Manuela Beltrán, la heroína que nunca existió
Crónica de una “viejecilla” a quien un novelista le dio por bautizar como Manuela Beltrán, enraizándose en la memoria colectiva, convertida en símbolo del recio carácter femenino. Secuencia de un mito derrumbado por un historiador.
Pastor Virviescas Gómez
Jamaica, Londres, Francisco de Miranda, Soledad Acosta, mormones, Salt Lake City… ¿Qué tienen que ver estos nombres con la caída de un mito en Colombia? Para los lectores impacientes, la respuesta es sencilla: Manuela Beltrán, la valerosa santandereana que el 16 de marzo de 1781 destrozó el edicto por el cual se fijaba el impuesto de Armada y Barlovento, encendería la mecha de la Rebelión de los Comuneros, no es más que un personaje de la literatura de quien se acaba de comprobar que no existió.
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Jamaica, Londres, Francisco de Miranda, Soledad Acosta, mormones, Salt Lake City… ¿Qué tienen que ver estos nombres con la caída de un mito en Colombia? Para los lectores impacientes, la respuesta es sencilla: Manuela Beltrán, la valerosa santandereana que el 16 de marzo de 1781 destrozó el edicto por el cual se fijaba el impuesto de Armada y Barlovento, encendería la mecha de la Rebelión de los Comuneros, no es más que un personaje de la literatura de quien se acaba de comprobar que no existió.
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El responsable de este hallazgo es Armando Martínez Garnica, presidente de la Academia Colombiana de Historia y exdirector del Archivo General de la Nación, quien con pruebas en mano y fuentes fidedignas -como deben hacerlo quienes se dediquen a esa profesión- ha demostrado que Manuela Beltrán, aquella aguerrida mujer en cuyo honor fue levantada una escultura en el parque principal del municipio de El Socorro y que los estudiantes de primaria memorizan su nombre junto a Policarpa Salavarrieta y Antonia Santos como las mujeres de armas tomar de su época, sencillamente no fue un ser de carne y hueso.
De tal manera que aunque suene convincente la proclama de “Que viva el Rey y muera el mal gobierno” y que su intrépida acción pudo haber sido respaldada por más de dos mil espontáneos, de la socorrana que aseguraban que nació el 13 de marzo de 1724 jamás se volvió a saber nada, ni siquiera en qué circunstancias murió o en qué lugar, así hayan dicho que la fusilaron las tropas realistas.
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Un mito hecho realidad
“Yo digo que son los novelistas románticos de la segunda mitad del siglo XIX, especialmente Constancio Franco Vargas y doña Soledad Acosta de Samper, los que crearon los mitos tanto de José Antonio Galán como de Manuela Beltrán. Toda esa mitología patriótica es de gente romántica y liberal que publica entre 1870 y 1900, pero resulta que el mito viene sin nombre desde muy temprano, desde Francisco de Miranda (1750-1816)”, asevera Martínez Garnica.
Este militar, político y humanista, considerado el precursor de la emancipación americana contra el imperio español, era consciente de ser el hombre más grande que había dado Venezuela, tanto que participó en la independencia de los Estados Unidos, en la Revolución Francesa, fue coronel en el ejército de España, perseguido por la Inquisición por tenencia de libros prohibidos y pinturas obscenas, firmante del acta de independencia de Venezuela, creador del proyecto político de la Gran Colombia, obtuvo el grado de coronel en el ejército ruso y como ningún compatriota tiene su nombre grabado en el Arco del Triunfo (París).
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Pues ese Miranda armó y cuidó la que es considerada la más completa biblioteca de su tiempo, hasta la madrugada del 31 de julio de 1812 en que fue capturado en el puerto de La Guaira (Venezuela) con la complicidad de Simón Bolívar. Entonces baúles y baúles de libros, manuscritos y diarios personales fueron llevados en una goleta inglesa hasta Jamaica y de allí a manos del ministro de Colonias de Inglaterra, en Londres, quien a su vez en lugar de depositarla en los archivos oficiales la trasladó a su castillo particular.
El rastro desapareció hasta que en 1920 un investigador estadounidense de la Universidad de Berkeley (California) indagó sin éxito en la isla caribeña y luego en la capital británica donde halló al descendiente del ministro manilargo. Los ejemplares permanecían intactos, le permitieron consultarlos y así pudo escribir la biografía de Miranda. Entonces el dictador Juan Vicente Gómez Chacón (1857-1935) encomendó al jurista y editor pamplonés Caracciolo Parra León (1901-1939) que comprara la biblioteca, la cual fue resguardada en unas bóvedas de mármol verde en Caracas.
Miranda, quien fue también el don Juan que con unas diminutas tijeras doradas creó una colección de vello púbico de las damas de alta alcurnia con las que sació sus deseos mundanos y que debidamente etiquetó en 32 sobres, en su momento pidió el apoyo del premier británico para que le soportara con barcos y soldados una expedición contra el rey de España. Indagado sobre las razones para creer que esta empresa tendría éxito, Miranda mostró una relación anónima de papeles del movimiento comunero hecha en mayo de 1781 en Santafé de Bogotá, argumentando que esta era evidencia de que cualquier movimiento contra el monarca español prendería de inmediato.
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Armando Martínez Garnica teme que fue el sangileño Pedro Fermín de Vargas (1762-1811), corregidor de Zipaquirá, quien antes de morir en Nueva York pudo haberle obsequiado los documentos a Miranda en los que dice que un grupo de habitantes de Simacota llegó a El Socorro, donde le lanzaron piedras a la administración de tabaco y aguardiente, luego de que una “viejecilla” -no identificada- encendiera la chispa, sin afirmar que ella rompiera el edicto.
