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Los desafíos de la Constitución de 1991

Humberto de la Calle, quien fuera ministro de Gobierno (1990-1993) y representante de la administración Gaviria ante la Asamblea Nacional Constituyente, reflexiona sobre los valores estratégicos de la carta política, su aporte para la construcción de una nueva sociedad, sus fortalezas y riesgos.

Humberto de la Calle*
17 de abril de 2021 - 02:00 a. m.
Los desafíos de la Constitución de 1991
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Se ha escrito profusamente sobre la Constitución, su gestación y su trámite. Hoy me propongo mirar hacia el futuro. ¿Cuál es el panorama? ¿Qué puede pasar no solo con su vigencia, sino con su capacidad de permear la sociedad? Para ese propósito, haré un breve recuento de los valores estratégicos incorporados en ella. En segundo lugar, una evaluación de lo que ha ocurrido durante su imperio, no tanto desde una perspectiva jurídica sino en el plano de la evolución de la sociedad. Y, por fin, una mirada al futuro: fortalezas y riesgos.

Núcleo estratégico

El arsenal estratégico de la Constitución tiene varios componentes: el pluralismo es la piedra de toque. Y el motor de mayor incidencia en la configuración de una sociedad más abierta es el libre desarrollo de la personalidad. Nada influyó más en la germinación espiritual de una sociedad más emancipada.

En segundo lugar, la vigorización de la carta de derechos, complementada por dos elementos. Por un lado, el cierre de la brecha entre la Constitución y el juez. Antes de 1991, la carta era un compendio de intenciones que requería la intermediación de la ley, lo cual no pocas veces paralizaba su eficacia. Haber dicho que la Constitución es norma de normas no fue retórica. Fue la manera de destruir la posible capacidad obstruccionista de la ley en el terreno de los derechos fundamentales.

Y el instrumento de la tutela significó un diseño de poder acorde con esa idea. La república remolona en derechos se adormecía en la inercia de Congreso y Ejecutivo. La tutela transfirió dosis importantes de poder a los jueces, con la esperanza de que el cambio viniese por allí. La Corte Constitucional, como locomotora poderosa, amplió el margen de acción. Se incluyeron algunos derechos sociales a través de la jurisprudencia.

La Constitución recogió el acervo de garantías propias del estado de bienestar. Este fue un salto gigantesco. Lo que ya era común en Europa aquí apenas era balbuceo. Cómo sería que a la sección para atender a los pobres en los hospitales públicos se le denominada “pabellón de caridad”. Este acopio conceptual, que antes de 1991 era muy tímido, fue disparado al futuro. Se dijo que la Constitución le quedaba grande a Colombia. Por fortuna, porque se convirtió en guía.

El modelo económico, fuera del ancla de la libertad de mercado, permitió la amplitud necesaria para que los gobiernos ejecutaran su política sin que la Constitución fuera un escollo. Instaurar el derecho a la competencia, no como privilegio del empresario sino como derecho del ciudadano, fue una revolución. Esa noción de economía abierta se articuló alrededor del concepto de solidaridad, que era el canal para que el estado de bienestar pudiese convertirse en realidad.

Y para evitar algún desmadre, de manera simultánea se creó una junta independiente de la banca central, comprometida con la moneda sana. Del 28 % de inflación el 5 de julio de 1991 se pasó a las cifra del 3 %, incluso antes de la pandemia.

Estos treinta años

El arranque fue enérgico. El empuje de la Corte Constitucional inundó la reflexión nacional. Fueron los años dorados. Todos los días descubríamos un ladrillo de un país nuevo. No obstante, se fueron abriendo brechas peligrosas entre la locomotora de la Corte, los vagones intermedios de la élite política y los vagones de cola donde habitaba la Colombia olvidada, en la que persistían los lastres del pasado.

La incidencia de los fallos solo era interiorizada culturalmente en capas altas de la sociedad y en parte del establecimiento. Ante un Congreso huidizo y acobardado, la Corte tuvo que llegar a los confines del control constitucional para impulsar emanaciones de los valores constitucionales ante el silencio del Congreso. Esa fue una primera desarticulación, porque nueve magistrados, sin representación electoral, tuvieron que echarse sobre los hombros (por fortuna) la tarea del impulso y el liderazgo.

