La relación entre política y conflicto, según la Comisión de la Verdad
El Informe Final da cuenta de la relación entre la guerra y el sistema político. La paz y la apertura democrática han ido de la mano históricamente.
Para la Comisión de la Verdad, la guerra en Colombia tuvo ramificaciones en distintas orillas, pero su configuración fue desde el campo político. Textualmente, la primera entrega del Informe Final, que contará con 10 capítulos en total, señala que el conflicto “fue una disputa por el poder político, la democracia, el modelo de Estado”, entre otros elementos, pero sobre todo de talante político. Sin embargo, contrario a lo que pasó en la primera parte del siglo XX, cuando la violencia fue entre los que se identificaban como liberales y conservadores, el conflicto desde los años 50 se enmarcó en una agresión directa en contra de los civiles en los que “primó el objetivo de destruir los apoyos -reales o imaginarios- de la contraparte, para horadar sus bases políticas”.
No obstante, la guerra en Colombia no se ambientó en actores claramente identificados, sino que cualquiera se podía convertir en objetivo. Tanto así que, como describe la Comisión de la Verdad, hubo un momento, a finales del siglo XX, en el que el blanco llegaron a ser pueblos enteros con la única intención de “destruir los apoyos humanos, ocupar y controlar los territorios, los corredores y las rentas”. Aunque hubo distintas causas, la política predominó en buena parte de las acciones. “La violencia ha sido el recurso de sectores de la derecha y de la izquierda para suprimir a los competidores”, reza el capítulo de Hallazgos de la Comisión de la Verdad, en el apartado dedicado a la relación que hubo entre política y conflicto.
Parte de la degradación del conflicto se dio en el marco del orden bipolar que permeó al mundo tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. Derecha e izquierda asumieron bandos opuestos y desde ahí se fue desarrollando gran parte del conflicto, en el que se llegó incluso en un momento a “confundir el contradictor ideológico o político con un enemigo”. Los primeros estadios del conflicto fueron entre un Estado en “formación”, después de la corta dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, y grupos revolucionarios, en su mayoría marxistas, que se alzaron en armas. El agravamiento de la guerra llevó, según el informe, al desarrollo de un poder estatal “con una fuerte tensión entre la legitimidad, la legalidad y el crimen”. Por eso, desde la Comisión se rescata la expresión de que la democracia colombiana es “un orangután en sacoleva” como la más adecuada para describir lo que fue el desarrollo del aparato estatal.
Y es que para el órgano transicional es claro que se forjó una relación en la que se traslaparon fines y medios, lo que llevó a que algunas instituciones no vieran problema en superar líneas rojas básicas e incurrieran “en todo tipo de violaciones de los derechos humanos e incurrido en actos de corrupción tolerados”. Aunque también se hace la salvedad de que hubo otras instituciones que fueron esenciales para que el Estado no naufragara en el espiral de la guerra y “han servido como defensa o soporte en contra de las violencias del conflicto”. En este juego político quedó una sociedad que entró a participar de distintas formas, tanto para agravar el conflicto como para buscar la paz. Esto último sobre todo en expresiones políticas como el Frente Nacional, la Constituyente de 1991 y la firma del Acuerdo de Paz. Para la Comisión, las grandes reformas han venido del empuje social y nunca de la acción de los fusiles, sobre todo en temas de apertura democrática.
Paz y apertura democrática han venido de la mano en el país, para la Comisión, puesto que esta considera que la primera no puede tomarse simplemente como “el silencio de los fusiles” sino que se fundamenta en “valores e instituciones y, sobre todo, el ejercicio de derechos”. También esto ha implicado entender la guerra, de una forma muy en línea a Clausewitz, como “el enfrentamiento eminentemente político que busca la destrucción del enemigo usando la violencia”. Lo hallazgos del informe indican que los 70 años de conflicto armado se enmarcan en esa relación de paz y democracia, tanto para su afianzamiento como retrocesos.
