María José Pizarro: en el nombre del padre

Una de las hijas de Carlos Pizarro regresa a Colombia con una exposición sobre su padre como personaje histórico. Estará hasta marzo en el Museo Nacional.

Alfredo Molano Jimeno
14 de noviembre de 2010 - 08:14 p. m.
María José Pizarro.
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“A mí seguro me van a matar muy pronto: por favor no me olviden”, eso fue lo último que me dijo la noche anterior a que lo mataran. Estábamos en una reunión en un restaurante con todos sus amigos y se sentía el fervor de la candidatura de mi padre, de la vida sin escondernos, de la alegría de poder encontrarnos en un lugar cualquiera. En un momento él nos llamó a mi hermana y a mí para decirnos algo aparte. Claudia tenía 18 años y yo 12. Recuerdo que ella le dijo: “Carlos, tú no te estás poniendo el chaleco antibalas”, y él contestó: “El chaleco no sirve para nada, si me quieren matar me dan un tiro en la cabeza”.

Al otro día, me levanté al colegio, era uno de esos días grises bogotanos y yo, que no soy de días grises, me sentía algo oscura. También, hay que decirlo, tenía un examen de matemáticas y soy malísima para los números. Nada podía salir bien ese día. Después del primer recreo entré a clase y de pronto llegó el director de primaria y dijo que necesitaba a María José Pizarro. Yo no dije nada, me asusté porque nadie me conocía por mi verdadero nombre. El profesor contestó que la única María José que había no era Pizarro. Con una seña el rector me pidió que lo siguiera. Salimos del salón y bajamos las escaleras y cuando abrió la puerta de su oficina yo vi a mi mamá y a la mujer de Álvaro Fayad llorando. No me tuvieron que decir nada más. Después sólo recuerdo los goterones de sangre de la rampa de Previsión y el momento en que alguien gritó “¡Mataron a Carlos Pizarro!”.

Mi papá decía que él era como el coronel Aureliano Buendía, que había peleado cien batallas y no había ganado ni una, y que al igual que el coronel, quería morir en un taller de alquimia haciendo pececitos de oro, porque eso requiere tal nivel de concentración que olvidaba los horrores de la guerra, y yo, que estudié joyería en Barcelona, me di cuenta de que es así, que es un mundo tan íntimo que tú empiezas a olvidar lo otro. Yo le hice su pescadito.

Yo nací en el 78 y el robo de las armas del Cantón fue en diciembre de ese año, era un bebé. En ese momento mis papás ya habían entrado en la clandestinidad. Cuando empezó la caza de brujas a los militantes del Eme ellos se fueron de Bogotá, porque si nos cogían con ellos era terrible. Al rato los cogen presos y a partir de entonces los veíamos el primer domingo de cada mes. Mi mamá estaba presa en Bucaramanga y él en La Picota porque era pedido por el Consejo de Guerra. Mi mamá salió por pena cumplida, pero mi papá tuvo que esperar hasta la amnistía de Belisario en diciembre del 82. Después de eso nos fuimos a Cuba, con todos los cuadros del Eme. Al regresar empezó la época de los diálogos de Corinto y la catástrofe del Palacio de Justicia. Después empieza ese momento de exterminio del M-19 porque todos fueron asesinados extrajudicialmente. La gente que conocimos en el 82 ya no estaba viva en el 86 y la situación se pone muy dura.

En ese momento salimos exiliados a Francia. Yo tenía ocho años, viví hasta los 10 con mi abuela y mi tía paterna. Regresé en pleno secuestro de Álvaro Gómez. Era una situación muy angustiante, había hombres rondando la casa, llamaban a mi mamá y le decían que tenía algo que ellos buscaban, y decidimos vender la casa en 15 días y nos fuimos para Ecuador. Allá estuve un año, hasta que mi papá nos llama y nos dice: “Yo estoy empeñado en hacer la paz”. Era diciembre de 1988 y aún no había diálogos ni nada, entonces vinimos y pasamos la Navidad con él. Fue una noche hermosa en una finca en Mesitas del Colegio, me acuerdo de los voladores, de la chimenea prendida y nosotros felices. Por esa época empezó a usar el sombrero y el bigote porque era una forma de esconderse entre los campesinos. Luego volvimos a Ecuador, recogimos las cosas y nos regresamos a Colombia en junio del 89.

