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La Ley de Víctimas y el trámite del dolor (Fragmento de “Cartas a mi padre”)

Presentamos el primer capítulo del libro que durante 25 años le escribió el político Juan Fernando Cristo a su padre, el senador y médico Jorge Cristo Sahium, quien fue asesinado por el ELN.

Juan Fernando Cristo
08 de julio de 2023 - 02:33 a. m.
Juan Fernando Cristo, político colombiano.
Juan Fernando Cristo, político colombiano.
Foto: El Espectador - Óscar Pérez
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“Cartas a mi padre” (2023) es un libro que nació hace 25 años con una carta que Juan Fernando Cristo, exsenador y exministro del Interior, le escribió a su padre, el senador y médico Jorge Cristo Sahium, y que leyó en su funeral con el dolor y la indignación de no entender por qué el Ejército de Liberación Nacional (ELN) había declarado objetivo militar y asesinado a un demócrata. Aquél texto se publicó el diario La Opinión y desde entonces, año tras año, el político se dedicó a hacerle un recuento anual a la memoria de su padre. Aquí presentamos el primer capítulo de esta historia.

La Ley de Víctimas y el trámite del dolor

Seis años antes de mi último encuentro con el ELN fue sancionada, el 10 de junio del 2011, la Ley de Víctimas. Tuve la satisfacción y el honor de ser su autor. La gente habla de esa ley como de algo totalmente normal y rutinario, como si siempre hubiera existido en Colombia, como si no hubiera sido una tarea monumental sacarla adelante en su momento.

Mi conexión con el tema de víctimas y con la posibilidad de convertirla en ley fue algo que se fue dando con la vida. Nunca me propuse ser legislador. En 1997, después de la muerte de mi papá, quería quedarme en Atenas y no tenía intención de participar en política electoral. No tenía el menor interés. Me gustaba más el servicio público desde el gobierno. No me veía en campaña, pero tomé la decisión y participé en esas elecciones. Mis primeros años de actividad en el Senado no tuvieron relación alguna con el tema del conflicto ni el de las víctimas. No tuve protagonismo en los debates alrededor de la negociación con las FARC en el Caguán, ni frente a los intentos de abrir conversaciones con el ELN. Mi énfasis en esos primeros años como senador fue en el sector de tecnología y telecomunicaciones, que habían sido mis áreas de trabajo como funcionario del gobierno.

Como algunas veces sucede en la vida, el click se dio de manera inesperada cuando, durante el primer gobierno de Álvaro Uribe, se negociaba con los grupos paramillitares. En ese entonces, ya en la Comisión Primera, participaba, debatía, cuestionaba y respaldaba, pero no era el conflicto armado el centro de mi actividad legislativa y política. Trabajaba en impulsar reformas al sistema electoral, pero comencé a participar en las discusiones de la Ley de Justicia y Paz que, por primera vez mencionó, de forma muy tímida, a las víctimas del conflicto armado. El momento definitivo en que arrancó la historia de la Ley de Víctimas se dio en una conversación (sobre la que también hablaré en detalle más adelante) con Diana Sofía Giraldo, una periodista a quien conozco desde hace tiempo y que dirigía en ese entonces una fundación llamada Víctimas Visibles, vinculada a la conservadora Universidad Sergio Arboleda.

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Diana me invitó a desayunar en La Bagatelle, en la 70 con 5ta, en Bogotá. Llegó con un montón de publicaciones de su fundación y me dijo que ella hacia seguimiento a mi carrera en el Senado y le intrigaba mucho que yo no reivindicara mi condición de víctima. Recuerdo que tratando de encontrar razones para esa actitud le expliqué que, tal vez, no lo hacía por autocontrol, por la decisión de no salir a explotar la imagen de mi papá o mi condición de víctima con propósitos políticos y electorales. En eso siempre he sido prudente y cauto.

