Foto de un integrante de las Autodefensas Unidas de Colombia en 2001 en Santa Fe Ralito. / Archivo
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Colombia es uno de los pocos países en el mundo en el que ha habido tantos procesos de paz y reinserción. De esta manera, surge la tentación de compararlos entre sí y luego de analizar profundamente el acuerdo de Ralito, me ha llamado la atención algunas similitudes y diferencias con el actual proceso de paz: La Habana no es Ralito.
¿Qué tienen ambos acuerdos en común? Para empezar la férrea voluntad de los presidentes electos de concretar el acuerdo, sorteando críticas y retrocesos.
Un acuerdo de paz resultaba indispensable tanto para Uribe en 2002, como para Santos en 2010, y si para ello debían sobreponerse a promesas, ideologías y posturas políticas defendidas en el pasado, no dudaron en hacerlo.
Ambos procesos afrontaron también el desafío de lograr un delicado equilibrio entre acordar la paz con un grupo armado con nexos con el narcotráfico y, al mismo tiempo, mantener el apoyo de los Estados Unidos, uno de los socios más importantes de los gobiernos de Colombia y muy sensible a este tema y cuyas solicitudes de extradición pendían como una espada de Damocles sobre los participantes de las mesas.
El cumplimiento de lo pactado
Por último, y no menos importante, es la duda acerca de si realmente el Estado podrá cumplir con sus promesas a los reinsertados. Este tema ha sido siempre uno de los talones de Aquiles de los procesos colombianos, ya que el incumplimiento de las promesas ha sido una constante que indujo a que muchos de los reinsertados volvieran a tomar las armas al poco tiempo.
Pero, debe señalarse que las diferencias entre ambos procesos resultan, a fin de cuentas, sustanciales. Esto se debe principalmente a que las Autodefensas Unidas de Colombia ni eran autodefensas -pese a sus denodados esfuerzos para que se les reconociera este apelativo- ni estaban unidos: lo que Carlos Castaño había hecho era unir formalmente a un grupo de jefes paramilitares para poder firmar una paz que les permitiera mantener el capital económico que habían obtenido y adquirir capital político. A ese grupo se sumaron narcotraficantes que, aprovechando las características del habitus colombiano de los procesos de paz y reinserción, buscaban sumarse a una mesa de negociación porque, como he llegado a la conclusión en mi libro “La Violencia y Habitus. Paramilitarismo en Colombia” sobre el paramilitarismo en Colombia es más beneficioso ser catalogado como un criminal por delitos contra la humanidad, que como un simple traficante de drogas, deslegitimando aún más el proceso.
La comunidad internacional
Otro elemento muy importante es que Santos supo leer mejor la realidad internacional. Ya no es posible realizar acuerdos de paz con grupos alzados en armas sin el apoyo, o por lo menos la aceptación de la comunidad internacional.
Los cambios ocurridos en las últimas décadas en las relaciones internacionales, en la economía mundial y en la información a la que accede la población en el mundo fueron muy subestimados por Uribe, que uso estrategias que eran válidas hasta la década de los ochenta, pensando que ofreciendo al mundo una realidad de hechos consumados alcanzaba para que se le aceptaran y avalaran los acuerdos.
También en la política interna Uribe subestimó los cambios en la sociedad colombiana. La fuerte presencia de las ONG defensoras derechos humanos, las facilidades que el internet le ofrecía a la población para informarse, generaron que los discursos del Gobierno y de los jefes paramilitares mostrando a las AUC como defensores del Estado que se “autodefendieron” se contrastaran con una realidad de persecución y masacres contra la población civil, bajo la estrategia de “quitarle el agua al pez” con decenas de miles de víctimas, al mismo tiempo que estos paramilitares se enriquecían con estos hechos. Así, no resultó una sorpresa que amplios sectores de la población se opusieran a estos acuerdos.
De esta manera, la tinta aún no estaba seca y el acuerdo de Ralito ya estaba desprestigiado nacional e internacionalmente, no era tomado en serio ni por los jefes de las AUC que lo veían como una herramienta para aumentar su capital político y asegurarse el económico y así, parafraseando a Alfredo Rangel, el acuerdo significó una desmovilización sin desmovilización; un desarme sin desarme y una reinserción sin reinserción. Con ello, la extradición de los principales jefes a los Estados Unidos y el regreso de muchos reinsertados a la violencia por medio de las Bacrims o neoparamilitares, no sorprendió realmente a nadie.
Una clara diferencia
En tal sentido, independientemente de la opinión que se tenga de las Farc, no se puede negar que su organización se ha mantenido en el tiempo, ni que el acuerdo tiene el aval de sus militantes y dirigentes. El acuerdo tiene también un amplio apoyo de la comunidad internacional y el 2 de octubre sabremos si obtiene el aval más importante: el de la sociedad colombiana.
Por otra parte, nos encontramos también con otras dos grandes diferencias, que se relacionan íntimamente entre sí: la debilidad política de Santos, en contraposición a la alta imagen positiva que tenía Uribe durante sus mandatos, y la novedad del plebiscito, necesario para tratar de compensar esta debilidad del ejecutivo. Esta debilidad política de Santos puede afectar seriamente el resultado del plebiscito pero, por el otro lado, si se logra un plebiscito exitoso, esto será mérito de la ciudadanía colombiana en la búsqueda de la paz.
La diferencia sustancial entre ambos acuerdos se observará, empero, si en el futuro el proceso tiene éxito o no. Para ello deberá responderse afirmativamente a dos preguntas pendientes para los años posteriores al 2 de octubre: ¿Podrá el Estado colombiano cumplir con el acuerdo? y ¿Los actores económicos –empresas, elites centrales y locales- apoyarán al Estado frente a este desafío? Porque una cosa no será posible sin la otra.
* Abogado, analista político y doctor en ciencia política de la Universidad de Hamburgo.
Por Manfredo Koessl / Especial para El Espectador, Alemania
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