La heroína de la masacre de Bojayá
Diagnosticada con esquizofrenia y trastorno bipolar, Mineria Palomeque Martínez auxilió a los heridos que no habían sido evacuados hacia Vigía del Fuerte en la noche de la tragedia. También decidió organizar los cuerpos desmembrados, producto de la explosión, a su manera: la cabeza de un niño con el cuerpo de un adulto y con dos pies derechos y dos brazos izquierdos, y así el resto. Cuatro personas que la conocieron de cerca relatan su vida.
César A. Marín
“Estoy tan de mal genio que hoy le doy machete hasta a los curas”. La frase la pronunciaba Mineria Palomeque Martínez cada vez que llegaba malhumorada a la casa cural, recuerda el sacerdote Antún Ramos, el religioso que encabezó la evacuación de los heridos más graves hacia Vigía del Fuerte (Antioquia), minutos después de la explosión de una pipeta en la iglesia de Bellavista, cabecera municipal de Bojayá (Chocó) el 2 de mayo de 2002. Aquel hecho violento provocó la muerte de al menos unas ochenta personas y otro centenar resultaron heridas, en medio de un combate entre las extintas Farc y los paramilitares.
Aída, hija de Mineria
Mineria nació hace 72 años en Murrí, municipio de Frontino (Antioquia), cerca de Vigía del Fuerte. De su infancia y adolescencia poco se sabe. Su hija Aída Mosquera, hoy de 48 años, cuenta que su madre y su padre, Luis Eduardo Mosquera, se conocieron en la década de los 70 en casa de su abuelo en Murrí, pero vivieron poco tiempo juntos y ella (Aída) fue criada por sus abuelos maternos.
“Yo nunca la llamé mamá sino ‘mella’, porque ella tuvo un hermano mellizo que se llamaba Justino, que ya falleció. También la llamaba así porque a mí me criaron mis abuelos maternos y yo poco la veía”, recuerda Aída.
A finales de los 70, Mineria tuvo una relación con un hombre llamado José Orfides Flórez, con quien tuvo un hijo al que bautizaron con el mismo nombre del papá. Después de unos años, la relación terminó. En 1984, se emparejó con “un señor de nombre Bonifacio, que tenía un predio rural y con el que trabaja en cultivos cerca a Vigía del Fuerte”, explica Aída.
La violencia dentro de casa
Un día de noviembre de 1985, Aída recibió una trágica llamada: el marido de su madre la había agredido con una violencia tal que Mineria había perdido un bebé que esperaba. Viajó enseguida para acompañarla y, al llegar, se enteró de que fue anestesiada prácticamente a las malas en uno de los centros de salud de la región para extraerle el bebé ya fallecido. Ella se negaba, pero su vida corría peligro. “Esa situación le generó mucha tristeza y creo que ahí comenzaron sus problemas mentales”.
En aquella época, Aída vivía en Medellín e intentó llevársela, pero Mineria se opuso porque, días después de la golpiza, se “arregló” con el esposo. Madre e hija se desconectaron por casi cuatro años hasta que un día Aída fue a visitarla a Murrí. Allí se enteró de que el marido la había abandonado y que un tío suyo (hermano de Mineria) se había hecho cargo temporalmente de ella, pero no iba a hacerlo más. Aída, apenas una adolescente de 16 años y con dos hijos, tampoco se podía ocupar de ella.
Entonces, le propuso un acuerdo a su padre, el primer marido de Mineria. “Ya que usted nunca veló por mí ni me ayudó en nada, hágase cargo de mi mamá. Recíbala en su casa y manténgala”, le dijo al hombre. “Por eso mi mamá llegó a Bellavista hacia 1991”, recuerda. Con el paso del tiempo, la salud mental de Mineria fue empeorando. Solo unos sacerdotes y las monjas agustinas: Macaria Allín y Mayito, estaban pendientes de ella.