Diana me recordó con indignación que los paramilitares Salvatore Mancuso, Ernesto Báez y compañía, estuvieron en la Cámara de Representantes meses antes y fueron aplaudidos, pero a las víctimas nadie las escuchaba en Colombia. Recuerdo que me dijo: «¿Por qué usted, que es víctima, no me ayuda a que, al menos, se celebre una audiencia pública en el Congreso y así como en la Cámara escucharon a estos asesinos y los aplaudieron, ahora en el Senado escuchen a las víctimas?».

Recuerdo con claridad la fecha de esa audiencia pública: 24 de julio de 2007. Ese día cambiaron mis prioridades. Fue el punto de partida de la construcción de la Ley de Víctimas. Duramos cuatro años en esa lucha contra poderosos enemigos. Nos recorrimos todo el país escuchando a las víctimas con el apoyo de la ONU. La ley se sancionó finalmente el 10 de junio de 2011.

Por eso digo que me llama la atención que, hoy en día, todo el mundo hable de la Ley de Víctimas como si hubiera existido siempre en Colombia. Cualquiera pensaría que fue fácil, que nadie se atrevería a oponerse a un instrumento legal para considerar y ayudar a las víctimas, pero la sola mención de esa ley o la sola citación a la audiencia del 24 de julio, produjo debates furiosos en el Congreso. La bancada uribista, por ejemplo, consideraba que era un ataque al gobierno. Era muy curioso. Yo les decía que, con esa actitud, ellos mismos se autoproclamaban como victimarios... En realidad, la propuesta no era para acusar a nadie; simplemente pedíamos que se sentaran y oyeran a las víctimas de todos los grupos armados, que escucharan sus testimonios. Era lo mínimo.

Desde el principio las discusiones por la ley fueron tremendas.

Visto hoy, es inaudito que un instrumento legal como este tardara tanto en aparecer. Es decir, hay un país enfrascado en una guerra de más de cuarenta años con nueve millones de víctimas y a nadie parece importarle, no solo la situación emocional y personal de esa gente, sino su estatus legal. La categoría de «víctimas» como sujetos de derechos no existía. Las noticias y las referencias escasamente se concentraban en el número de muertos y heridos, de cuya reparación moral o económica nunca se hablaba. Los procesos de negociación tenían en el centro del corazón a los victimarios y, de alguna manera, las víctimas eran parte del paisaje. En la Colombia actual es difícil entender la realidad de ese momento.

Soy muy consciente de dos cosas: la importancia de la ley que sancionamos (y en ese sentido una satisfacción personal total), y de la decisión de cuidarme siempre, antes, ahora y mañana, de no hacer uso político-electoral de este tema. Si no hubiera sido así, creo que no hubiéramos podido sacar adelante esta ley. Tuvo una oposición feroz desde el gobierno de Uribe y amplios sectores de la sociedad, aunque hoy sea difícil de creer. Por eso no dudo en afirmar que esa etapa de mi vida en el Senado fue la más apasionante, la más dura, con victorias emblemáticas y derrotas contundentes; como cuando por instrucciones del Palacio de Nariño, Oscar Iván Zuluaga, como ministro de Hacienda envío una carta al Congreso en la que solicitó hundir la ley en su etapa de conciliación, un hecho sin precedentes en la historia legislativa del país. Teníamos en nuestras manos un proyecto de la mayor trascendencia para el fortalecimiento de la institucionalidad y la democracia.

El día más triste de mi vida fue el del asesinato de mi padre; el más feliz, además de los días en que nacieron mis hijos Daniela y Juan Nicolás, fue el día en que se aprobó esta ley en el Senado.

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Me da mucha satisfacción ver el empoderamiento de las víctimas, la forma en que la gente reconoce la ley y cómo con el paso de los años, las víctimas que trabajaron conmigo en su impulso (la ley se sacó de la mano con líderes de organizaciones de víctimas), son mayores y las nuevas generaciones la estudian e invocan, aunque no conozcan muy bien su origen ni el trabajo y el sacrificio de muchos de los líderes que hicieron posible su creación.

La Ley de Víctimas, después de la constituyente del 91, ha sido la ley más importante de los últimos treinta años para el país.

