Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hoy es 23 de junio, Pacho (de Roux). Junio, para aquellos que somos católicos, es el mes del espíritu santo, del sagrado corazón. Y hoy es 23. Un 23 ustedes (FARC) me secuestraron y un 23 murió mi papá.
La Comisión de la Verdad nos ha solicitado participar en este acto de reconocimiento dedicado al crimen del secuestro, para darnos la oportunidad a quienes fuimos secuestrados de oír a los exmiembros de las FARC expresar públicamente, ante nosotros, sus víctimas, y ante la Nación, los sentimientos que los embargan al asumir el dolor irreparable que han causado.
Video: Íngrid Betancourt y su reclamo a los exFarc por la crueldad del secuestro
Este ejercicio, que sin duda nos ha exigido valor a cada uno, nos identifica y nos restablece en la tradición de generosidad de la familia colombiana. No es una formalidad jurídica o política relacionada con el Acuerdo de Paz, sino ante todo un ejercicio espiritual, que nos obliga a mirarnos desde adentro, para tomar posición ante el mundo que anticipamos para nuestros hijos y que soñamos como meta para Colombia.
Esto es lo que ha entendido el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, quien sin descanso ha intentado reparar la trama rota de nuestro sentir colectivo, y quien nos cogió de la mano para prepararnos a oír a quienes fueron nuestros verdugos, con la esperanza de que, al hacerlo, pudiéramos acceder a una nueva humanidad, dignificando nuestro sufrimiento al mirarlo a través del lente de quienes nos lo produjeron. Por ello, quiero agradecerle. También quiero agradecerles a los comisionados y a cada uno de los miembros de la Comisión de la Verdad que hicieron este evento posible.
Aquí estamos los que estamos, cargando nuestras heridas y nuestros muertos, con la dificultad de mirarnos los unos a los otros a la cara, con el dolor de oírnos y con el pudor de nuestras emociones, pero con la decisión compartida de contribuir a romper el círculo vicioso de la violencia cuando vemos que intenta reaparecer en las dramáticas confrontaciones que vienen enlutando al país.
El valor de este encuentro reside, entonces, en que quienes actuaron como señores de la guerra y quienes los padecieron, todos aquellos que estuvimos en el ojo del huracán de la guerra, nos levantamos al unísono ante Colombia, para decirle al país que la guerra es un fracaso, que solo ha servido para que nada cambie, y para seguir postergando el futuro de nuestra juventud.
Yo nunca hubiera imaginado desde lo profundo de mi cautiverio que un día tendría la posibilidad de un dialogo humano con mis antiguos captores. Lo que quiero transmitirle al país, en esta situación tan difícil que atravesamos, es que la violencia nunca ha sido ni será la solución. Y que, si los que estamos aquí presentes, hijos de Colombia, marcados en carne viva por el odio, hemos podido escucharnos en este teatro, tratando de liberarnos de las cadenas del rencor y de la venganza, del orgullo y del miedo… si hemos podido escucharnos y hablarnos con todo lo que nos cuesta, entonces podemos decir que el amor es más grande. Que hay esperanza. Y si hay esperanza, hay futuro.
Quienes padecimos las acciones y las omisiones de los antiguos integrantes de las Farc sabemos que la reconciliación es una palabra que pesa mucho, y que el camino que llega hasta ella, más allá de cualquier perdón por parte de nosotros, sus víctimas, pasa por una búsqueda de redención por parte de quienes fueron nuestros victimarios.
Esa redención no es cosa diferente, en realidad, al proceso de rehumanización al cual la paz nos ha citado a cada uno de los colombianos. Es cierto que todos queremos la paz. Pero la paz necesita un cambio profundo de nuestra relación con el otro. Porque la paz es ante todo una relación humana. Por eso, hoy hemos hecho el esfuerzo de reencontrar lo profundamente humano en el fondo de nuestros corazones, y de transformarlo en una palabra que sana. Nuestro reto ha sido, pues, encontrar una forma nueva de hablarnos para inaugurar otro tipo de relación entre nosotros, acorde con nuestra decisión de paz.
