Las objeciones contra la JEP: ¿quién debe defender la Constitución?

Duque objetó la ley estatutaria de la JEP por motivos de conveniencia, aunque en realidad sus reparos fueron de constitucionalidad. Y el punto es importante.

Farid Samir Benavides*
30 de marzo de 2019 - 07:00 p. m.
Iván Duque Márquez, presidente de Colombia.  / Óscar Pérez - El Espectador
Iván Duque Márquez, presidente de Colombia. / Óscar Pérez - El Espectador
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El 10 de marzo pasado, el presidente Duque objetó parcialmente la ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Como se trataba de un proyecto de ley estatutaria, la Corte ya había hecho un control previo de constitucionalidad. Por lo tanto, el Presidente no tenía competencia para objetar el proyecto por inconstitucionalidad, sino que tenía que decir que objetaba la inconveniencia de la ley.

Sin embargo, como ha mostrado el ex magistrado Jaime Córdoba Triviño, las objeciones presidenciales en realidad aluden tanto a la constitucionalidad de la medida como a las decisiones anteriores de la Corte Constitucional. Algunos sectores dicen que el Congreso es competente para decidir sobre estas objeciones, dado que formalmente son de conveniencia. Pero si notamos que las objeciones en realidad no son de conveniencia sino de constitucionalidad, el Congreso tendría que hacer un juicio jurídico y no político. Dicho más sencillamente: el Congreso no podría analizar las objeciones y debería exigir al presidente la sanción de la Ley Estatutaria.

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¿Quién defiende la constitución?

Carl Schmitt, el jurista alemán, sostuvo que el más adecuado para defender la constitución era el presidente del Reich, pues tenía mayor representatividad política que el Congreso. Hans Kelsen respondió inmediatamente a la propuesta de Schmitt con un texto titulado ¿Quién debe ser el guardián de la Constitución? Para Kelsen, la Corte Constitucional sería la encargada de proteger la Constitución, pues el conflicto sobre la interpretación de la constitución es un tema jurídico que debe ser resuelto por un juez.

En Colombia, durante muchos años, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado tuvieron la competencia para resolver acciones de constitucionalidad. La Corte Suprema se ocupaba de resolver las demandas sobre la constitucionalidad de leyes y decretos-ley, mientras que el Consejo de Estado revisaba la constitucionalidad de los decretos ordinarios.

Bajo la Constitución de 1886, el presidente podía declarar el estado de sitio y la Corte Suprema no podía revisar los decretos sino en cuanto a su relación de causalidad con el motivo que había invocado el gobierno declarar esa situación excepcional. En el caso de las demás normas legales, la Corte si podía revisar su constitucionalidad, pero solo a posteriori y como consecuencia de una demanda específica.

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Igual que hoy, el presidente podía objetar los proyectos aprobados por el Congreso por inconveniencia o inconstitucionalidad. Si el Congreso decidía no aprobar las objeciones, la decisión final le correspondía a la Corte Suprema. Bajo la Carta de 1886, la Corte era el órgano final de decisión de las disputas sobre constitucionalidad y, por tanto, ella debía proteger la constitución.

La Constitución de 1991 creó un tribunal especializado para decidir si una norma se ajustaba o no a la Constitución: la Corte Constitucional. Una de las novedades de la Constitución del 91 fue incluir un control previo de la Corte Constitucional sobre las leyes estatutarias. Lo cual a su vez implica que la discusión sobre constitucionalidad no se puede abrir nuevamente. Por tanto, si la ley es estatutaria, el presidente solo puede objetarla por razones de conveniencia.

¿Y en el caso de la JEP?

Las objeciones de conveniencia dependen de criterios políticos o “prudenciales”. La norma puede ser perfectamente constitucional, pero el presidente considera que no debe aprobarse por razones de prudencia política. Por eso el órgano político por excelencia, el Congreso, es el encargado de decidir sobre este segundo tipo de objeciones.

En la sentencia C-051 de 2018, la Corte sostuvo que aunque las objeciones presidenciales pudieran verse como un modo de limitar las competencias legislativas del Congreso, éstas no son un poder de veto. Por el contrario, son expresión del principio de la colaboración armónica entre las ramas del poder público. Si el presidente objeta un proyecto de ley, “la Constitución prevé que el proyecto objetado total o parcialmente deberá volver a las cámaras a segundo debate”. Después de analizar los reparos del Ejecutivo, el Congreso decide si acoge o no los reparos. En caso de que el proyecto haya sido objetado por conveniencia y el Congreso rechace los argumentos del ejecutivo, el presidente queda obligado a sancionar el proyecto de ley.

Dicho de otra manera, el órgano de cierre de las objeciones de conveniencia es el Congreso de la República. El presidente cumple su función de control, argumentando las razones políticas por las cuales las leyes no deben ser aprobadas, pero si el Congreso decide no aceptarlas, no le queda al presidente otra salida que sancionar la ley sin mayores dilaciones. Si las objeciones son de constitucionalidad y se trata de una ley ordinaria, el Congreso puede aceptarlas o negarlas. Si pasa esto último, dado que se trata de un juicio jurídico, el órgano de cierre es la Corte Constitucional. Una vez que la Corte decida sobre estas objeciones, al presidente no le queda más que sancionar la ley con las eventuales correcciones o ajustes que haya indicado la Corte. Si el presidente no sanciona la ley, puede incurrir en responsabilidad penal o disciplinaria.

Como dije más arriba, en el caso de una ley estatutaria, el control de constitucionalidad ya fue ejercido previamente por la Corte. Por eso en el caso actual, no es posible que el Congreso analice las objeciones presidenciales. El Legislativo debe afirmar que las objeciones aluden a la constitucionalidad del proyecto y por lo tanto son improcedentes. En caso de que el presidente insista en objetar el proyecto por razones de constitucionalidad, se le deben aplicar las sanciones penales y disciplinarias correspondientes.

*Profesor de la Universidad Ramón Llull – Blanquerna y analista de Razón Pública.

Esta publicación es posible gracias a una alianza entre El Espectador y Razón Pública. Lea el artículo original aquí. 

Por Farid Samir Benavides*

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