Paz -guerra- y democracia
Según la Comisión de la Verdad, en lo expresado en el capítulo de Violencia y política, en Colombia se pueden encontrar tres momentos en los que se ve materializada la relación entre paz y democracia: el Frente Nacional, la Constituyente del 91 y el reciente Acuerdo de Paz con las extintas Farc. En cuanto al primero, se entiende como el pacto entre liberales y conservadores para retornar al poder, tras la dictadura de Rojas Pinilla, aunque el informe incluye en este punto el mandato conservador anterior como parte de esa dictadura. Este acuerdo sirvió para “la pacificación política, el reformismo social y el desarrollismo en materia política”, y hasta para reconocer la plena ciudadanía, incluyendo el voto, de las mujeres.
En un primer momento, el acuerdo bajó la violencia entre liberales y conservadores, pues se garantizó la repartición milimétrica y alternada del poder político y dio paso a otros mecanismos importantes, como la creación de nuevas instituciones democráticas y una reforma agraria a través del Incora. Sin embargo, al poco tiempo se dieron nuevas condiciones para el auge de la violencia, pues el orden político cerrado excluyó a expresiones de izquierda, que varias de ellas terminaron radicalizándose. Además, los avances en la reforma agraria, sobre todo en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, fueron desechos, lo que fue una muestra de la poca intención de cambio que había en las elites. Además, el país enmarcó su lectura de las tensiones sociales en la guerra fría, lo que llevó a que se introdujera la doctrina del “enemigo interno”.
De esta forma, desde el poder político se atendieron los conflictos políticos como un mero tema de orden público en el que entró a participar las fuerzas militares. No colaboró que la radicalización de la izquierda vio en las corrientes soviéticas, cubanas y chinas una respuesta a un “régimen semicerrado”, esto llevó a la creación de las Farc, el Eln, el Epl, M-19, entre otras organizaciones armadas que intentaron reemplazar el régimen, a veces incluso con un enfoque lejano a la democracia. La respuesta del poder político fue un continuo estado de excepción en el que su mayor expresión fue el estatuto de seguridad de la administración de Julio César Turbay Ayala. “Desde mediados de los setenta, se incrementó la violencia política (…) entre aparatos armados de las izquierdas radicales y agentes del Estado (como el Ejército, la Policía y el DAS), o de las élites económicas y políticas”, se lee en el Informe Final.
Los años 70 implicaron un gran cierre democrático ante la acción tanto de los actores armados como estatales. La cúspide, como se dijo más arriba, fue el estatuto de seguridad en el que toda la oficialidad aceptó convertir a los “críticos del régimen” en enemigos y fue esta la excusa que permitió que los militares incurrieran en graves violaciones de los derechos humanos, “en particular tortura, desaparición forzada y detenciones arbitrarias”. Por el lado de las guerrillas también hubo un cierre democrático bajo la idea de que era pronta la conquista del poder por las armas, por lo que financiaron su funcionamiento a través del secuestro. A los ojos de la Comisión, tanto oficialidad como guerrillas incurrieron en prácticas que golpearon su legitimidad.
Desde 1982, en el gobierno de Belisario Betancur, hubo un intento de apertura democrática, continuado por Virgilio Barco. Sin embargo, distintos poderes se opusieron a ella, tanto desde la legalidad como la ilegalidad. Se intentó llegar a un acuerdo de paz con las guerrillas, lo que incluyó dar participación política con la creación de la Unión Patriótica (UP). Sin embargo, desde la Comisión se señaló que el resto de actores (poder político regional, narcotráfico y fuerzas militares) se unieron en contra del intento de democratización. Fue en este contexto en el que tuvo su mayor caldo de cultivo el paramilitarismo. También las guerrillas intentaron negociar, pero el mismo tiempo aprovecharon estos espacios para el fortalecimiento militar. “Hubo algo de ingenuidad y también de traición” de ambas partes, expresó el informe. Esto último se tradujo en hechos como el palacio de justicia, el genocidio de la UP y el asesinato de cuatro candidatos presidenciales. Sin embargo, las intenciones de apertura sirvieron para una de las mayores aperturas democráticas del país: la Constitución de 1991.
