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La reciente ola de protestas de Colombia y la brutal represión policial consiguiente han llamado la atención del mundo sobre cómo los colombianos de a pie exigen un gobierno que escuche y responda a sus preocupaciones.
Siento empatía: el verano pasado, en los Estados Unidos, una cantidad histórica de personas inundaron las calles en solidaridad con el continuo Movimiento de Liberación Negra. Las protestas masivas fueron vigorizantes, traumáticas y agotadoras. Yo también recibí disparos de balas de goma y fui atacado por el departamento de policía de Los Ángeles, junto a muchos más, mientras protestábamos con Black Lives Matter, exigiendo grandes inversiones en atención comunitaria enfocada en las necesidades básicas de los afrosdecendientes, así como por el desfinanciamiento de una abusiva policía militarizada.
En diciembre, durante un viaje de sanación a Cartagena, Colombia, viví una experiencia traumática de brutalidad policial que profundizó visceralmente mi noción sobre el peligro que implica ser un activista por las vidas negras, en uno de los países más mortíferos del mundo para los defensores de derechos humanos. Siento que es especialmente importante compartir esta historia ahora, en un contexto de brutalidad policial generalizada contra los colombianos en medio de las protestas en curso.
En el momento de mi visita, los casos de COVID-19 eran mucho más bajos en Cartagena que en Los Ángeles, donde había una implementación estricta de los protocolos anticovid. Mientras exploraba las calles de la ciudad, llena de personas desesperada por dinero en los difíciles tiempos de la pandemia—en su mayoría vendedores de brazaletes y esculturas, grupos de rap actuando en las aceras y la ocasional promesa de un buen rato—nunca me sentí en riesgo.
La única vez que estuve en peligro en Cartagena fue por la policía. Caminaba por la tarde con un guía afrocolombiano local hacia una barbería en el Centro Histórico, un área “segura” y acaudalada, cuando de repente dos policías se detuvieron detrás de mí. Comenzaron a gritarme y a hacerme señas para que me pusiera contra la pared. Era la sexta vez en cinco días en Cartagena que me detenía y registraba la policía.
Pensé que sabía qué lo que se venía, pero esta vez fue mucho más violento. Levanté mis manos y miré a la pared. Fue entonces que sentí la mano del oficial meterse agresivamente bajo mi ropa interior. Instintivamente me di la vuelta y aparté su mano, alegando que no tenía ningún derecho.
Los transeúntes grababan. Cuando el oficial volvió a meter su mano, la aparté de nuevo y saqué mi identificación, diciéndole y demostrándole que podía cooperar sin necesidad de su abuso deshumanizante. El oficial golpeó repetidamente mis antebrazos mientras gritaba, y luego agarró mi bolso y revisó mi billetera. Cuando la aparté, me dio un puñetazo en la cara y sacó su arma, amartillando.
Mantuve mi mirada sobre su pistola. El oficial invirtió con fuerza mis muñecas, me esposó y comenzó a arrastrarme por la calle. Yo comencé a gritar mi nombre y el del hotel. El oficial tiró de las esposas y me ordenó que me callara.
Me obligaron a entrar en un edificio oscuro y en malas condiciones donde un grupo de policías me gritaba mientras trataban de hacerme firmar una hoja. No me dejaron llamar a nadie. Les decía que no podría leerlo hasta que me quitaran las esposas y pudiera usar una aplicación de traducción. Lo que me pedían que firmara decía que me había resistido al arresto y negado a mostrar una identificación: puras mentiras.
Comencé a escribir mensajes a todas las personas que conocía en Colombia; y por suerte enviaron gente por mí. Yo insistía en que el policía me había acosado sexualmente, golpeado y apuntado con su arma. Él lo negaba. Después de lo que pareció una eternidad, fui dejado en libertad con la ayuda del personal del hotel, la actriz y activista Natalie Reyes, también Jason Day, y los activistas locales Sher Herrera y Greg Labrosse, quienes acudieron en mi ayuda.
Otro grupo de policías de alto rango me estaba esperando en el hotel y querían que los acompañara e identificará al oficial en medio de la noche. Un oficial de piel blanca enfatizó en que su esposa era “morena” (de piel oscura), como si eso fuera prueba de que el racismo no existe.
Un video del asalto que sufrí se difundió ampliamente en Colombia y Estados Unidos. Como resultado, otros activistas, lugareños y grupos de derechos humanos en Colombia, comenzaron a contactarme para contarme más sobre lo que enfrentan los afrocolombianos en su lucha contra la injusticia.