Con todos esos viajes yo vivía como en un sueño. Pasaba de colegios y perdí años y años. A mi no me recibían en ningún colegio, porque nadie quería tener a la hija de Carlos Pizarro, y me lo decían. Eso era una pelea tenaz, porque mi familia no era sólo mi papá, ellos eran tres hermanos en la guerrilla.

Entré a estudiar al Liceo Francés cambiándome el apellido. En ese momento estaban en la tregua de Santo Domingo y las condiciones de seguridad cambiaron radicalmente. En algún momento subimos al campamento y estuvimos cuatro días con él. Eso fue un momento que recuerdo mucho, era un lugar lindísimo, un valle, estábamos en un resguardo indígena muy humilde, en condiciones muy precarias, mi papá estaba muy flaco, comían muy mal, pero fue muy bonito porque por fin lo pude ver después de mucho tiempo.

En el colegio yo no le podía decir a nadie que era hija de ellos. Mi mundo era interior, de puertas para adentro, y para afuera era la hija de una diseñadora textil y de un comerciante y si me preguntaban decía que no estaban. A mí me educaron para hablar lo menos posible. A mi hermana por ejemplo en los interrogatorios le mostraban las fotos de mi papá y ella decía que no los conocía y tenía ocho años. Tú sabías que le estabas protegiendo la vida a tus papás y no la podías embarrar. Aprendía a oír que mi papá era un guerrillero hijueputa, y me lo tenía que tragar. No decía nada. Así crecí.

Cuando se firma la paz, nos llenamos de ilusión: fue como “sobrevivió, no lo mataron”, y soñábamos cosas juntos. Vivir en una casa con una habitación, el regalo de cumpleaños y empezamos a soñar. Me acuerdo mucho de la candidatura de la alcaldía. Recién llegado del monte él me llevaba a todos lados hasta que mi mamá le dijo que no, que no me llevara más a ningún lado.

Tras el asesinato de mi papá quedamos en una situación económica desastrosa y no había dinero para estudiar. En ese momento estaba en crisis y decidí irme a ver por qué ellos se habían ido a pelear y me habían dejado. Uno piensa en el abandono. Arranqué a viajar por toda Colombia. Quería vivir desde adentro ese mundo contra el que ellos se habían rebelado. La pobreza cuando te toca es distinta a cuando es una pobreza por elección. Yo la elegí y busqué saber qué había pasado con mi historia y quería saber cuál era el mundo que les producía tanta incomodidad como para tomar las armas. Viajé tres años por Colombia y después por Suramérica. Ahí quedé embarazada.

Yo miraba el mapa y decía “me tengo que ir cada vez más lejos”. La historia aquí me pesaba demasiado, sentía que aquí no había espacio para mí, y el hecho de tener una hija y en una situación tan difícil, me hizo ponerme en el lugar de ellos. Regresé a Colombia y en el 2002 volví a salir porque sentí que los espacios aquí volvían a cerrarse y que no había lugar para que mi hija creciera. La misma historia se revolvía y se me venía encima.

Me fui a España, que me acogió, y allá empieza otra historia. Entonces viene un proceso de catarsis personal. Llegué con mi hija de 2 años, y no conocía a nadie. Tenía que rebuscarme: repartir volantes, limpiar casas, cuidar niños. Después de un tiempo desperté y empecé a estudiar diseño de joyas. Mi proyecto de joyería es un camino a la memoria, fusiono historia y estética. Entonces inicié mi proyecto. La idea era recoger la historia de Carlos Pizarro, lo que había quedado: cartas, fotos, libros, lo que sobrevivió a los allanamientos de los militares. Ellos se llevaron casi toda la casa: los álbumes, las fotos, los libros, los patines de mi hermana, la alcancía. Así empecé a recoger sus pasos, fui indagando más y más. Me obsesioné por la historia. Esta investigación ha durado nueve años.

Mi mente de grande lo entiende, pero mi corazón de niña no, se pregunta por qué no estuvieron. Lo que creo que me dejó mi papá fue su faceta pacifista, porque no creo que él fuera un hombre casado con las armas y creo que la dejación de armas fue su madurez personal, porque más que cualquier cosa él era un rebelde: se rebeló a su clase, a la educación privada, a los militares, a las Farc y hasta a su propia concepción de la guerra. Él era un hombre capaz de reinterpretarse.

amolano@elespectador.com

Por Alfredo Molano Jimeno

 

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