Con la promulgación de la Carta Magna se preveía una apertura democrática, por la inclusión en la arena política de las comunidades ignoradas durante décadas. El aumento de la participación estuvo acompañado por el reconocimiento de los derechos de pueblos afros e indígenas, pero la amplia competencia política a la que no estaba acostumbrada el bipartidismo y la sangrienta década de los 90 por el auge de la coca y el petróleo fueron aún más potentes que los avances que se lograron con la Constitución. El informe califica este intervalo como “la gran guerra”, en la que la expansión del narcotráfico, los combates por los territorios de comunidades vulnerables y la guerra antidrogas atizaron la guerra.
Las guerrillas radicalizaron su actuar y sus discursos, mientras que el narcotráfico y el paramilitarismo permearon varias esferas de la sociedad y la clase política. “La disputa militar y política fueron dos caras de una misma moneda”, dice el documento sobre una etapa en la que ambos bandos ampliaron sus enemigos más allá de los actores armados, y la guerra se ensañó, entre otros, con políticos, empresarios, líderes sociales y estudiantes. La Comisión estima que esa “gran guerra”, en la que hubo una violación de derechos humanos sin precedentes, dejó el número más alto de víctimas de todo el conflicto.
Poco hicieron los gobiernos de Ernesto Samper y Andrés Pastrana, que tuvieron tantos intentos por establecer la paz como decisiones en pro de la guerra. Además, no se caracterizaron propiamente por su gobernabilidad lo que derivó en el robustecimiento del proyecto paramilitar, que atacó sin distinción a la población civil. Las masacres y desplazamientos arreciaron, también con responsabilidad de las guerrillas, y para el final del milenio hubo incluso alianzas entre ambos bandos: las disputas de territorios y rentas ilícitas entrelazaron sus caminos, algo en lo que poco pudo y quiso intervenir el Estado. “Se enfrentaron, pero también hicieron pactos espurios”.
El paramilitarismo ganó más espacio. Sus tentáculos cooptaron narcotraficantes, fuerza pública y clase política, lo que en cierto modo estandarizó algunos de sus modelos, mientras que las guerrillas, cada vez más apartadas de cualquier ejercicio político, explotaron a más no poder las ganancias cocaleras y trataron de convertirse en un Estado paralelo en ciertas regiones del país. Y así, la súplica de paz que hubo en su momento, se desvaneció y poco a poco se convirtió en un clamor de seguridad.
El tramo definitivo
Las banderas de la seguridad las asumió el gobierno de Álvaro Uribe. Con esa apuesta arrasó en las urnas y se consolidó un nuevo panorama político en el que la izquierda también ganó algo de espacio y se empezó a generar una dinámica muy similar a la que dominó el escenario electoral hasta los comicios de este año. A partir de 2002, combatir a la guerrilla y recuperar los espacios que había ganado se convirtió en una prioridad y en eso se invirtió tanto dinero, tiempo y estrategia como fue posible. Incluso, de acuerdo con el informe, si esto implicaba abrirle espacios económicos y políticos a otras fuerzas contrainsurgentes como paramilitares y narcos.
Si bien empezó a menguar el poder a la guerrilla, que no tenía ningún apoyo político debido a su empeño en ejercer la violencia, creció la polarización porque desde el Estado se empezó a vincular todo tipo de discurso de izquierda con la insurgencia. Eso escaló a un punto solo comparable con la violencia bipartidista que, de hecho, desapareció en este tramo para dar paso a un antagonismo entre lo que años más tarde se convirtió en el uribismo y la izquierda. Fue una época de “detenciones arbitrarias, estigmatización y, en muchos casos, violaciones de los derechos humanos”, en la que mucho tuvo que ver que desde buena parte de la institucionalidad se haya apoyado la lucha contra la insurgencia a cualquier precio.