Oí con emoción el relato de mis hermanos de dolor. Los oí llorar. Los vi llorar. Y he llorado con ellos. Y me cuesta trabajo no seguir llorando. Pero, debo confesarles, que me sorprende que nosotros de este lado estemos todos llorando, y que del otro lado no haya habido una sola lágrima.
Abelardo Caicedo, usted expresó su defensa del Acuerdo. Y eso está bien. Nosotros todos acá queremos que a la paz le vaya bien. Pero yo hubiera querido oírlo a usted como comandante decirme si usted en algún momento secuestró a alguien. Si usted dio la orden de que amarraran a alguien. Pedro Trujillo: usted dijo que teníamos que mirar atrás y que usted miraba atrás y veía con orgullo su lucha por los pobres, y con vergüenza las conductas que se habían tenido durante la guerra. Yo necesito que usted exprese qué siente con esa vergüenza. ¿Es una vergüenza social? Porque la sociedad colombiana le está reclamando por lo que hicieron. ¿O es la vergüenza del alma? Usted dijo que no habían sido conscientes de lo que hicieron.
Yo debo decirle que a mí me pasó una cosa también muy curiosa. Años antes de que me secuestraran, yo me senté con la Chiva Cortés y él me narró su secuestro. Y yo lo oía y oía, y no entendía. Yo sé que Colombia nos oye y nos oye, y no nos entiende. Cuando estuve secuestrada cuántas veces volví a pensar en esa conversación. Hoy tenemos que hacer que Colombia entienda y debemos encontrar las palabras justas para que el país vea, imagine, oiga, lo que nos sucedió a todos.
Carlos Antonio Losada, usted habló de la generosidad de las víctimas. Sí, sí hemos sido generosas las víctimas. Hemos sido generosas porque amamos a Colombia, porque nosotros no representamos el pueblo. Nosotros somos el pueblo. Yo quería oírlo hablar desde su corazón, no desde la política. ¡Desde su corazón! Este es un encuentro de corazones, este no es un encuentro político. Aquí estamos seres humanos, no está el Estado. Estamos los colombianos, mirándonos, al desnudo, en el drama que hemos compartido.
Pastor Alape, usted comenzó explicando quién era. Nos dijo que solo llevaba solo el nombre de su madre y con eso ya pudimos adivinar que en su infancia sufrió de la ausencia de su padre. Después de todo lo que ha pasado, ¿puede usted sentir la ausencia que le causó a nuestros hijos? ¿de padres y madres que les fueron arrebatados? Usted dijo que Gilberto Echeverry era un aliado para la paz. Entonces eso quiere decir, ¿sabía que era su par? Usted habló de la ceguera y sordera que produce la guerra. Pero ya no estamos en la guerra. Ya tenemos que volver a ver y a oír. Usted habló del valor de la palabra, del horror, la violencia de las palabras. Yo le quiero hablar de la sanación de las palabras.
Cuando yo estaba en cautiverio y oí por la radio que uno de los muchachos que había sobrevivido por milagro a la matanza de Urrao contaba cómo Gilberto Echeverry, mi amigo, se había arrodillado ante el comandante que él consideraba su amigo y le había suplicado de rodillas que no lo mataran. Esa imagen me obsesionó durante años. Tuve pesadillas. Alguna vez, me acuerdo que me robé un machete de uno de los guardias para poderme volar. Y me volé. Y a los días me recapturaron y me castigaron. Y llegó el muchacho enfurecido a decirme: ‘Íngrid, yo había confiado en usted. Yo había dejado ese machete ahí confiando en usted. Y usted me lo robó’. Y yo lo miré y le dije: ‘Usted confío en mí, ¿y yo acaso puedo confiar en usted? El día en que a usted le den la orden de matarme, ¿usted qué va a hacer? ¿Yo podré confiar en usted? ¿o usted me va a matar?’. El muchacho se fue con los ojos aguados y yo necesito ver los ojos aguados de ustedes (Farc).