Si a mí me pusieran a escoger entre el trabajo que hicimos en la creación de la Ley de Víctimas y la tarea como negociador del acuerdo de paz con las FARC, con la importancia que tuvo este último, me quedo con el de la ley.

Es uno de esos hechos jurídicos y políticos que cambian la vida a mucha gente. Las democracias en Latinoamérica son muy endebles. Nuestros estados y gobiernos son muy ineficaces. Casi todo lo que hacen se queda en el papel y la Ley de Víctimas, con todas sus limitaciones, es de los pocos casos en Colombia en el que se puede afirmar que ha tenido un impacto real en la vida de millones de compatriotas que fueron dignificados, reconocidos y beneficiados.

El solo hecho de que las víctimas en Colombia tengan una ley, además reconocida por la ONU como ejemplo a nivel mundial de lo que debe hacerse en favor de las víctimas de conflictos armados, es muy satisfactorio. Más aún si se considera que la mayoría de las víctimas no tenían acceso a la información o a soñar con un eventual encuentro de reparación con los victimarios. En muchos casos, y por intimidaciones, ni siquiera podían acceder a la justicia.

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En mi caso, por mi trayectoria pública, tuve ambas oportunidades. He sido una víctima privilegiada. Mi carrera política facilitó la búsqueda inicial de verdad. El encuentro con fiscales que me aseguraron que iban a encontrar a los responsables, conocer a Pablo Beltrán y a los miembros del Comando Central del ELN, me permitió albergar por un tiempo la esperanza de la verdad. Aun así, ha sido imposible conocerla.

Un gran reto en la vida ha sido superar la muerte de mi papá sin volverme esclavo de esa búsqueda de verdad —la de una verdad judicial, que es difícil de encontrar, o la de una verdad convertida en narrativa por parte de los victimarios—. En 2015 el Consejo de Estado condenó a la nación por la muerte de mi padre. Determinó que, si bien el crimen fue cometido por el ELN, el Estado debía hacer un acto de perdón y de reconocimiento de responsabilidad, por la omisión de las garantías de seguridad. Alguna reparación sentí, pero nunca como la del trabajo por la construcción de una institucionalidad para todas las víctimas. Es como si haber trabajado en esa ley permitiera que mi dolor fuera compartido.

Yo habría podido escoger dos caminos: pasarme la vida buscando testimonios para entender por qué habían matado a mi padre y quién dio la orden de hacerlo, o el de esperar que la justicia actuara. Ambas vías eran tortuosas y con resultados poco previsibles. Además del logro público, emocionalmente la Ley de Víctimas me permitió un cierre. En nombre de mi padre, a través de la ley me reconocí como víctima y sentí y actué en empatía con quienes lo han sido. Miles de personas que no habían tenido voz y con quienes descubrí que me podía identificar. En política esa es la sensación de la verdadera representación.

No pienso en el futuro, ni en qué terminarán la historia judicial y el vacío emocional en la muerte de mi padre. Sin embargo, sigo creyendo en la paz como opción. Tal vez el ELN se haya guardado el secreto de las razones de su asesinato y de otros hechos para negociar en la mesa. Por eso guardo la esperanza de que un acuerdo de paz con esta guerrilla, que implique verdad y reparación para las víctimas, le permita a muchas —incluyéndome— conocer la verdad.

Por ahora, que la vida me haya dado la oportunidad de liderar la Ley de Víctimas, ha sido la mejor reparación.

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Por Juan Fernando Cristo

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Jgil(25893)09 de julio de 2023 - 02:52 p. m.
Doctor Cristo. Felicitaciones por el libro y por mantener viva la memoria de su Padre. Y gratitud inmensa por su trabajo en la Ley de víctimas. Si bien hoy, en medio de esta baraúnda, no se le ha dado importancia, la historia se encargará de darle su verdadero lugar y reconocer su valor.
Falcon(13720)08 de julio de 2023 - 06:49 p. m.
Interesante que revele y refresque esos datos.
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