Si era cuestión de vencer, para muchos los dos periodos del gobierno Uribe fueron una primera cuota para someter a la guerrilla. No se logró disminuir el narcotráfico, hubo ejecuciones extrajudiciales y en muchas regiones se recrudeció la guerra, pero el Estado logró posicionar la narrativa de que “cada guerrillero muerto demostraba que el país tenía mayor seguridad y que el Ejército era el héroe de esa gesta”. Tal fue así que se intentó, sin éxito y por inconstitucional, un tercer período de gobierno de Uribe, que tuvo que legarle su capital político a un Juan Manuel Santos que se la jugó por la solución dialogada con las guerrillas y se diferenció de su antecesor en admitir que había conflicto armado en el país.
A pesar de esa premisa, el gobierno Santos también atacó a la guerrilla, con la diferencia de que reconoció que el conflicto de casi medio siglo había dejado más de 9 millones de víctimas y territorios afectados que el Estado debía reparar, con lo que por supuesto se generó una fractura con Uribe. Pero así pavimentó el camino hacia un diálogo nacional, que derivó en el Acuerdo de Paz que, para la Comisión que surgió de esos diálogos, “cerró un largo ciclo de idas y venidas entre la guerra y la búsqueda de la paz”.
Queda mucho para que Colombia pase la página de la guerra, pero quedan varias reflexiones. En cuanto al escenario meramente político, el Informe recomienda a los partidos que revisen todo el historial de la relación con el conflicto y pidan perdón al país por haber sido partícipes de los horrores de la guerra. También les sugieren “prometer al país que nunca más apelarán a la muerte, la amenaza o el exilio en la competencia por el poder político”, lo que podría ser un impulso para que la ciudadanía entienda que en una democracia es normal la existencia de sectores plurales y, por tanto, la alternancia del poder.
Para la Comisión de la Verdad, la guerra en Colombia tuvo ramificaciones en distintas orillas, pero su configuración fue desde el campo político. Textualmente, la primera entrega del Informe Final, que contará con 10 capítulos en total, señala que el conflicto “fue una disputa por el poder político, la democracia, el modelo de Estado”, entre otros elementos, pero sobre todo de talante político. Sin embargo, contrario a lo que pasó en la primera parte del siglo XX, cuando la violencia fue entre los que se identificaban como liberales y conservadores, el conflicto desde los años 50 se enmarcó en una agresión directa en contra de los civiles en los que “primó el objetivo de destruir los apoyos -reales o imaginarios- de la contraparte, para horadar sus bases políticas”.
No obstante, la guerra en Colombia no se ambientó en actores claramente identificados, sino que cualquiera se podía convertir en objetivo. Tanto así que, como describe la Comisión de la Verdad, hubo un momento, a finales del siglo XX, en el que el blanco llegaron a ser pueblos enteros con la única intención de “destruir los apoyos humanos, ocupar y controlar los territorios, los corredores y las rentas”. Aunque hubo distintas causas, la política predominó en buena parte de las acciones. “La violencia ha sido el recurso de sectores de la derecha y de la izquierda para suprimir a los competidores”, reza el capítulo de Hallazgos de la Comisión de la Verdad, en el apartado dedicado a la relación que hubo entre política y conflicto.
Parte de la degradación del conflicto se dio en el marco del orden bipolar que permeó al mundo tras finalizar la Segunda Guerra Mundial. Derecha e izquierda asumieron bandos opuestos y desde ahí se fue desarrollando gran parte del conflicto, en el que se llegó incluso en un momento a “confundir el contradictor ideológico o político con un enemigo”. Los primeros estadios del conflicto fueron entre un Estado en “formación”, después de la corta dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, y grupos revolucionarios, en su mayoría marxistas, que se alzaron en armas. El agravamiento de la guerra llevó, según el informe, al desarrollo de un poder estatal “con una fuerte tensión entre la legitimidad, la legalidad y el crimen”. Por eso, desde la Comisión se rescata la expresión de que la democracia colombiana es “un orangután en sacoleva” como la más adecuada para describir lo que fue el desarrollo del aparato estatal.