Yo le agradezco a Emiro Ropero, Rubén Zamora, que haya hecho un inmenso esfuerzo por ponerse en nuestros zapatos. Por tratar de imaginar lo que puede ser el sufrimiento del que está encadenado y secuestrado, porque sé que puede ser abstracto, aun para nuestros verdugos. Le agradezco que haya tratado de entender lo que puede ser el horror para una familia de seguir buscando el cuerpo de su papá o de su mamá. Mi papá murió al mes de mi secuestro. Confieso que todavía no he podido hacer el duelo y probablemente no lo vaya a hacer nunca, pero siento una inmensa tranquilidad de poder ir a la cripta, aquí en Cristo Rey, donde está enterrado. Los seres humanos vivimos de lo físico y de lo espiritual, y nosotros necesitamos sentir que, a pesar de la muerte, podemos honorar a las personas que hemos amado. Que podemos ir a decirles que estamos ahí, que las amamos. Los huesos son probablemente solo huesos, pero para quien ama es lo que queda de la persona amada. Es un deber de la Nación encontrar a los abuelitos Ángulo. Es un deber. Y no puede haber postergación.
Víctor Tirado dice que él entendió el dolor de las víctimas y que quiso sentir como ellas sentirían. Que aprendió a leernos como seres humanos. Que entendió la estigmatización de la cual hemos sido víctimas. Porque sí, todas las víctimas, todos los que nos hemos reunido acá, sabemos que volver del cautiverio es ser señalado. A uno lo acusan de ser responsable de lo que le sucedió. A uno lo acusan de haber dado origen al drama que nos tocó vivir. No solo llega uno quebrado por los años de secuestro, sino que tiene uno que llegar a defender su buen nombre. A restablecer la verdad. Por eso Rodolfo Restrepo le agradezco que haya pensado en eso, porque realmente han sido momentos donde hemos sentido incomprensión por todos lados. Incomprensión de la sociedad, de nuestros captores, aun incomprensión muchas veces de nuestras propias familias.
Pero más allá de esa reflexión, que si se quiere es un esfuerzo de voluntad, pero donde todavía no está la fuerza del alma, yo debo repetirles que mientras nuestra pesadilla sea solamente nuestra, mientras que ustedes no se despierten por la noche con las mismas pesadillas que nosotros, estaríamos todavía en la distancia de no poder explicarle a Colombia lo que realmente sucedió. Volver a ser humanos es llorar juntos, algún día tendremos que llorar juntos. Por el sufrimiento de ustedes, el de su vida, por el sufrimiento que nos causaron a nosotros, a nuestros hijos, a nuestras familias, y por el sufrimiento de Colombia, que lo vemos hoy en los muchachos que están en las calles porque tienen hambre, porque no tienen trabajo y porque los señalan de terroristas, porque siendo pobres y jóvenes los asimilan a combatientes de las Farc. Y esa es una responsabilidad que ustedes también tienen.
Yo le agradezco a Timochenko que haya el esfuerzo de reconocer el crimen del secuestro. Usted habló de reparar a las víctimas. Rodrigo Londoño, reparar a las víctimas es un tema tabú en Colombia. Yo le pregunto cómo, ¿cómo van a reparar a las víctimas? ¿dónde están los recursos del narcotráfico que ustedes acumularon durante los años de guerra? porque esos recursos son los que tienen que ir a reparar a las víctimas. Usted oyó a Ángela Cardona, lo que le sucedió a su familia, cómo quedaron en la pobreza, y encima de todo tenían que seguir pagando impuestos. Esa historia multiplíquela por millones. Esa es la historia de Colombia. Esa es la historia que debemos reparar. El Estado no puede reparar. Ustedes tienen que reparar y tenemos que buscar una manera de hacerlo.
