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El pasado de violencia paramilitar
La historia del uso partidista de la violencia letal en Colombia es bastante larga. Por eso, resulta preocupante que tantos ciudadanos justifiquen –e incluso exijan– que haya ciudadanos armados o que la fuerza pública respondiera con bala a los manifestantes en el reciente paro.
Estas actitudes han llevado a varios exterminios políticos en los últimos 76 años. Durante la dictadura conservadora de Laureano Gómez, la violencia estatal se dirigió hacia liberales, comunistas y todos aquellos que el régimen consideraba “peligrosos”. En la década de los sesentas, cuando la Guerra Fría y el Frente Nacional coincidieron, los vigilantes de las alianzas internacionales y del pacto bipartidista tildaron el descontento y la protesta social de “enemigo interno”, lo cual avivó la insurgencia armada.
En los ochenta, el narcotráfico impulsó políticos antirreformistas y sectores de las fuerzas militares y de policía pusieron a su servicio su capacidad de violencia en varias regiones. Antes de que la década acabara, cuatro candidatos presidenciales de partidos alternativos fueron asesinados, sin contar políticos y activistas sociales que también cayeron frente a una violencia con mayor o menor participación del Estado. La Constitución de 1991 buscó garantizar la participación política de más actores, pero sus resultados han sido limitados.
En los noventa, la “guerra sucia” le ganó el pulso a la legalidad y al respeto de los derechos humanos, y se convirtió en el instrumento para enfrentar a unas Farc fortalecidas. Los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y otros grupos, financiados por el narcotráfico y asociados con unidades militares y de policía causaron una de las peores tragedias humanitarias recientes.
De acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1995 y 2004 hubo alrededor de 150 mil asesinatos selectivos que incluyeron milicianos de las guerrillas, políticos de oposición, dirigentes sindicales y sociales, defensores de derechos humanos o simples sospechosos de auxiliar a la guerrilla. Los altos mandos militares y las élites políticas permanecieron impávidos ante estos hechos.
Hubo también oportunistas que aprovecharon e incluso promovieron el desplazamiento forzado de los campesinos para apropiarse de sus tierras. En 2011, el gobierno de Juan Manuel Santos reconoció públicamente el nefasto efecto humanitario del conflicto armado y expidió la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras que había sido saboteada por las dos administraciones de Álvaro Uribe, quien insiste en que en Colombia no hubo conflicto armado.
La doctrina Vietnam
La presión por “acabar con la guerrilla” impulsada por la seguridad democrática de Uribe propició que los militares acabaran con la vida de muchos guerrilleros antes de que lograran que se desmovilizaran y que asesinaran civiles para presentarlos como bajas en combate.
En junio de este año, Santos reconoció ante la Comisión de la Verdad que la administración de Uribe propició una crisis ética en las Fuerzas Militares al impulsar el “conteo de cadáveres” (del inglés bodycount) o la doctrina Vietnam, aunque Uribe insiste en que nunca aplicó dicha doctrina.
Santos también reveló que en un principio se negó a aceptar que los miembros del Ejército estuvieran asesinando civiles para presentarlos como bajas de combate, pero que el general (r) Álvaro Valencia lo hizo entrar en razón y le aconsejó ver a los guerrilleros como adversarios y no como enemigos, “pues a los primeros hay que derrotarlos y a los segundos hay que eliminarlos… y los guerrilleros también son colombianos como usted y yo”.
Tras una investigación exhaustiva, en marzo de este año la JEP reveló que ha documentado al menos 6.402 casos de “muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes del Estado”, cifra que podría aumentar en el avance de la investigación. El fin de estos asesinatos era mostrar un parte de victoria militar, obtener beneficios y demostrar que las FARC estaban cada vez más debilitadas. Estos hechos ocurrieron en todos los departamentos del país e incluyeron las ocho divisiones del Ejército.
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El Informe de la JEP
La historia nacional hace que el Informe de la Unidad de Investigación y Acusación publicado por la JEP el pasado 1 de julio resulte desconcertante. La entidad asegura que en 27 ciudades, encabezadas por Cali, hubo grupos de civiles armados que buscaban intimidar o lastimar a los manifestantes del Paro Nacional. Además de disparar y golpear manifestantes, los miembros de estos grupos hicieron grafitis con siglas asociadas a grupos paramilitares y difundieron vídeos celebrando la “justicia” a mano propia.
Justificada está así, la preocupación de la JEP por la respuesta del Gobierno frente a la protesta social, pues no hay garantía alguna de la no repetición de violaciones de derechos humanos que contempla el Acuerdo de la Habana.
Las agencias de seguridad pública deberían esforzarse por obtener más información sobre los grupos de civiles que promueven el uso de la violencia, pues solo así será posible desarrollar estrategias que permitan combatir ese fenómeno. La primera pregunta que surge al ver los vídeos que muestran civiles armados es si forman parte de grupos organizados o son individuos aislados.
Si en efecto se trata de organizaciones, es importante saber qué tanto alcance tienen y cuál es su relación con la fuerza pública. Si se trata de individuos dispersos como aparentemente es el caso de Andrés Escobar, el civil armado del barrio Ciudad Jardín de Cali, es necesario esclarecer qué tipo de contexto motiva a un ciudadano a disparar a plena luz del día –así lo hiciera con un arma no letal– y por qué la policía no intentó detenerlo, como se observa en varios vídeos.
¿Qué tienen en la cabeza los policías que estuvieron presentes en actos violentos perpetrados por civiles armados y no hicieron nada? Se trata de personas que han asistido a cursos de derechos humanos y tienen entrenamiento para usar proporcionalmente la fuerza letal. Fueron evidentes durante el paro nacional los legados de las prácticas violentas del pasado. Lo que hace que todo esto sea más grave es que según el informe de la JEP situaciones similares no ocurrieron solo en Cali, sino en 27 ciudades.
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Para saber si estos grupos pueden denominarse paramilitares es fundamental obtener información sobre sus vínculos con las fuerzas policiales y los cuerpos de seguridad. No toda la violencia letal ejercida por civiles que sea tolerada o incitada por la fuerza pública puede llamarse paramilitarismo. Conocer con precisión si hay o no relaciones entre los grupos armados civiles y la seguridad del Estado permitiría desmentir las acusaciones de los sectores de la oposición que señalan que estos grupos son tolerados y protegidos por la policía y por políticos cercanos a Duque. La claridad del gobierno no sobra en este tema, más cuando se avecinan las presidenciales.