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Viví mi adolescencia en Bogotá en la época de las bombas. Fue entonces una salida al mundo difícil desde donde se le vea... Fueron dos estallidos sincrónicos, uno con más pinta de implosión que de explosión. La incertidumbre era algo común y la incomprensión también: ‘¡qué nos espera!’, y ‘¡qué he hecho para merecer esto!’ eran expresiones usuales para mi madre, para el país, y para mí.
La bomba del DAS se escuchó como un rugido lejano; la del Quirigua tuvo conocidos alrededor; la bomba de la 93 se sintió cerca... Pero fue la muerte de él lo que desencadenó mi interés por la violencia: el video, el registro en vivo, el escenario de mi casa. En estos días se cumplieron 34 años del magnicidio de Luis Carlos Galán, para ser exactos el pasado 18 de agosto. El 18 es también mi día oficial de cumpleaños, y no soy del 89. Ya daba pasos de infante crecidita en ese momento.
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En un ambiente de violencia cotidiana y de gran impacto fue un homicidio que marcó mi historia y la de muchos. Lo vi en mi casa, en la intimidad del comedor donde estaba el televisor: vi cómo sonreía y levantaba los brazos para luego caer abaleado en medio de un caos que años después se supo que era programado. He repetido esas imágenes innumerables veces en mi cabeza, y recuerdo con nitidez el silencio, el miedo, la noche. Aún me resulta impactante.
Ese día aprendí la expresión toque de queda, aunque creo que de hecho no fue declarado, emergió de forma espontánea en mi barrio y en mi familia, seguramente como una reminiscencia del homicidio de Gaitán, convertido en historia de frustración, terror y supervivencia para varias generaciones. También liberal, también precandidato, también de gesto combativo, también g, a, a, n. Apaguen las luces, hablen bajito... También: ¡Protégenos, Dios Santo!.
No fue un asesinato transmitido en directo pero se sintió en vivo, en el hogar. Aunque en mi casa no dejó de sonar el radio, no fue de a oídas como lo vivieron los de la generación del 9 de abril del 48. Las imágenes empezaron a circular pasadas solo una o dos horas después. No eran imágenes silenciosas: el ruido de las ráfagas, una banda musical... También conocí sobre su vida, al día siguiente, y asistí a su funeral, en directo, por la tele. Ese día aprendí la palabra hecatombe, pronunciada por su hijo en el cementerio central; una palabra que he renovado con rostros e historias constantemente.
Era una niña. Nos mataron la esperanza, creo que escucho desde entonces, y sobre todo tras cada magnicidio, otra palabra aprendida a punta de repeticiones: antes habían matado otro candidato como Pardo Leal, y les sucederían otros dos: Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro. Y muchos más.
La memoria es siempre selectiva, en mi caso: una lista finita de muertes, y una lista más corta de recuerdos dolorosos o sensibles, llenos de sentido. Mi memoria no es la de la vivencia, ni como víctima ni como victimario (simplificando dramáticamente el asunto). Mi memoria de la violencia pasa por muchos filtros, uno de los más importantes: los medios masivos de comunicación.
Ahora mismo decidí repetir la transmisión del 18 de agosto de 1989 del Noticiero Nacional. Las imágenes y el relato del camarógrafo sobre ellas tienen centralidad. El relato es dirigido por el periodista a la explicación de lo que se está viendo; el miedo del camarógrafo y el desconcierto del periodista no se sobreactúan ni reclaman protagonismo; no se regodean en una previsible zozobra social o política. No deja de conmoverme.
¿Cómo hubiera sido hoy?
Encontré estas líneas útiles para describir lo que actualmente se ve en un noticiero: “videos de corta duración, mezclando audios y animaciones que hacen sumamente atractivo el contenido, sin embargo (...) carece de controles estrictos acerca del contenido expuesto en los videos”. De acuerdo, totalmente. ¡El problema es que esta cita alude al tik tok! Dicho de otro modo: en efecto, enfrentarse (literalmente) a los noticieros nacionales es asistir a una seguidilla de videos o productos de gran dinamismo y poco contenido.
Las instantáneas del horror, o su prefabricación, junto a la explotación del dolor y la violencia convierten al dolor y la violencia en objetos desechables, aunque eso sí, rentables. Los noticieros de los canales de mayor audiencia nacional parecen seguir una línea editorial concebida para el consumo y el olvido inmediato. El gran agravante, comparado con la red social, es que los noticieros cumplen una función pública, no son una red privada, y están construyendo un público a su medida, sin reparar en las repercusiones políticas ni sociales. La memoria desaparece. La violencia se rutiniza, más; se domestica, más.
Algunos dirán que siempre ha sido así, y en parte tienen razón. Solo me queda añadir que ahora es peor. Decidieron competir por lo bajo... Los noticieros nacionales actuales (no incluye la red independiente) tienen la misma seriedad que un tik tok.
Pd. Tengo la respuesta a la pregunta planteada con anterioridad: habría sido, sin duda, otro desastre.
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