Posteriormente aparece en escena la bogotana Soledad Acosta de Samper (1833-1913), considerada la escritora más prolífica del siglo XIX en Colombia, quien pudo haber leído el archivo de Miranda o por la tradición popular, y habla de “una viejita”, dándose la libertad de expresar que fue ella quien hizo añicos el edicto. Seguidamente el veleño Constancio Franco Vargas (1842-1917) “bautiza”’ a la heroína con el nombre de Manuela Beltrán.
Como pólvora, este relato se regó por la escuela pública que hablaba de Galán el comunero y de Manuela Beltrán, con el refuerzo de las obras de teatro que enaltecían la figura de estos próceres, más la estatuaria y las pinturas no de una mujer de edad, sino de una joven robusta a la que en 1981 le dedicaron una estampilla e incluso una universidad tiene esa denominación.
¿A quién no le contaron la historia de la mujer berraca que rompió el edicto?, cuestiona Martínez Garnica, quien además reflexiona sobre una relectura de los hechos que llevó a que el movimiento de los Comuneros se convirtiera en el momento estelar de la Independencia de Colombia, fabricado en 1940 por el historiador socorrano Horacio Rodríguez Plata (1915-1987), “quien nos vendió la idea de que la independencia nació en El Socorro”.
¿Entonces quién fue?
Pero ese olfato de sabueso que lo caracteriza llevó a que Martínez Garnica localizara una constancia dejada en 1878 por José María Quijano Otero, director de la Biblioteca Nacional, en la que asegura tener las pruebas de que la protagonista no se llamó Manuela Beltrán, sino que “aquella humilde hija del pueblo que vino a ser heroína en la historia se llamaba María Antonia Vargas Núñez. Aquella valerosa mujer halló en la tumba doble manto de silencio y de olvido”, con la anotación de Charalá (Santander) como su lugar de nacimiento.
Décadas después los mormones, que tienen su sede central en Salt Lake City (Utah, Estados Unidos), microfilmaron todos los archivos parroquiales del departamento de Santander y los subieron al repositorio Family Search, donde hoy pueden ser consultados los libros sacramentales de Charalá en los que figura la partida de bautismo en la Parroquia de Nuestra Señora de Monguí el 10 de marzo de 1760, con lo cual en el momento en que rompió el edicto -1781-, estaba a punto de cumplir 21 años y nadie es “una viejecilla” a esa edad.
María Antonia -no Manuela- vivió 56 años, se casó con Juan José Gómez, tuvo un hijo llamado Telésforo y fue sepultada en ese pueblo en 1816. Una de las tareas pendientes es buscar los descendientes de María Antonia, que se pueden localizar en los mismos documentos preservados por dicha comunidad religiosa estadounidense.
Quijano Otero también dio otras peleas por la verdad histórica. La que lo hizo más famoso fue aquella por la fecha de la Independencia de Colombia. En 1873, en pleno federalismo, el presidente dijo que había que corregir eso de que cada estado soberano tuviera una fecha nacional diferente para la unión colombiana. Quedó hasta el día de hoy que lo recomendaron unos historiadores cachacos: el 20 de julio de 1810. Pero este bibliotecario dejó otra constancia en la que señala que hay un error craso porque la independencia la declaró Antonio Nariño (1765-1823) el 16 de julio de 1813, tres años después. El acta de 1810, subraya Martínez Garnica, dice que se crea una Junta de Gobierno y el presidente de ese órgano es el Virrey. ¿Eso es independencia?, sonríe con malicia.
“Y ahora: ¿qué hacemos? ¿Nos aferramos religiosamente a una creencia literaria infundada, o levantamos el manto de silencio y olvido? La historia se escribe con documentos, en lucha contra los mitos de la ficción y de la memoria popular. Ahora sí que hablen los charaleños, si es que les importa recordar lo que estuvo oculto”, insta Martínez Garnica, quien es consciente que más de un socorrano debe estar odiándolo o al menos vociferando en su contra por haberles quitado una heroína, a la vez que en Charalá tienen un motivo real para sacar pecho, ya que el mismo historiador fue quien les demostró que la Batalla de Pienta (4 de agosto de 1819) no fue tal, sino una masacre.
Por su parte, Constancio Franco lo que hizo inspirarse en la obra del español Benito Pérez Galdós (1843-1920) y publicar “novelitas patrióticas” para los niños, pero el problema es que en Colombia hay quienes escriben novelas y saben que son novelas patrióticas o históricas, pero la gente que las lee no se da cuenta de que son ficción y repiten su contenido creyendo que es historia, recalca Martínez Garnica, quien sí tiene el diploma de doctor en la materia.
Un ejemplo con el que refuerza su posición es que en una publicación de Colcultura un novelista inventó que un niño de ascendencia parda de Riohacha (La Guajira) se llamaba José Prudencio Padilla López (1784-1828) y era almirante. A la fecha, millones de colombianos -y hasta en la Armada Nacional- repiten como loros esa fábula, que se queda en eso, porque para la época este país no contaba con ese título por una sencilla razón: no existía en ese momento la Armada colombiana, que dicho sea de paso arrancó con navíos privados. Lo máximo que pudo escalar José -quien nunca se llamó Prudencio- fue a coronel, general de brigada y en Maracaibo general de división, pero en el Ejército. El callejón sin salida se resolvió con una receta criolla: concederle póstumamente el título de Gran Almirante.
La solución salomónica para el caso de “Manuela Beltrán” es retirar la placa de sus esculturas y pinturas, sustituyéndola por una de María Antonia Vargas Núñez, a lo mejor en un par de años la heroína que no existió haya pasado al olvido.
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