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No solo en Colombia, sino por toda Colombia: a todo lo largo y todo lo ancho, como tan a menudo escribimos los periodistas. Pero esta vez la fórmula resulta de una precisión espeluznante, porque a los militantes y simpatizantes de la Unión Patriótica (UP) los exterminaron con minuciosidad casi matemática: hubo muertos en Bogotá y en Medellín y en la vereda Patio Bonito, en Cundinamarca, y en la plaza de Segovia, en Antioquia, donde un escuadrón de paramilitares apiló medio centenar de cuerpos mutilados, y también en las trochas de San Juan de Arama en la vastedad del Meta, y en las calles hirvientes de Barrancabermeja, y los hubo en cantidades epidémicas en las regiones del Ariari-Guayabero, del Magdalena Medio y del Urabá, y en las lindes del Darién, al municipio de Unguía lo convirtieron en una fosa común a cielo abierto, y en lo alto de los páramos del sur, desde donde arranca su encarnizada persecución del mar, al furioso río Cauca lo llenaron de cadáveres. Casi todos son nombres de ciudades y de pueblos, no de batallas, porque las víctimas no eran combatientes: eran civiles. Una estremecedora lección de geografía: el mapa de Colombia dibujado con la sangre de la UP. >(Recomendamos: Video en el que la Corte IDH explica las razones de la conndena por el “exterminio” de la UP).
Todo esto lo pudo constatar la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), que hace unas semanas condenó al Estado colombiano por el exterminio de la UP –el partido político surgido a mediados de los ochenta durante las conversaciones de paz entre las Farc y el gobierno de Belisario Betancur-. Lo condenó porque encontró pruebas suficientes de una colaboración activa y a veces entusiasta de agentes estatales, mezclada con altas dosis de aquiescencia y pasividad, en los seis mil crímenes cometidos contra los integrantes de la UP, entre los cuales descuellan más de tres mil asesinatos y medio millar de desaparecidos: cifras que, juntas, doblan la de las víctimas no letales. Porque de lo que se trataba no era de herir u hostigar a esos “guerrilleros disfrazados de civil”, sino de matarlos, o de esfumarlos si era posible, para dejar “limpio” el país. Unas fuerzas militares paranoicas consideraron a la UP una mera extensión de la guerrilla, pese a que esta, desde 1987, se había desligado por completo de la lucha armada. La odiaron, la repudiaron, la estigmatizaron, la persiguieron y, al final, trataron de aniquilarla con macabro éxito.
Ese es el argumento medular de quienes sostienen que fue un genocidio. Algo con lo cual la Corte IDH no está de acuerdo. Encapsulada en la rigidez de las normas jurídicas, con su voz mesurada, un poco inexpresiva, la Corte IDH opina, apoyada en un argumento formalista, que no existió tal genocidio. Los tratados internacionales contemplan el genocidio por razones religiosas, étnicas, nacionales y raciales; pero no políticas. De manera que, tras un exhaustivo análisis, dicho tribunal concluyó que lo que pasó con la UP fue un crimen contra la humanidad, algo que parece menos grave pero no lo es. Es distinto. (Lea otro ensayo de Tomás Uprimny sobre la fallecida lideresa de derechos humanos Fabiola Lalkinde).
Compuesto a partir de genos –tribu, en griego antiguo- y cidio –del latín cidere, matar-, genocidio es una noción inventada por Raphael Lemkin, un abogado polaco y judío nacido en Lviv. Por su lado, crimen contra la humanidad es un concepto concebido por Hersch Lauterpacht, un abogado polaco y judío nacido en Lviv. Ahí hay una historia bellísima que cuenta Philippe Sands, un abogado que no nació en Lviv, aunque su abuelo judío sí. Su libro Calle Este-Oeste (2016) es una larga, densa, meticulosa biografía de esos dos juristas que nacieron y vivieron casi durante la misma época en la misma ciudad, donde padecieron la furia del “gobierno” de Hans Frank –el abogado personal de Hitler apodado el Carnicero de Polonia–, que tuvieron amigos y familiares calcinados en los mismos campos de la muerte, y que sin embargo llegaron a conclusiones antagónicas. Sus libros son, en verdad, cosas muy distintas, desahogos del alma que resuenan en tonalidades opuestas. Lo curioso es que hayan sido escritos precisamente por ellos dos, Lemkin y Lauterpach, dos polacos que recorrieron las mismas calles forradas de pasquines antisemitas que fomentaban la violencia contra el judío: contra el judío, siempre en singular, “der Jude”, porque para los nazis no había diferencia entre un judío y otro, todos eran intercambiables y por lo tanto igualmente extirpables (por eso es tan peligroso cuando los líderes de la extrema derecha colombiana se refieren “al mamerto”).
La distancia que separa a Lemkin de Lauterpacht es grande y sutil al mismo tiempo. Para Lemkin, lo importante es el genocidio; lo obsesionan esos momentos en que se mata a la gente por el hecho tautológico de pertenecer al grupo al que pertenecen. En contraste, Lauterpacht arguye que la ley debe proteger al individuo, no al grupo, y que el asesinato de individuos, si se enmarca en un plan sistemático o un contexto masivo, constituye un crimen contra la humanidad. La nuez del asunto reside en la intención. Imaginemos una matanza de diez mil personas pertenecientes a un mismo pueblo. Diez mil colombianos, digamos. Para catalogarlo como genocidio, habría que demostrar el empeño en destruir a los colombianos –como grupo, como clan-, mientras que, para encasillarlo como crimen de lesa humanidad, no haría falta tal intención.
