muchas de sus necesidades siguen dependiendo de respuestas locales. En salud, por ejemplo, el puesto del corregimiento cuenta con enfermeras (aunque no las 24 horas) y un médico que visita tres veces a la semana. Las emergencias, que toca llevar hasta Sitionuevo o Barranquilla, suelen depender de una canoa con motor. En medio de esas carencias, también aparecen remedios comunitarios: una mujer cultiva plantas medicinales y las comparte con sus vecinos: “Tañabotija” para inflamaciones y heridas, toronjil y orégano para malestares comunes, lirio para el dolor de cabeza. A cualquier hora del día o de la noche llegan a su puerta a pedirle una ramita de esto o aquello.
La luz, por la que no tienen que pagar, depende de cables submarinos que llegan desde Salamina. Al estar sumergidos, suelen dañarse cuando se enredan en los motores de las embarcaciones. Cuando ocurre, sectores completos, como cinco casas o más, quedan a oscuras. La reparación corre por cuenta de jóvenes de la comunidad que saben cómo reconectar el cable. Cada familia afectada aporta entre 5.000 y 10.000 pesos para pagarles.
La Gobernación del Magdalena, en respuesta a El Espectador, reconoció que la situación actual de los servicios públicos básicos en el corregimiento, en especial en lo relacionado con el acceso al agua potable, energía eléctrica, salud y saneamiento básico, “representa una problemática estructural que requiere atención prioritaria” y que es necesario un trabajo articulado entre las entidades territoriales. Sin embargo, este año quedaron en firme las decisiones del Consejo de Estado que anularon la elección tanto del alcalde de Sitionuevo —municipio al que pertenece Nueva Venecia y sobre el que recae la gestión de los servicios públicos básicos— como del gobernador Rafael Alejandro Martínez (Fuerza Ciudadana), y aún no hay fechas para elegir a sus reemplazos.
Comentan que antes, un pescador podía llevar a su casa $50.000 o $70.000 diarios; hoy apenas $10.000 o $20.000. “El hambre se ha instalado en los hogares”, precisan.
Sentada en una mecedora en la sala de su casa, una de las más antiguas de Nueva Venecia, Yolanda Parejo, dueña de una de las cerca de 20 tiendas del palafito, recuerda el día en que unos 60 hombres armados llegaron en lanchas y mataron a su padre. “Aquí se presentó primero la guerrilla. Después de ese día tan cruel vinieron los paramilitares. Cuando llegaron dijeron que nosotros éramos colaboradores de la guerrilla”. Era noviembre de 2000. Esa madrugada, miembros en su mayoría de los frentes Walter Usuga y William Rivas del Bloque Norte de las AUC sacaron a los pescadores de sus casas, los llevaron hasta la iglesia en el centro del pueblo y dejaron 39 víctimas mortales.
El informe El día que la muerte llegó en canoa, del Centro Nacional de Memoria Histórica, señala que el número de asesinados podría ser mucho mayor, que podría superar los 70, si se tienen en cuenta los cuerpos nunca hallados, posiblemente arrojados a los caños, según versiones locales. En total, se calcula que unas 4.000 personas fueron desplazadas tras la masacre. Ese mismo año, en febrero, ya había ocurrido una primera matanza en Bocas de Aracataca, que dejó siete víctimas y provocó el desplazamiento de cerca de 1.000 cataqueños hacia los otros pueblos palafitos de la ciénaga.
“Nos quitaron lo mejor que nosotros teníamos, que era el timón de una familia, que era mi padre”, agrega doña Yolanda. La violencia marcó un antes y un después en la vida de Nueva Venecia. Todos los que aún viven allí recuerdan esa madrugada o han escuchado su relato de los mayores. Yolanda dice que “el país se está poniendo feo” y cuenta que muchas veces se levanta en la noche al escuchar ruidos, temerosa de que se repita lo sucedido hace 25 años. “Que no digan que no pasa dos veces porque así fue en Ovejas, Sucre”, susurra con miedo.