Y es que para el órgano transicional es claro que se forjó una relación en la que se traslaparon fines y medios, lo que llevó a que algunas instituciones no vieran problema en superar líneas rojas básicas e incurrieran “en todo tipo de violaciones de los derechos humanos e incurrido en actos de corrupción tolerados”. Aunque también se hace la salvedad de que hubo otras instituciones que fueron esenciales para que el Estado no naufragara en el espiral de la guerra y “han servido como defensa o soporte en contra de las violencias del conflicto”. En este juego político quedó una sociedad que entró a participar de distintas formas, tanto para agravar el conflicto como para buscar la paz. Esto último sobre todo en expresiones políticas como el Frente Nacional, la Constituyente de 1991 y la firma del Acuerdo de Paz. Para la Comisión, las grandes reformas han venido del empuje social y nunca de la acción de los fusiles, sobre todo en temas de apertura democrática.
Paz y apertura democrática han venido de la mano en el país, para la Comisión, puesto que esta considera que la primera no puede tomarse simplemente como “el silencio de los fusiles” sino que se fundamenta en “valores e instituciones y, sobre todo, el ejercicio de derechos”. También esto ha implicado entender la guerra, de una forma muy en línea a Clausewitz, como “el enfrentamiento eminentemente político que busca la destrucción del enemigo usando la violencia”. Lo hallazgos del informe indican que los 70 años de conflicto armado se enmarcan en esa relación de paz y democracia, tanto para su afianzamiento como retrocesos.
Paz -guerra- y democracia
Según la Comisión de la Verdad, en lo expresado en el capítulo de Violencia y política, en Colombia se pueden encontrar tres momentos en los que se ve materializada la relación entre paz y democracia: el Frente Nacional, la Constituyente del 91 y el reciente Acuerdo de Paz con las extintas Farc. En cuanto al primero, se entiende como el pacto entre liberales y conservadores para retornar al poder, tras la dictadura de Rojas Pinilla, aunque el informe incluye en este punto el mandato conservador anterior como parte de esa dictadura. Este acuerdo sirvió para “la pacificación política, el reformismo social y el desarrollismo en materia política”, y hasta para reconocer la plena ciudadanía, incluyendo el voto, de las mujeres.
En un primer momento, el acuerdo bajó la violencia entre liberales y conservadores, pues se garantizó la repartición milimétrica y alternada del poder político y dio paso a otros mecanismos importantes, como la creación de nuevas instituciones democráticas y una reforma agraria a través del Incora. Sin embargo, al poco tiempo se dieron nuevas condiciones para el auge de la violencia, pues el orden político cerrado excluyó a expresiones de izquierda, que varias de ellas terminaron radicalizándose. Además, los avances en la reforma agraria, sobre todo en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, fueron desechos, lo que fue una muestra de la poca intención de cambio que había en las elites. Además, el país enmarcó su lectura de las tensiones sociales en la guerra fría, lo que llevó a que se introdujera la doctrina del “enemigo interno”.
De esta forma, desde el poder político se atendieron los conflictos políticos como un mero tema de orden público en el que entró a participar las fuerzas militares. No colaboró que la radicalización de la izquierda vio en las corrientes soviéticas, cubanas y chinas una respuesta a un “régimen semicerrado”, esto llevó a la creación de las Farc, el Eln, el Epl, M-19, entre otras organizaciones armadas que intentaron reemplazar el régimen, a veces incluso con un enfoque lejano a la democracia. La respuesta del poder político fue un continuo estado de excepción en el que su mayor expresión fue el estatuto de seguridad de la administración de Julio César Turbay Ayala. “Desde mediados de los setenta, se incrementó la violencia política (…) entre aparatos armados de las izquierdas radicales y agentes del Estado (como el Ejército, la Policía y el DAS), o de las élites económicas y políticas”, se lee en el Informe Final.