“Mayito” y el cariño por Mineria
María Eugenia Velásquez, Mayito, conoció a Mineria recién llegó a Bellavista y siempre la consideró una persona especial. A pesar de que en ocasiones se volvía un poco agresiva, se encariñó con ella. En una oportunidad, junto con un grupo de mujeres, decidieron ir a asear la vivienda de Mineria. “Llegamos y ella estaba muy alterada; prácticamente nos correteó hasta el monte”, rememora entre risas. En otra ocasión, las monjas la encontraron con la cabeza sangrando. “La afilié al Sisbén y logré incluirla en el programa del adulto mayor. También gestioné para que le expidieran la cédula porque ni eso tenía”, recuerda Mayito.
Macaria Allín, la masacre y la ayuda de Mineria
En abril de 2002, había rumores sobre la presencia de actores armados muy cerca del casco urbano de Bojayá. Se comentaba que algo muy grave iba a pasar. El 1.° de mayo se oyeron disparos muy temprano. Cuando se supo que la guerrilla y los paramilitares estaban cerca del pueblo, los habitantes se refugiaron en la iglesia. “Allí dormimos muchísimos, cerca de 400 personas. El 100 % de los habitantes de mi barrio, Pueblo Nuevo, estaba allí. Y desde mi barrio la guerrilla disparaba hacia donde estaban los paramilitares, que estaban ubicados al pie de la iglesia”, cuenta Macaria.
El día transcurrió bajo mucha tensión. Los vecinos escuchaban las ráfagas aterrorizados. “Llegó la noche y la madrugada y la gente ni durmió por el hacinamiento y la angustia. Yo estaba con mi hermana y dos de mis hijos”.
El 2 de mayo, cerca de las 11:00 de la mañana, a un par de metros de donde estaba Macaria, estalló una pipeta dentro de la iglesia. La explosión desolló parte de la espalda de su hija menor. Su otra hija, con discapacidad mental, perdió tres dedos del pie izquierdo y, además, se le abrió la pierna. Macaria quedó afectada en la clavícula y la columna vertebral, y una esquirla le rajó la pierna. A su hermana se le reventaron los oídos. Ellas fueron las únicas que sobrevivieron de un grupo de treinta personas que estaban allí.
De inmediato, casi a manera de una procesión encabezada por el padre Antún Ramos, comenzaron a evacuar los heridos hacia Vigía del Fuerte, municipio que está justo frente a Bellavista. “Mi niña pequeña iba entre ellos. A pesar de las heridas, se la entregué a una amiga para que la llevaran. Al final del día, nos quedamos siete heridos en la iglesia”, relata Macaria. Con la ayuda de Mineria, que sirvió de enfermera y salió ilesa de la explosión, lograron llegar a la casa cural.
“Mineria nos ayudó mucho esa noche: nos daba agua, nos pasó cobijas que sacaba de las habitaciones de los sacerdotes y nos arropaba, porque justo esa madrugada llovió durísimo. Barría y trapeaba toda esa ‘agua sangre’ para que no llegara hasta donde nosotros estábamos”, cuenta Macaria.
Entre los fallecidos estaba Luis Eduardo Mosquera, primer marido de Mineria y padre de Aída, quien no murió dentro de la iglesia, sino en el puerto. Un infarto fulminante acabó con su vida tras la explosión de la pipeta en la iglesia, justo cuando trataba de subir a una embarcación para huir de los combates.
La gratitud del padre Antún
Después de encabezar el traslado de los heridos hacia Vigía del Fuerte, el sacerdote Antún Ramos regresó a Bojayá con bolsas de basura para sacar a los muertos y encontró que Mineria había decidido no abandonar el pueblo para quedarse con ellos. Ella los organizó a su manera: la cabeza de un niño con el torso de un adulto, con la pierna izquierda de un hombre y la derecha de una mujer, y así el resto. “Esa noche ella ayudó a varios heridos que se quedaron ahí, dándoles agua sal y haciéndoles torniquetes”, afirma el religioso.