Con la ayuda de Sher y la activista Airlin Pérez, pude visitar San Francisco, un vecindario de mayoría afrocolombiana en Cartagena, donde las calles no están pavimentadas y el agua no es potable, a pesar de los altísimos hoteles de lujo que dibujan el horizonte sobre las costas de la ciudad. Pasé tiempo con la familia y amigos de Harold Morales, un joven jugador de fútbol que fue asesinado por la policía el año pasado. Harold estaba trabajando una tarde en un lavadero de motocicletas, cuando la policía se acercó y comenzó a interrogarlo violentamente. Lo golpearon y un oficial le disparó cuando él trató de escapar.
Escuchar la historia de Harold y tantas otras de sus seres queridos reforzó mi comprensión sobre cómo la violencia policial patrocinada por el Estado es también una pandemia global. Nuestros líderes políticos están canalizando la mayor parte de nuestros impuestos hacia la vigilancia policial violenta y militarizada y la opresión de las vidas negras e indígenas en todo el mundo, en lugar de brindar vivienda adecuada, salud y atención a vecindarios como el de Harold.
Así como en Estados Unidos estamos marchando y organizándonos para exigir que nuestras instituciones y cultura reparen y cuiden las vidas negras y eliminen la supremacía blanca sistémica, en Colombia, los líderes negros luchan por su dignidad y sus derechos. Este es un movimiento de liberación internacional. Necesitamos desarraigar los sistemas estructuralmente opresivos, desde la policía hasta los sistemas de votación, desde la tierra y la vivienda, hasta la injusticia económica y ambiental, a fin de reparar los efectos de siglos de colonización y de violencia contra las vidas negras.
En Estados Unidos, líderes afroamericanos como Melina Abdullah y Patrisse Cullors son atacados violentamente. De manera similar, en Colombia, los ataques contra los líderes afrocolombianos a menudo resultan en que sean desplazados sus hogares y se tengan ir a otra parte del país, o se exilien en el extranjero. Muchos de estos líderes afrocolombianos han enfrentado intentos de asesinato, y con demasiada frecuencia, sus homicidios y los responsables quedan en la impunidad.
Escuchar estas historias y ver las recientes escenas de brutalidad policial durante las protestas de mayo en Colombia me hizo pensar en historias y escenas similares en Los Ángeles que involucran al Departamento del Sheriff de Los Ángeles. Me comprometí a inmortalizar los nombres de los asesinados y a clamar por la abolición global de estas instituciones violentas y racistas.
Desde entonces, me he reunido con valientes activistas y he escuchado sus historias sobre cómo han dedicado sus vidas a luchar por la liberación en Colombia. Escuché a Marino Córdoba sobre los múltiples intentos de asesinato en su contra como resultado de su trabajo en denunciar el abuso policial contra jóvenes afrocolombianos. Danelly Estupinán me contó que fue víctima de amenazas y acosos después de que ayudó a liderar manifestaciones masivas en su ciudad natal de Buenaventura, que exigían viviendas dignas y servicios sociales para las comunidades afrocolombianas, en lugar de una policía militarizada. También hablé con Clemencia Carabalí de Cauca sobre cómo sobrevivió a un ataque con granadas como resultado de su lucha por los derechos de su comunidad. Me contó sobre su trabajo y de casos de brutalidad policial en Colombia que aún no han recibido justicia, como el de Anderson Arboleda, asesinado a golpes por la policía el año pasado.
Desde el estallido de las protestas en Colombia a finales de marzo, al menos 67 personas han muerto en medio de la brutal represión policial. A principios de este año, en Cartagena, las organizaciones locales de derechos civiles declararon emergencia local por los jóvenes afrocolombianos apagadas por la policía. Durante las protestas en Bogotá en otoño pasado, al menos 13 personas fueron asesinadas en enfrentamientos con la policía, mientras miles inundaban las calles en protesta por el asesinato de Javier Ordoñez por parte de la policía.
Aún sigo pensando en Ma’Khia Bryant, Daunte Wright y Anthony Thompson Jr. Sigo pensando en nuestro deber de proteger a nuestros hijos. Es nuestro deber de solidarizarnos con estos activistas y con las personas afrocolombianas, para apoyar sus luchas y proteger sus vidas. Familias como la de Harold Morales y líderes como Danelly, Marino y Clemencia tienen el derecho a la seguridad y la justicia. El gobierno de Estados Unidos debe enviarles un poderoso mensaje de apoyo recortando todo el dinero de los contribuyentes estadounidenses destinado al apoyo policial y militar en Colombia.