Hoy, la Policía mantiene una presencia limitada con un puesto de inspección, enfocada en resolver conflictos vecinales, pero los habitantes aún viven con la memoria de esos hechos. Entre ellos se especula que los grupos criminales utilizan la ciénaga como “autopista” para moverse y transportar mercancía ilegal. Al respecto, la Gobernación del Magdalena le explicó a El Espectador que la Ciénaga Grande de Santa Marta limita con los municipios de Ciénaga, Fundación, El Retén, Pueblo Viejo y Zona Bananera, donde hay presencia de grupos como Los Pachenca, el Clan del Golfo y Los Primos. La autoridad departamental asegura que le ha solicitado en varias ocasiones al Ministerio de Defensa destinar un equipo específico para la vigilancia de la ciénaga.
No obstante, reconocen que no se tiene un conocimiento pleno sobre el uso de la ciénaga para transporte de drogas u otras economías ilegales. En los Consejos de Seguridad Ministerial y Departamental se ha señalado que la zona carece de un equipo dedicado exclusivamente a su control, lo que puede ser aprovechado por los grupos armados y de delincuencia organizada. Además, aunque los municipios colindantes cuentan con presencia permanente de la Policía y el Ejército, el patrullaje directo en la ciénaga se ve limitado por la falta de embarcaciones especializadas.
Esta situación de orden público también impacta la ejecución de proyectos y la implementación de actividades en la región. Entidades como Invemar y la misma Gobernación señalan que los problemas de seguridad dificultan el acceso a la zona y la realización de iniciativas, dificultando así la mejora de las condiciones de vida de la comunidad palafítica.
Los recursos millonarios para la Ciénaga Grande se ven limitados por el orden público, la mala coordinación gubernamental y hasta el clima.
Desde 2020, casi 13.000 millones de pesos en cooperación internacional han llegado a la Ciénaga Grande de Santa Marta, que cuenta con más de 500 mil hectáreas. El papel dice que es un esfuerzo importante, pero la realidad es que esos recursos se topan con barreras que impiden que se sientan en el día a día. Invemar enumera los tropiezos: el orden público que limita el acceso, las comunidades con poca capacidad para formalizar contratos, la débil coordinación entre los distintos niveles de gobierno. A ello se suman las dificultades naturales de este territorio anfibio: falta de vías, transporte restringido y un clima que suele jugar en contra.
Uno de los principales proyectos es Conservación y uso sostenible de la Ciénaga Grande de Santa Marta, financiado por el Fondo Mundial para la Naturaleza (GEF). Tiene un presupuesto de 8,2 millones de dólares a cinco años (2022-2027). La meta es clara: mejorar la gobernanza ambiental, conservar la biodiversidad, recuperar la conexión hídrica con la Sierra Nevada y fomentar prácticas sostenibles en las cuencas de los ríos Aracataca y Fundación. Pero hasta ahora solo se ha girado un 15 % del total: 1,2 millones de dólares (unos 4.800 millones de pesos), entregados en julio de 2023 y agosto de 2024, y ya ejecutados por completo.
Antes de este, Invemar también lideró Paisajes Sostenibles – Herencia Colombia, financiado por la Unión Europea a través de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), con 1,7 millones de dólares (6.800 millones de pesos). Los recursos se fueron en consultorías, equipos, talleres y actividades de restauración. El balance incluye la instalación de un consejo territorial del agua, la restauración de 30 hectáreas de manglar en Isla Salamanca y el impulso a cadenas comunitarias como el turismo y el aviturismo.
La suma de proyectos, planes y recursos que han llegado en los últimos años refleja que la Ciénaga Grande no ha estado completamente fuera del radar institucional. Sin embargo, en Nueva Venecia la sensación de abandono persiste: las obras se interrumpen, los servicios siguen siendo precarios y nacen nuevas problemáticas como la de la planta invasora. Esa percepción se alimenta no solo de lo que ocurre hoy, sino también de un miedo latente: el recuerdo cercano de un pueblo vecino que prácticamente desapareció por el deterioro ambiental y la violencia.