Todavía recuerda cómo era Mineria cuando él llegó a Bojayá. “Era como esos personajes que hay en los pueblos, que todo mundo los conoce, que durante sus arrebatos tiran piedra. Iba con mucha frecuencia a la casa cural a pedir algo de comer, agua, a preguntarnos algo, pero siempre con espacios muy cortos de lucidez. Recuerdo que era una persona servicial y tengo presente cuando estaba de mal genio y llegaba a la parroquia y decía: ‘Como estoy de brava, hasta al cura le doy machete’”, cuenta entre risas el sacerdote.
“Le tengo mucha gratitud, porque la noche del 2 de mayo de 2002 ella salvó vidas. Todo mi reconocimiento para alguien que, sin proponérselo, hizo una loable labor”. Una vez, casi todos los supervivientes que estuvieron en Bojayá se desplazaron masivamente hacia Quibdó para llamar la atención del Gobierno Nacional de la época. “A Mineria la dejamos en Vigía, pero recomendada a una familia”, dice Mayito.
Las heridas del alma tardan más, mucho más, en curar. Aída cree que la masacre contribuyó a que la salud mental de Mineria empeorara. “Es que la guerra a cualquiera lo enloquece, y más si se tienen antecedentes y comportamientos asociados a enfermedades mentales”.
El diagnóstico
En 2015, las monjas agustinas de Bellavista informaron a Aída que la salud mental de Mineria había empeorado y era necesario que alguien se hiciera cargo de ella. A raíz de eso, logró que la Unidad para las Víctimas, que ya había indemnizado a Mineria como víctima del conflicto, le facilitara los recursos para brindarle atención psicológica.
“Entonces lo que yo hacía era que salía de Chigorodó (donde vivía) hacia Turbo, allí me embarcaba en una panga, atravesaba el golfo de Urabá, tomaba el Atrato arriba, la recogía en Bellavista y la llevaba al psiquiatra en Quibdó. Allí me colaboraba la gente de la Casa de Encuentros de la Diócesis”, dice Aída. El diagnóstico: Mineria sufría de esquizofrenia con trastorno bipolar desde hacía años.
En 2018, Aída se la llevó a vivir con ella a Chigorodó. “Ese día fuimos junto con las monjas a despedirla al puerto y varios botamos lágrimas, porque siempre ella para nosotros va a ser una persona especial. A veces, la llamo al celular de la hija y le preguntó si ya tiene novio y me dice: ‘Qué novio ni qué nada a estas alturas de mi vida’”, dice entre risas Mayito.
En noviembre de 2019, Mineria y Aída volvieron a Bojayá a la ceremonia de entrega de los restos científicamente identificados de las personas que murieron en la masacre. Durante los actos, que duraron varios días, fueron entregados 99 cofres que se inhumaron debidamente en un mausoleo construido para 78 cuerpos plenamente identificados, una fosa llamada 75, que corresponde a los restos misceláneos que no pudieron ser asociados a los otros cuerpos identificados: un cuerpo de un menor cuya edad oscila entre cuatro y ocho años, nueve bebés que murieron en el vientre de sus madres y ocho víctimas que continúan desaparecidas. Todo ello sin contar la entrega simbólica de dos restos que no fueron hallados.
El dolor de aquel 2 de mayo dejó huellas profundas que aún se manifiestan, como le ocurre a Mineria. “En ocasiones, cogía el trapero y comenzaba a trapear el piso diciendo que allí había sangre, quizás haciendo referencia a lo que hizo la noche de la masacre. Llegamos al extremo de tener que comprarle un trapero solo para ella, porque le molestaba que se utilizara para otras labores”, dice su hija.
A pesar de las dificultades, la salud mental de Mineria está mejorando desde 2020. “Ya no alucina, es muy callada y no es nada agresiva. Siento que los medicamentos le han servido mucho y la llevo dos veces al año al psiquiatra, que ahora es en Medellín”, cuenta Aída.
Hoy la vida de Mineria transcurre rodeada de la tranquilidad que nunca tuvo. La suya es una de las decenas de historias de sufrimiento que dejó la masacre de Bojayá; es también una de los millones de vidas marcadas para siempre por el conflicto armado.