En Estados Unidos, debemos seguir presionando a nuestros líderes para que retiren miles de millones de dólares de nuestros impuestos de los sistemas que son fundamentalmente violentos como lo son el ejército, la policía y las cárceles, y que transfieran ese dinero a sistemas dirigidos y operados por la comunidad, que reparen el daño causado y centren la atención en quienes más lo necesitan. Eso es lo que nos mantendrá a salvo: el cuidado y la reparación. Estados Unidos no tiene ninguna legitimidad para hablar en contra de los abusos de la policía y la militarización mientras continúe financiándolas.
Tenemos que entender que la lucha por la liberación de las vidas negras es una lucha internacional en solidaridad con todos los pueblos oprimidos. Desde palestinos en Shiekh Jarrah que se enfrentan a la limpieza étnica, hasta el pueblo rohingya y la brutalidad policial en Brasil y Colombia. Debemos comprometernos a apoyar a todas las personas que luchan contra la violencia estatal y la continuidad del imperialismo y el colonialismo. Nuestra liberación está intrínsecamente unida. Ninguno de nosotros será libre hasta que todos lo seamos. Seamos libres juntos.
* Testimonio autorizado a través de la ONG de derechos humanos para las Américas WOLA. Lea a continuación la versión en inglés:
As Colombia Rises for Social Reform, Afro-Colombians Need Solidarity in Their Fight for Justice and Peace
By Kendrick Sampson
Colombia’s recent wave of protests, and the subsequent brutal police crackdown, has drawn the world’s attention to how ordinary Colombians are demanding a government that listens and responds to their concerns.
I empathize—the mass protests last summer in the United States were invigorating, traumatic, and exhausting to experience, with record numbers of people flooding the streets in solidarity with the continued Black Liberation movement. I’d been hit by rubber bullets and beaten by the L.A.P.D. alongside so many others while protesting with Black Lives Matter LA, demanding major investments in community-based care that addresses the core needs of Black people, as well as the defunding and ending of abusive militarized policing.
In December, on a healing trip to Cartagena, Colombia, I had a traumatizing experience with police brutality that viscerally deepened my understanding of the danger of being an activist for Black lives in one of the world’s deadliest country for human rights defenders. I feel it’s especially important to share this story now, in the context of the widespread police brutality that Colombians are experiencing during the ongoing protests.
At the time of my visit, COVID-19 cases were far lower in Cartagena than in Los Angeles, and there was strict enforcement for covid protocol. As I explored Cartagena’s streets, filled with people desperate for money in hard times of the pandemic—mostly vendors selling bracelets and carvings, rap groups performing on the sidewalks, and occasionally someone trying to sell me a good time—I never felt at risk.
The only time I was in danger in Cartagena was because of the police. I was walking in the afternoon with a local Black guide to a barber shop in a “safe,” affluent area, Centro Historico, where I had made an appointment, when two police officers pulled up behind me, yelling and gesturing for me to face the wall. This was the sixth time I had experienced Cartagena’s stop and frisk policy in five days.
I thought I knew what to expect, but this time was far more violent. I raised my hands and faced the wall. Then I felt an officer’s hand reaching aggressively into my underwear. I instinctively turned around and pushed his hand away, telling him he had no right.
Bystanders were recording. When the officer reached in again, I pushed his hands away again and pulled out my ID, telling and showing him I could comply without the dehumanizing abuse. The officer repeatedly slapped my forearms, yelling, then grabbed my bag and went into my wallet. When I pulled it back, he punched me in the face and pulled out his gun, cocking it.
I kept my eyes on that gun. The officer forcefully inverted my wrists, cuffed me, and began dragging me through the streets. I yelled out my name and hotel to people. The officer yanked the cuffs and told me to shut up.
I was forced into a dark, rundown building where a group of police yelled at me, trying to get me to sign a piece of paper. They wouldn’t let me call anyone. I kept saying I couldn’t read it until they uncuffed me so I could use an app to translate—it said I’d resisted arrest and refused to show ID. Lies.
When they finally allowed me to translate, I snuck texts to everyone I knew in Colombia. They sent people. I repeated that the police officer had sexually harassed me, punched me, and pulled his weapon on me. He denied it. After what seemed like an eternity of this, I was released with the help of hotel staff, actor/activists Natalie Reyes, and Jason Day and local activist Sher Herrera and Greg Labrosse who all came to my aid.