Los años 70 implicaron un gran cierre democrático ante la acción tanto de los actores armados como estatales. La cúspide, como se dijo más arriba, fue el estatuto de seguridad en el que toda la oficialidad aceptó convertir a los “críticos del régimen” en enemigos y fue esta la excusa que permitió que los militares incurrieran en graves violaciones de los derechos humanos, “en particular tortura, desaparición forzada y detenciones arbitrarias”. Por el lado de las guerrillas también hubo un cierre democrático bajo la idea de que era pronta la conquista del poder por las armas, por lo que financiaron su funcionamiento a través del secuestro. A los ojos de la Comisión, tanto oficialidad como guerrillas incurrieron en prácticas que golpearon su legitimidad.
Desde 1982, en el gobierno de Belisario Betancur, hubo un intento de apertura democrática, continuado por Virgilio Barco. Sin embargo, distintos poderes se opusieron a ella, tanto desde la legalidad como la ilegalidad. Se intentó llegar a un acuerdo de paz con las guerrillas, lo que incluyó dar participación política con la creación de la Unión Patriótica (UP). Sin embargo, desde la Comisión se señaló que el resto de actores (poder político regional, narcotráfico y fuerzas militares) se unieron en contra del intento de democratización. Fue en este contexto en el que tuvo su mayor caldo de cultivo el paramilitarismo. También las guerrillas intentaron negociar, pero el mismo tiempo aprovecharon estos espacios para el fortalecimiento militar. “Hubo algo de ingenuidad y también de traición” de ambas partes, expresó el informe. Esto último se tradujo en hechos como el palacio de justicia, el genocidio de la UP y el asesinato de cuatro candidatos presidenciales. Sin embargo, las intenciones de apertura sirvieron para una de las mayores aperturas democráticas del país: la Constitución de 1991.
Con la promulgación de la Carta Magna se preveía una apertura democrática, por la inclusión en la arena política de las comunidades ignoradas durante décadas. El aumento de la participación estuvo acompañado por el reconocimiento de los derechos de pueblos afros e indígenas, pero la amplia competencia política a la que no estaba acostumbrada el bipartidismo y la sangrienta década de los 90 por el auge de la coca y el petróleo fueron aún más potentes que los avances que se lograron con la Constitución. El informe califica este intervalo como “la gran guerra”, en la que la expansión del narcotráfico, los combates por los territorios de comunidades vulnerables y la guerra antidrogas atizaron la guerra.
Las guerrillas radicalizaron su actuar y sus discursos, mientras que el narcotráfico y el paramilitarismo permearon varias esferas de la sociedad y la clase política. “La disputa militar y política fueron dos caras de una misma moneda”, dice el documento sobre una etapa en la que ambos bandos ampliaron sus enemigos más allá de los actores armados, y la guerra se ensañó, entre otros, con políticos, empresarios, líderes sociales y estudiantes. La Comisión estima que esa “gran guerra”, en la que hubo una violación de derechos humanos sin precedentes, dejó el número más alto de víctimas de todo el conflicto.
Poco hicieron los gobiernos de Ernesto Samper y Andrés Pastrana, que tuvieron tantos intentos por establecer la paz como decisiones en pro de la guerra. Además, no se caracterizaron propiamente por su gobernabilidad lo que derivó en el robustecimiento del proyecto paramilitar, que atacó sin distinción a la población civil. Las masacres y desplazamientos arreciaron, también con responsabilidad de las guerrillas, y para el final del milenio hubo incluso alianzas entre ambos bandos: las disputas de territorios y rentas ilícitas entrelazaron sus caminos, algo en lo que poco pudo y quiso intervenir el Estado. “Se enfrentaron, pero también hicieron pactos espurios”.