Pero algo de deformación constitucional fue el efecto secundario. Los temas que encarnaban serios dilemas culturales se fueron abriendo paso a codazos, sin deliberación suficiente en los foros habituales: la sociedad y el Congreso. Fuera de los muros del Palacio de Justicia la discusión ha sido escasa. Y ya en la cola, hay una sociedad al garete, preocupada por afugias diarias de pancoger, que no tiene tiempo ni espacio para constitucionalismos. Una gran clase media ocupada en su designio aspiracional y consumerista y una Colombia andrajosa, traspasada de crimen y abandono, sometida al diario flagelo de la violencia.

La paz se acercó en el Acuerdo del Teatro Colón, pero la persistencia del lastre que nos ha acompañado durante más de medio siglo no cede aún. Se requiere paciencia, podría decirse; pero, más que eso, también se requiere que quienes obstruyen el camino de la paz pierdan influencia.

En resumen, a ese arranque vigoroso se le ha atravesado un cierto reflujo. Un pasado conservadurista sigue presente, y sobre él se quiere reconstruir un enjambre autoritario cuya nostalgia por el pasado es visible.

El futuro

Aunque Echandía dijo que nuestra democracia era un orangután con sacoleva, no se puede desdeñar el esfuerzo de construcción de una sociedad que buscó de manera afanosa el sendero de la democracia liberal. Casi total ausencia de golpes de Estado, ejercicio sincrónico del sufragio, libertades en marcha con pocas excepciones... Aunque fuese sacoleva, era un sacoleva valioso. Aunque haya visiones que condenan el Frente Nacional, no es desacertado decir que exhibió una impronta republicana y un notable propósito modernizador; si se quiere, podría ubicarse en el terreno de la centro-derecha.

La violencia guerrillera, sin embargo, fue moviendo más la sociedad hacia el orden por encima de la libertad. De modo que comenzó a aparecer una derecha franca que no callaba su nombre. El propósito de eliminar la violencia de la política, cristalizado en el Acuerdo de fin del conflicto, tuvo su réplica en la injerencia, ahora sí desembozada de una derecha de la derecha, altisonante y ramplona, que ha venido a ser el fenómeno nuevo en esta singladura.

La mayor amenaza a la Constitución viene de allí. No tanto de las notables deficiencias de la carta, por ejemplo en el fallido campo de la justicia, las cuales son todas enmendables. No es eso. La derecha de la derecha promueve una democracia iliberal. Es allí donde está presente el mayor riesgo, porque afecta no determinadas previsiones normativas, sino la esencia misma de la sociedad plural.

Temo que no estemos leyendo bien el futuro. Creemos que basta con desacreditar de manera burlona los exabruptos de algunos de sus líderes. O que la turbidez de su entono es suficiente garantía para que prevalezcan orientaciones razonables.

Pero quizá no veamos que esa tendencia iliberal, que no solo aparece en Colombia, está recogiendo una inconformidad subyacente. La izquierda ha perdido el vigor de la utopía. Lo que vimos en los años 60 en París y acá se ha marchitado. La izquierda se ha abroquelado en la democracia representativa y se ocupa ahora de su defensa. La tarea de la rebeldía ha ido a parar a manos de libertarios violentos, perseguidores de aberraciones (así las llaman) y antifeministas sin pudor. Esta es también una rebelión contra el Estado, los impuestos y el buenismo de lo políticamente correcto, pero es sobre todo un llamado contra el pluralismo.

El Estado de opinión, que pretende usar la democracia referendaria contra la esencia del pluralismo, que no es solo el respeto a las ideas ajenas sino un esquema de coexistencia de poderes diferenciados, es la mayor amenaza. Cuando Guillermo Botero, exministro de Defensa, dijo que la única protesta válida es la que lleva a cabo una sociedad totalmente unificada no solo estaba diciendo una tontería, estaba desnudando ese anhelo del pasado: una sociedad sin fisuras.

* Especial para El Espectador

Por Humberto de la Calle*

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