Another group of high-ranking police was waiting for me, pressuring me to ask questions and asking me to come with them to identify and confront the officer in the middle of the night. One white officer made a point of telling me that his wife was “morena,” dark-skinned, as proof racism didn’t exist.
A video of the assault I experienced spread widely in Colombia and in the United States. As a result, other Black activists, locals and human rights groups in Colombia started reaching out to me, wanting to tell me more about what Afro-Colombians are facing in their fight against injustice.
With the help of Sher and activist Airlin Pérez, I was able to visit San Francisco, a Black-majority neighborhood in Cartagena where streets remain unpaved and running water unreliable, despite the sky-high luxury hotels along the city’s shorelines. I spent time with the family and friends of Harold Morales, a young soccer player who was murdered by police last year. Harold was working at a motorcycle wash one afternoon, when police approached and started violently interrogating him. They hit him, and an officer shot him as he ran away.
Hearing Harold’s story and so many others from their loved ones reinforced how state-sponsored police violence is its own global pandemic. Our political leaders are funneling the bulk of our taxes into violent, militarized policing and the oppression of Black and Indigenous communities worldwide, instead of bringing adequate housing, healing and care to neighborhoods like Harold’s.
Just as we’re marching and organizing in the United States to demand that our institutions and culture repair and care for Black lives and abolish systemic white supremacy, across Colombia, Black leaders are fighting for their dignity and rights. This is an international liberation movement. We need to uproot systems that are oppressive at their core—from police to voting systems, from land and housing to economic and environmental injustice—in order to redress centuries of colonization and anti-Black violence.
In the U.S., Black leaders like Melina Abdullah and Patrisse Cullors are violently targeted. Similarly, in Colombia, attacks on Afro-Colombian leaders often end with them having to abandon their homes and relocate elsewhere in the country, or go into exile overseas. (Many of these Afro-Colombian leaders face assassination attempts; all too often, they are killed and those responsible are never held accountable.)
Hearing these stories, and seeing the recent horrific scenes of police brutality during Colombia’s May protests, made me think of similar stories and scenes in Los Angeles and the LA Sheriff’s Department. I pledged to uplift the names of those murdered while calling for global abolition of these violent anti-Black institutions.
Since then, I’ve met with and heard from brave activists who’ve dedicated their lives to fighting for liberation in Colombia. I heard from Marino Cordoba about how he’s experienced multiple assassination attempts as a result of his work decrying police abuse against young Afro-Colombians. Danelly Estupinán told me about getting threats and harassment after she helped lead massive demonstrations in her hometown Buenaventura, demanding decent housing and social services for the city’s Black communities instead of militarized policing. And I talked to Clemencia Carabalí from Cauca about how she survived a grenade attack as a result of her fight for her community’s rights; she told me about her work and about cases of police brutality in Colombia that have yet to see justice—like Anderson Arboleda, beaten to death by police last year.
Since the outbreak of Colombia’s protests last month, as many as 67 people have been killed amidst brutal police repression. Earlier this year in Cartagena, local civil rights organizations declared a local emergency for young Black men being killed by police. And during protests in Bogota last fall, at least 13 people were killed in clashes with police after thousands flooded the streets in protest of the police murdering Javier Ordoñez.
I keep thinking about Ma’Khia Bryant, Daunte Wright, and Anthony Thompson Jr. I keep thinking about our duty to protect our children. It is our duty to stand in solidarity with these Afro-Colombian activists and people to support their work and protect their lives. Families like Harold Morales’s and leaders like Danelly, Marino, and Clemencia have a right to safety and justice—the U.S. government must send them a powerful message of support by cutting off all U.S. taxpayer dollars to police and military support in Colombia.
In the U.S., we need to keep pushing our leaders to move billions of our taxes out of fundamentally violent systems like military, police and prisons and move that money into community led and operated systems that repair the harm done, and center care of those who need it most. That is what will keep us safe—care and repair. The U.S. has zero legitimacy in speaking out against abusive policing and militarization if it continues funding it, here and abroad.
We have to understand the struggle for Black liberation is an international struggle in solidarity with all oppressed peoples. From Palestinians in Shiekh Jarrah facing ethnic cleansing, to the Rohingya people, to police brutality in Brazil and Colombia. We must commit to stand with all people fighting against state-sanctioned violence and continued imperialism and colonialism. Our liberation is inextricably linked together. None of us are free until everyone is free. Let’s get free together.