La noche del 2 de mayo de 2002, en medio del horror, Mineria mostró su compasión y ternura atendiendo a los heridos y acompañando a los muertos. Veinte años después de esa masacre, cabe preguntarse si la sociedad colombiana ha aprendido a cultivar esa misma ternura, a mostrar su compasión no solo por los que ya no están, sino también por quienes siguen vivos, a pesar de los golpes.
“Estoy tan de mal genio que hoy le doy machete hasta a los curas”. La frase la pronunciaba Mineria Palomeque Martínez cada vez que llegaba malhumorada a la casa cural, recuerda el sacerdote Antún Ramos, el religioso que encabezó la evacuación de los heridos más graves hacia Vigía del Fuerte (Antioquia), minutos después de la explosión de una pipeta en la iglesia de Bellavista, cabecera municipal de Bojayá (Chocó) el 2 de mayo de 2002. Aquel hecho violento provocó la muerte de al menos unas ochenta personas y otro centenar resultaron heridas, en medio de un combate entre las extintas Farc y los paramilitares.
Aída, hija de Mineria
Mineria nació hace 72 años en Murrí, municipio de Frontino (Antioquia), cerca de Vigía del Fuerte. De su infancia y adolescencia poco se sabe. Su hija Aída Mosquera, hoy de 48 años, cuenta que su madre y su padre, Luis Eduardo Mosquera, se conocieron en la década de los 70 en casa de su abuelo en Murrí, pero vivieron poco tiempo juntos y ella (Aída) fue criada por sus abuelos maternos.
“Yo nunca la llamé mamá sino ‘mella’, porque ella tuvo un hermano mellizo que se llamaba Justino, que ya falleció. También la llamaba así porque a mí me criaron mis abuelos maternos y yo poco la veía”, recuerda Aída.
A finales de los 70, Mineria tuvo una relación con un hombre llamado José Orfides Flórez, con quien tuvo un hijo al que bautizaron con el mismo nombre del papá. Después de unos años, la relación terminó. En 1984, se emparejó con “un señor de nombre Bonifacio, que tenía un predio rural y con el que trabaja en cultivos cerca a Vigía del Fuerte”, explica Aída.
La violencia dentro de casa
Un día de noviembre de 1985, Aída recibió una trágica llamada: el marido de su madre la había agredido con una violencia tal que Mineria había perdido un bebé que esperaba. Viajó enseguida para acompañarla y, al llegar, se enteró de que fue anestesiada prácticamente a las malas en uno de los centros de salud de la región para extraerle el bebé ya fallecido. Ella se negaba, pero su vida corría peligro. “Esa situación le generó mucha tristeza y creo que ahí comenzaron sus problemas mentales”.
En aquella época, Aída vivía en Medellín e intentó llevársela, pero Mineria se opuso porque, días después de la golpiza, se “arregló” con el esposo. Madre e hija se desconectaron por casi cuatro años hasta que un día Aída fue a visitarla a Murrí. Allí se enteró de que el marido la había abandonado y que un tío suyo (hermano de Mineria) se había hecho cargo temporalmente de ella, pero no iba a hacerlo más. Aída, apenas una adolescente de 16 años y con dos hijos, tampoco se podía ocupar de ella.
Entonces, le propuso un acuerdo a su padre, el primer marido de Mineria. “Ya que usted nunca veló por mí ni me ayudó en nada, hágase cargo de mi mamá. Recíbala en su casa y manténgala”, le dijo al hombre. “Por eso mi mamá llegó a Bellavista hacia 1991”, recuerda. Con el paso del tiempo, la salud mental de Mineria fue empeorando. Solo unos sacerdotes y las monjas agustinas: Macaria Allín y Mayito, estaban pendientes de ella.
“Mayito” y el cariño por Mineria
María Eugenia Velásquez, Mayito, conoció a Mineria recién llegó a Bellavista y siempre la consideró una persona especial. A pesar de que en ocasiones se volvía un poco agresiva, se encariñó con ella. En una oportunidad, junto con un grupo de mujeres, decidieron ir a asear la vivienda de Mineria. “Llegamos y ella estaba muy alterada; prácticamente nos correteó hasta el monte”, rememora entre risas. En otra ocasión, las monjas la encontraron con la cabeza sangrando. “La afilié al Sisbén y logré incluirla en el programa del adulto mayor. También gestioné para que le expidieran la cédula porque ni eso tenía”, recuerda Mayito.