Además, el pueblo no puede recibir víveres ni evacuar enfermos. La comunidad está atrapada, en condiciones indignas y de riesgo permanente.
En Nueva Venecia, muchos viven con el temor de convertirse en un nuevo Bocas de Aracataca. La memoria de ese pueblo palafito que prácticamente desapareció es un recordatorio cercano de lo que puede suceder cuando la Ciénaga Grande se deteriora. Lo que alguna vez fue una comunidad próspera hoy sobrevive como un recuerdo y un puñado de casas dispersas. De las 160 viviendas que llegaron a existir, apenas quedan unas veinte, y alrededor de 100 personas habitan el lugar. Cuando César (uno de los lancheros de la zona) era niño, el agua era tan clara que al lanzar una moneda se podía ver el fondo; los niños salían del colegio y nadaban hasta sus casas. Hoy, el agua es turbia y gran parte del pueblo permanece seco, resultado de las captaciones ilegales de agua, el desvío de cauces para cultivos y ganado, así como por la construcción de diques que alteraron el equilibrio ecológico y redujeron la disponibilidad de agua. Ahora, entre enero y febrero, el acceso solo es posible a pie, ya no en canoa.
El colegio local atiende actualmente a 13 niños hasta quinto grado, con una profesora que llega desde la Ciénaga para enseñarles. Tras la masacre del año 2000 y el desplazamiento forzado, muchas familias se vieron obligadas a reubicarse en municipios cercanos, como Pueblo Viejo. Los niños que quedaron sufrieron burlas en la escuela, siendo apodados “cataqueños” por sus compañeros. La violencia también marcó a los adultos. Muchos nunca volvieron y Bocas es hoy un pueblo fantasma.
En marzo de este año, el Tribunal Administrativo del Magdalena emitió una decisión sin precedentes a favor de la acción popular presentada por el Senado, ordenando medidas inmediatas para la recuperación de la Ciénaga Grande de Santa Marta y la protección de los derechos de la comunidad. La sentencia responsabiliza a varias entidades –entre ellas los ministerios de Ambiente, Agricultura y Vivienda, Corpamag, la Gobernación del Magdalena, el municipio de Puebloviejo, Parques Nacionales Naturales e Invemar– de “la grave degradación ambiental del ecosistema de la Ciénaga Grande, de los ríos Aracataca y Tucurinca, así como del daño causado a la comunidad anfibia del corregimiento de Bocas de Aracataca”. Entre las disposiciones clave se incluyen la restauración del flujo natural del río Aracataca, la imposición de sanciones a los responsables, la garantía del acceso al agua potable mediante obras de infraestructura y la creación de una comisión especial de seguimiento integrada por autoridades y representantes de la comunidad.
El caso de Bocas de Aracataca, un pueblo palafito que prácticamente desapareció por deterioro ambiental y violencia, motivó al Tribunal Administrativo del Magdalena a ordenar medidas de recuperación de la Ciénaga Grande y protección de las comunidades anfibias.
Jesús Suárez, habitante de la ciénaga y pescador, lleva años escribiendo en su blog Crónicas de Nueva Venecia. Desde allí recoge escenas del día a día, y de esos otros eventos que marcaron un antes y un después, tejiendo una especie de archivo vivo del palafito.
En sus entradas aparecen relatos de pescadores que conversan con los espíritus de la laguna, de boxeadores seguidos a través de la radio, o de hombres que caminan sobre las aguas en noches de tormenta. “Calzando sus mágicas sandalias, empezó a caminar sobre las olas tormentosas de la ciénaga, con dirección a la casa de sus verdugos, con la única intención de cobrar su dulce venganza”, escribe en una de sus crónicas.
El pescador escribe con la certeza de que cada palabra es un salvavidas contra el olvido. Mientras en los muelles alguien da nombre a una nueva canoa y los vecinos acuerdan dónde levantar otra casa sobre pilotes, él deja constancia de un pueblo que ha aprendido a adaptarse a las adversidades y espera que esta vez solo sea una más.
Investigación periodística y reportaje
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