Han pasado muchos años, trece para ser exacta, desde la última vez que estuve en presencia de algún miembro de las Farc. A pesar del tiempo transcurrido, las emociones –ustedes lo han visto– siguen siendo fuertes, tan fuertes como las imágenes que quedaron grabadas en mi memoria. Lo hemos visto hoy, fuimos todos, ellos y nosotros, sacrificados en el altar de una ideología que pretendía detentar el secreto del bienestar humano. Fuimos todos, ellos y nosotros, deformados por la deshumanización a la que esta ideologización dio origen. A nombre del pueblo, las Farc se convirtieron en los verdugos del pueblo, convencidos de que su causa era justa y los autorizaba a cualquier criminalidad. No fueron los únicos verdugos. Otros, con otras ideologías, y a nombre del mismo pueblo, hicieron lo propio, inundando a Colombia en un baño de sangre.
A pesar de toda nuestra locura colectiva, hoy hemos podido ponernos de acuerdo por primera vez en una cosa: que el fin no justifica los medios.
Hemos también comprendido los peligros de mirar el mundo a través del lente reduccionista de las ideologías. Estas nos llevan a asumir posiciones fundamentalistas, que nos aíslan y nos impiden ampliar nuestro análisis, al desechar de plano otros puntos de vista. Ser conscientes de estas deformaciones del análisis es ya de hecho un instrumento invaluable para abrir nuestras mentes y nuestros corazones a los principios básicos de la fraternidad, sin la cual no hay ni igualdad, ni libertad, y tampoco hay paz. Que nunca más podamos pensar en Colombia que una idea vale más que una vida humana.
Por eso, estoy agradecida con la patria nuestra, con nuestra Colombia que, en su magnanimidad y en su grandeza, al acordar un pacto de paz, ciertamente imperfecto e incompleto, nos entregó lo que es ahora el único instrumento que tenemos para salir de la barbarie.
No todo está olvidado. Esto no es un ejercicio para hacer borrón y cuenta nueva, o tabula rasa, sino para recordar. No es porque este acto se da que podemos decir que pasamos por encima de todos los sufrimientos: del de Andrés Felipe Pérez, el niño que murió de cáncer esperando a su papa, Norberto Pérez, porque ustedes, comandantes de las Farc en ese momento, no quisieron liberarlo a pesar del clamor nacional, y luego lo ejecutaron cuando intentó escapar; o a Peña, que lo sacaron del campo de concentración donde yo estaba, el campo de concentración de Sombra, y lo mataron como a un perro, y no sabemos todavía dónde está su cuerpo; o a Julián Guevara, que murió sufriendo en cautiverio porque no le dieron atención médica.
Esto que pasó no lo olvidamos, porque no es sobre un terreno virgen que construimos una nueva Colombia. Al contrario, esta es nuestra verdad colectiva, estas son las fundaciones sobre las cuales debemos construir una Colombia sin guerra. Es a partir de estos recuerdos, vivencias y testimonio que podemos entender lo que nos pasó para evitar que se repita. Y esta es la historia que se tiene contar, que tiene que hacer parte de nuestra narrativa nacional, que deben conocer y estudiar nuestros niños en las escuelas, para que ellos entiendan que, a pesar de todo esto, pudo hacerse un Acuerdo de Paz, que pudimos mirarnos a la cara y salir de esta espiral de violencia.
Para que nuestros jóvenes, que se están manifestando y aquellos policías que, llevados por el miedo y las ideologías de guerra, los mataron por terroristas, entiendan la diferencia y no vuelvan a empezar. Para que nuestros políticos, nuestros dirigentes, nuestros líderes religiosos, nuestros dirigentes gremiales, académicos e intelectuales, nuestros periodistas, se aproximen a lo que nos sucedió como país con el respeto y la restricción indispensables para que esto no vuelva a suceder.
Aquí, frente a Colombia, frente a nuestras familias y a nosotros mismos, provenientes de todas las experiencias de la guerra, de todos los rincones del país, de todos los credos y de todas las sensibilidades políticas, mujeres y hombres de todas las generaciones, le hemos querido dejar a la historia nuestra única verdad, la de afirmar que, como colombianos, no queremos volver nunca al pasado y que estamos listos para enmendar y construir hombro a hombro un nuevo futuro para todos.
INGRID BETANCOURT
Bogotá, 23 de junio de 2021