Macaria Allín, la masacre y la ayuda de Mineria
En abril de 2002, había rumores sobre la presencia de actores armados muy cerca del casco urbano de Bojayá. Se comentaba que algo muy grave iba a pasar. El 1.° de mayo se oyeron disparos muy temprano. Cuando se supo que la guerrilla y los paramilitares estaban cerca del pueblo, los habitantes se refugiaron en la iglesia. “Allí dormimos muchísimos, cerca de 400 personas. El 100 % de los habitantes de mi barrio, Pueblo Nuevo, estaba allí. Y desde mi barrio la guerrilla disparaba hacia donde estaban los paramilitares, que estaban ubicados al pie de la iglesia”, cuenta Macaria.
El día transcurrió bajo mucha tensión. Los vecinos escuchaban las ráfagas aterrorizados. “Llegó la noche y la madrugada y la gente ni durmió por el hacinamiento y la angustia. Yo estaba con mi hermana y dos de mis hijos”.
El 2 de mayo, cerca de las 11:00 de la mañana, a un par de metros de donde estaba Macaria, estalló una pipeta dentro de la iglesia. La explosión desolló parte de la espalda de su hija menor. Su otra hija, con discapacidad mental, perdió tres dedos del pie izquierdo y, además, se le abrió la pierna. Macaria quedó afectada en la clavícula y la columna vertebral, y una esquirla le rajó la pierna. A su hermana se le reventaron los oídos. Ellas fueron las únicas que sobrevivieron de un grupo de treinta personas que estaban allí.
De inmediato, casi a manera de una procesión encabezada por el padre Antún Ramos, comenzaron a evacuar los heridos hacia Vigía del Fuerte, municipio que está justo frente a Bellavista. “Mi niña pequeña iba entre ellos. A pesar de las heridas, se la entregué a una amiga para que la llevaran. Al final del día, nos quedamos siete heridos en la iglesia”, relata Macaria. Con la ayuda de Mineria, que sirvió de enfermera y salió ilesa de la explosión, lograron llegar a la casa cural.
“Mineria nos ayudó mucho esa noche: nos daba agua, nos pasó cobijas que sacaba de las habitaciones de los sacerdotes y nos arropaba, porque justo esa madrugada llovió durísimo. Barría y trapeaba toda esa ‘agua sangre’ para que no llegara hasta donde nosotros estábamos”, cuenta Macaria.
Entre los fallecidos estaba Luis Eduardo Mosquera, primer marido de Mineria y padre de Aída, quien no murió dentro de la iglesia, sino en el puerto. Un infarto fulminante acabó con su vida tras la explosión de la pipeta en la iglesia, justo cuando trataba de subir a una embarcación para huir de los combates.
La gratitud del padre Antún
Después de encabezar el traslado de los heridos hacia Vigía del Fuerte, el sacerdote Antún Ramos regresó a Bojayá con bolsas de basura para sacar a los muertos y encontró que Mineria había decidido no abandonar el pueblo para quedarse con ellos. Ella los organizó a su manera: la cabeza de un niño con el torso de un adulto, con la pierna izquierda de un hombre y la derecha de una mujer, y así el resto. “Esa noche ella ayudó a varios heridos que se quedaron ahí, dándoles agua sal y haciéndoles torniquetes”, afirma el religioso.
Todavía recuerda cómo era Mineria cuando él llegó a Bojayá. “Era como esos personajes que hay en los pueblos, que todo mundo los conoce, que durante sus arrebatos tiran piedra. Iba con mucha frecuencia a la casa cural a pedir algo de comer, agua, a preguntarnos algo, pero siempre con espacios muy cortos de lucidez. Recuerdo que era una persona servicial y tengo presente cuando estaba de mal genio y llegaba a la parroquia y decía: ‘Como estoy de brava, hasta al cura le doy machete’”, cuenta entre risas el sacerdote.
