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Como mi papá, el deporte que más he practicado en mi vida es correr. Durante décadas lo compartimos y, sin embargo, nunca habíamos coincidido en la hora exacta de salir, hasta el 3 de marzo de 2019, cuando estábamos de vacaciones en un conjunto privado en las montañas templadas cerca de Bogotá. Al pisar, juntos, el pavimento, entre árboles y caminitos propicios para el trotador, nos miramos preguntándonos si salir al tiempo significaría que, también por primera vez, íbamos a correr uno al lado del otro. La pregunta fue incómoda: nos puso en un lugar extraño. Pronto descubrimos, entretenidos, que ninguno quería correr con el otro. No solo esta vez: nunca. Hacerlo juntos nos coartaría, de muchas maneras, el andar individual. Nos quitaría libertad. El cuerpo, la respiración, el ritual personal marcan el paso. Como en la vida, podemos intentar hacerlo juntos, pero al final cada quien recorre su propio camino. Y de eso se trata, vengo acá a sostener, el liberalismo. (Lea uno de los análisis que Rodrigo Pardo publicó en El Espectador sobre el gobierno Petro).
Correr, para Rodrigo Pardo, para Pardito, siempre fue un ejercicio mental, espiritual, más que deportivo o corporal: una puesta en práctica, una defensa física, de la libertad individual que ejerció en la vida, en el periodismo, en el amor. Correr sin prisa ni destino concreto de llegada, ese acto raro que nos distingue como especie, asimismo nos pone ante la realidad irrevocable de que el sentido de la vida no está en los objetivos, sino en el proceso; de que la felicidad se alcanza en la medida de lo posible y en la medida en que le permitamos al otro ir al paso que se le antoje; escogiendo su andar como le convenga, “los escalones como quiera”, canta Serrat.
“La libertad es libre”, decía mi papá, citando a su abuelo, cada que empezaban unas vacaciones: si cada uno hace todo lo que quiere, felices todos. Por eso, ese día, cada uno corrió por su lado, a su ritmo, con sus pensamientos o su música. Y ese día, es decir, la primera vez que corrí al tiempo que mi papá, fue la última vez que mi papá hizo lo que más le gustaba hacer: correr. El hombre que terminó 20 maratones, que superó durante décadas los 30 kilómetros semanales, que lo registró en esmerados diarios ilegibles, nunca pudo volver a correr.
Al día siguiente, el lunes 4 de marzo, mi papá le dijo “árbitro” al mesero en un restaurante. En la noche me llamó desde un hospital para contarme que le habían encontrado “una masa” en el cerebro. Poco después supimos que era un glioblastoma, un tumor fulminante e inoperable. Tenía seis meses de vida, pronosticaba la estadística. Pero vivió cinco años más, gracias a la resiliencia y la serenidad de un cuerpo cuyo principio vital fue el ejercicio físico y transcendental de la libertad.
En estos cinco años mi papá conoció y compartió con sus nietas; no se quejó una sola vez y dio un ejemplo de dignidad con los 100 artículos que escribió en este periódico con una masa del tamaño de una pelota de golf en la cabeza. Yo, sin embargo, siempre quise pensar que ese cuerpo que seguía vivo no era del todo él. Que ese tipo que vi corriendo entre árboles gigantes murió, de alguna manera, ese 4 de marzo de 2019. No porque no haya disfrutado y agradecido el tiempo que siguió, sino porque el recuerdo que quiero tener es el de los 60 años que anteceden a ese día.
El tipo, para dar un ejemplo, fue embajador de Colombia en Venezuela a los 34 años. Su primer día de trabajo fue, a la fuerza, el 4 de febrero de 1992, fecha del primer golpe de Estado de Hugo Chávez. Dos años después fue canciller en un gobierno, el de Ernesto Samper, que se peleó con Estados Unidos, el mayor aliado histórico de Colombia, y lideró un movimiento mundial por la no alineación política. A mi papá luego lo procesaron —y absolvieron— por la financiación narco de la campaña de Samper. Salió asqueado de la política clientelista y antidemocrática colombiana.
Acto seguido: “Iguito de oro” volvió al periodismo en el que había empezado, como reportero de Economía, su carrera profesional. Y fue tremendo periodista: riguroso, elocuente e íntegro, atributos por los cuales —y no exagero— lo echaron de todos los medios donde trabajó. La independencia, es decir, esto del liberalismo bien entendido, incomodó: el periodismo colombiano, salvo contadas excepciones, no estuvo a su altura.
Y si de liberalismo se trata se puede decir que mi papá fue mucho más de lo mismo el resto de su vida. El libre pensar, hacer, coger, llorar. Un escuchador, un entendedor. Alérgico al protagonismo, a la grandilocuencia, a la ostentación. Que tu libertad de decir, cantar, bailar y comer a tu forma sea solo eso: tu forma. Él, para poner otro ejemplo, hacía culto a su derecho a que no le gustase la cebolla. Lo defendió hasta el último día.
Y por esto de la libertad el tipo amó a muchas personas. Colegas, amigos, novias. Amó a muchas mujeres. Siendo su esposa por 22 años, decía él, la más importante de su vida. Quiso amar a la gente sin reparos. Lo hizo. Ejerció libremente el favoritismo hacia mi hermana y logró que yo no me lo tomara personal. Los sentidos homenajes de estos días reportaron que nunca se le vio enojado. Yo lo vi en un solo escenario: cuando yo era malvado con ella. Y tenía toda la razón.
Mi papá probablemente amó bien y amó mal. Amó, en todo caso, libre. Era meloso, cursi y payaso en la intimidad. Hacía un personaje de gomelo con arete en la lengua, y otro de un niño indefenso que nadie lo quería, salvo Vladimir Putin. Su fama de serio era una fachada. O mejor: era un tipo serio que no se tomaba tan en serio. Ácido y políticamente incorrecto a medida que se hizo más viejo: cada vez más, un jodedor empedernido.
Iba, tengo la certeza, para viejo sabio: toda esa lectura del mundo, esta sabiduría para diagnosticar y pensar lo que nos pasa como colombianos, este análisis que quiso consolidar en noticieros y revistas y al final no lo dejaron: todo eso es mejor cuanto más viejo el analista; más curtido y desapasionado. Analizar, decía, no es lo mismo que opinar o informar: es contemplar el mundo bajo los estándares del sentido común y la razón que nos convocan en democracia. De lo que se trata, como vengo a sostener, el liberalismo.
Quizá siempre fue un viejo sabio. Porque tuvo alma de viejo desde niño. Fue el mentor de sus menores, siempre, empezando por sus cinco hermanos menores, y siguiendo con periodistas, políticos, diplomáticos. Fue mentor, también, de sus mayores: de sus padres, sus jefes, sus gobernantes. Y mentor, por supuesto, mío. Nunca, de verdad, que yo recuerde me dijo o me exigió o siquiera me sugirió que me convirtiera en el liberal-gocetas-periodista-idealista-realista que soy. Y heme acá: elaborando en su nombre, sobre las lecciones de liberalismo que nos deja.