El paramilitarismo ganó más espacio. Sus tentáculos cooptaron narcotraficantes, fuerza pública y clase política, lo que en cierto modo estandarizó algunos de sus modelos, mientras que las guerrillas, cada vez más apartadas de cualquier ejercicio político, explotaron a más no poder las ganancias cocaleras y trataron de convertirse en un Estado paralelo en ciertas regiones del país. Y así, la súplica de paz que hubo en su momento, se desvaneció y poco a poco se convirtió en un clamor de seguridad.
El tramo definitivo
Las banderas de la seguridad las asumió el gobierno de Álvaro Uribe. Con esa apuesta arrasó en las urnas y se consolidó un nuevo panorama político en el que la izquierda también ganó algo de espacio y se empezó a generar una dinámica muy similar a la que dominó el escenario electoral hasta los comicios de este año. A partir de 2002, combatir a la guerrilla y recuperar los espacios que había ganado se convirtió en una prioridad y en eso se invirtió tanto dinero, tiempo y estrategia como fue posible. Incluso, de acuerdo con el informe, si esto implicaba abrirle espacios económicos y políticos a otras fuerzas contrainsurgentes como paramilitares y narcos.
Si bien empezó a menguar el poder a la guerrilla, que no tenía ningún apoyo político debido a su empeño en ejercer la violencia, creció la polarización porque desde el Estado se empezó a vincular todo tipo de discurso de izquierda con la insurgencia. Eso escaló a un punto solo comparable con la violencia bipartidista que, de hecho, desapareció en este tramo para dar paso a un antagonismo entre lo que años más tarde se convirtió en el uribismo y la izquierda. Fue una época de “detenciones arbitrarias, estigmatización y, en muchos casos, violaciones de los derechos humanos”, en la que mucho tuvo que ver que desde buena parte de la institucionalidad se haya apoyado la lucha contra la insurgencia a cualquier precio.
Si era cuestión de vencer, para muchos los dos periodos del gobierno Uribe fueron una primera cuota para someter a la guerrilla. No se logró disminuir el narcotráfico, hubo ejecuciones extrajudiciales y en muchas regiones se recrudeció la guerra, pero el Estado logró posicionar la narrativa de que “cada guerrillero muerto demostraba que el país tenía mayor seguridad y que el Ejército era el héroe de esa gesta”. Tal fue así que se intentó, sin éxito y por inconstitucional, un tercer período de gobierno de Uribe, que tuvo que legarle su capital político a un Juan Manuel Santos que se la jugó por la solución dialogada con las guerrillas y se diferenció de su antecesor en admitir que había conflicto armado en el país.
A pesar de esa premisa, el gobierno Santos también atacó a la guerrilla, con la diferencia de que reconoció que el conflicto de casi medio siglo había dejado más de 9 millones de víctimas y territorios afectados que el Estado debía reparar, con lo que por supuesto se generó una fractura con Uribe. Pero así pavimentó el camino hacia un diálogo nacional, que derivó en el Acuerdo de Paz que, para la Comisión que surgió de esos diálogos, “cerró un largo ciclo de idas y venidas entre la guerra y la búsqueda de la paz”.
Queda mucho para que Colombia pase la página de la guerra, pero quedan varias reflexiones. En cuanto al escenario meramente político, el Informe recomienda a los partidos que revisen todo el historial de la relación con el conflicto y pidan perdón al país por haber sido partícipes de los horrores de la guerra. También les sugieren “prometer al país que nunca más apelarán a la muerte, la amenaza o el exilio en la competencia por el poder político”, lo que podría ser un impulso para que la ciudadanía entienda que en una democracia es normal la existencia de sectores plurales y, por tanto, la alternancia del poder.