“Le tengo mucha gratitud, porque la noche del 2 de mayo de 2002 ella salvó vidas. Todo mi reconocimiento para alguien que, sin proponérselo, hizo una loable labor”. Una vez, casi todos los supervivientes que estuvieron en Bojayá se desplazaron masivamente hacia Quibdó para llamar la atención del Gobierno Nacional de la época. “A Mineria la dejamos en Vigía, pero recomendada a una familia”, dice Mayito.
Las heridas del alma tardan más, mucho más, en curar. Aída cree que la masacre contribuyó a que la salud mental de Mineria empeorara. “Es que la guerra a cualquiera lo enloquece, y más si se tienen antecedentes y comportamientos asociados a enfermedades mentales”.
El diagnóstico
En 2015, las monjas agustinas de Bellavista informaron a Aída que la salud mental de Mineria había empeorado y era necesario que alguien se hiciera cargo de ella. A raíz de eso, logró que la Unidad para las Víctimas, que ya había indemnizado a Mineria como víctima del conflicto, le facilitara los recursos para brindarle atención psicológica.
“Entonces lo que yo hacía era que salía de Chigorodó (donde vivía) hacia Turbo, allí me embarcaba en una panga, atravesaba el golfo de Urabá, tomaba el Atrato arriba, la recogía en Bellavista y la llevaba al psiquiatra en Quibdó. Allí me colaboraba la gente de la Casa de Encuentros de la Diócesis”, dice Aída. El diagnóstico: Mineria sufría de esquizofrenia con trastorno bipolar desde hacía años.
En 2018, Aída se la llevó a vivir con ella a Chigorodó. “Ese día fuimos junto con las monjas a despedirla al puerto y varios botamos lágrimas, porque siempre ella para nosotros va a ser una persona especial. A veces, la llamo al celular de la hija y le preguntó si ya tiene novio y me dice: ‘Qué novio ni qué nada a estas alturas de mi vida’”, dice entre risas Mayito.
En noviembre de 2019, Mineria y Aída volvieron a Bojayá a la ceremonia de entrega de los restos científicamente identificados de las personas que murieron en la masacre. Durante los actos, que duraron varios días, fueron entregados 99 cofres que se inhumaron debidamente en un mausoleo construido para 78 cuerpos plenamente identificados, una fosa llamada 75, que corresponde a los restos misceláneos que no pudieron ser asociados a los otros cuerpos identificados: un cuerpo de un menor cuya edad oscila entre cuatro y ocho años, nueve bebés que murieron en el vientre de sus madres y ocho víctimas que continúan desaparecidas. Todo ello sin contar la entrega simbólica de dos restos que no fueron hallados.
El dolor de aquel 2 de mayo dejó huellas profundas que aún se manifiestan, como le ocurre a Mineria. “En ocasiones, cogía el trapero y comenzaba a trapear el piso diciendo que allí había sangre, quizás haciendo referencia a lo que hizo la noche de la masacre. Llegamos al extremo de tener que comprarle un trapero solo para ella, porque le molestaba que se utilizara para otras labores”, dice su hija.
A pesar de las dificultades, la salud mental de Mineria está mejorando desde 2020. “Ya no alucina, es muy callada y no es nada agresiva. Siento que los medicamentos le han servido mucho y la llevo dos veces al año al psiquiatra, que ahora es en Medellín”, cuenta Aída.
Hoy la vida de Mineria transcurre rodeada de la tranquilidad que nunca tuvo. La suya es una de las decenas de historias de sufrimiento que dejó la masacre de Bojayá; es también una de los millones de vidas marcadas para siempre por el conflicto armado.
La noche del 2 de mayo de 2002, en medio del horror, Mineria mostró su compasión y ternura atendiendo a los heridos y acompañando a los muertos. Veinte años después de esa masacre, cabe preguntarse si la sociedad colombiana ha aprendido a cultivar esa misma ternura, a mostrar su compasión no solo por los que ya no están, sino también por quienes siguen vivos, a pesar de los golpes.