Cuando en 1945 los aliados se encerraron a discutir el destino de los jerarcas sobrevivientes del Tercer Reich, se encontraron frente a un camino bifurcado: o genocidio, o crimen contra la humanidad. Prefirieron irse con Lauterpacht, porque les parecía muy complicado probar penalmente un genocidio, y lo es, y porque eran unos hipócritas: los gringos no querían que el fantasma del genocidio se les devolviera como un búmeran y terminaran rindiendo cuentas por las leyes racistas de Jim Crow. Así, la palabra genocidio apareció furtivamente en las acusaciones, pero no en la parte resolutiva de las sentencias: ningún nazi fue condenado por genocidio. Muchos, en cambio, sí lo fueron por crímenes contra la humanidad.
Un poco más tarde, en 1948, el frustrado Lemkin obtuvo su revancha con la aprobación en la ONU de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. Lo que alguna vez Churchill llamó el “crimen sin nombre” adquiría, por fin y para siempre, un nombre oficial. Desde entonces, con paso lento pero seguro, como narra Phillipe Sands, el genocidio se convirtió “a los ojos de muchos como el crimen de crímenes, una jerarquía que parece sugerir que el asesinato de un gran número de personas consideradas como individuos resulta de algún modo menos terrible”. Un escalafón que, en vez de arrojar luz sobre los hechos, los distorsiona. Un crimen contra la humanidad, alega Sands, es tan grave como un genocidio. Hay que decir que el derecho internacional, que los castiga con mismo rigor, lo respalda.
Se pueden nombrar varias atrocidades de dimensiones industriales que no son genocidios. La esclavitud, por ejemplo, en la que predomina una voracidad crematística: la de explotar económicamente a los negros, incompatible con su exterminio físico. O bien las terribles purgas lideradas por Stalin, o la Revolución Cultural promovida por Mao. O las bombas venenosas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. O la cólera de Franco que pasó a cuchillo a la mitad de España.
Si los crímenes contra la humanidad son numerosos, las composiciones genocidas no faltan: a la de los nazis contra los judíos en las cámaras de gas se le suman la de los otomanos contra los armenios en las hogueras humeantes de carne humana y la de los hutus contra los tutsis a golpe de machete entre los pastizales. También existen los “actos de genocidio”, sin que por ello todo se englobe dentro de un genocidio. Como sucedió en Guatemala, donde tuvo lugar una desgastante y desgastada guerra civil manchada de arrebatos genocidas en contra de ciertas comunidades etnolingüísticas mayas, como el de aquel pelotón de kaibiles que asoló la aldea de Las Dos Erres y terminó empujando vivas a las madres con sus bebés a un pozo de treinta metros de profundidad, hasta rebosarlo.
Pero, y en fin, ¿lo de la UP es, acaso, un genocidio? La Corte IDH dice que no, mientras que muchos decimos que sí. No solo porque nuestro Código Penal, más amplio, por fortuna, sí incluye el genocidio político, sino también porque de la mudez de los datos se desprende, al menos en mi opinión, un genocidio con todas sus letras, uno encaminado a suprimir un conjunto específico de hombres y mujeres con una delimitada y reconocible identidad: pertenecer a la UP.
Un baño de sangre como el que presidió Colombia puede fácilmente conducir a una nación a la locura, salvo que la locura lo preceda. En un país enajenado y oscuro, la UP tuvo la valentía de imaginar el porvenir en términos escandalosamente diferentes (que además eran los más bellos): amor al prójimo, fidelidad a la vida, voluntad de justicia, compasión por los tullidos y una nueva, resplandeciente actitud del corazón. Por ese pecado, que no es considerado como tal en otras comarcas porque lo llevan grabado en su conciencia pública, la UP cayó en la mira de un régimen fariseo que por fuera parecía bonito, con sus corbatas sin arrugas y sus discursos patrióticos, pero por dentro estaba repleto de huesos muertos. (Aunque no todos los huesos estaban muertos, claro: también hubo quienes, al precio de la suya, defendieron la vida desde las entrañas mismas de ese Estado malhechor).
La discusión entre crimen contra la humanidad y genocidio parece baladí. No lo es. Emplear bien esos dos conceptos, con sus agobiantes matices, equivale a entender bien la realidad. Lemkin creía, con razón, que apresar la esencia del genocidio era el primer paso para prevenirlo. Lo mismo sucede con la idea sembrada por Lauterpacht. Resulta indudable el virtuosismo con el que ambos zurcieron sus artefactos jurídicos (para placer de sus lectores), razón más que suficiente para rescatarlos del olvido, y sin embargo lo que los eleva al ámbito de la grandeza humana es un aspecto que nada tiene que ver con el derecho: en un acto espléndido de libertad intelectual, estos dos hombres trataron de recomponer el mundo que habían amado y que la máquina de conquista alemana redujo a una montaña de cenizas, dolor y tristeza. De lo que tal vez no se dieron cuenta, pero nosotros sí, es de que al tratar de recomponerlo, también lo salvaron y lo redimieron, porque el hálito de ese mundo carcomido por la negrura del horror todavía palpita en las páginas de sus libros como un resplandor de pálidos colores, en memoria de los asesinados.
Quedará pendiente una tarea: la de labrar, entre todos, como en los versos que Antonio Machado dedicó a su amigo fusilado, un gran túmulo de piedra y sueño sobre una fuente donde llore el agua, y eternamente diga: el crimen fue en Colombia.
A todo lo largo y todo lo ancho.