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Memorias de una revolución

De cómo estudiantes universitarios lograron, en marzo de 1990, crear una séptima papeleta que le abrió el camino a la Constitución que hoy rige a Colombia.

Daniella Sánchez Russo
05 de junio de 2011 - 07:35 p. m.
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Agosto 25 de 1989. Nadie hablaba en medio de la marcha. Las cabezas bajas, las caras tristes, desesperanzadas. Eran rostros que podían reflejarlo todo, menos los pensamientos. Eran ideas efervescentes que se empezaban a fraguar en medio de la derrota. El candidato presidencial Luis Carlos Galán había sido asesinado siete días atrás y aquella mañana, como contracultura del Estado de sitio que había declarado el entonces presidente Virgilio Barco, y en protesta contra la violencia que vivía Colombia, 25.000 personas, la mayoría estudiantes, protestaron en la capital del país.

El acto, que fue convocado por estudiantes de la Universidad del Rosario, se conoció como la Marcha del Silencio (la primera Marcha del Silencio la encabezó Jorge Eliécer Gaitán semanas antes de su asesinato, en 1948). Según uno de los participantes de la réplica de 1989, el abogado Óscar Guardiola, lo que se vivió ese día fue “una experiencia de verdadera democracia”.

En ese momento el país estaba devastado y dividido. La guerra del narcotráfico cobraba sus cuentas a través de carros bomba, secuestros, extorsiones y homicidios selectivos. Era la época del narcoterrorismo de Pablo Escobar Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha, del exterminio de los miembros de la Unión Patriótica a manos del paramilitarismo y de la desmovilización del M-19, entre otros hechos. El día a día era de aterradores y oscuros episodios, como el asesinato de Héctor Abad, del director de El Espectador, Guillermo Cano, de las masacres de Mejor Esquina, Honduras, El Tomate o Segovia, que llenaban la cotidianidad de estupor y de duelo.

El presidente Virgilio Barco había planteado primero un plebiscito para buscarle camino a una reforma constitucional a través del pueblo, que los partidos políticos convirtieron en un proyecto de acto legislativo en el Congreso. En el segundo semestre de 1989, mientras el narcoterrorismo golpeaba, la reforma tomaba forma. Sin embargo, a última hora un grupo de congresistas le añadió a la iniciativa un eventual referendo para que los colombianos decidieran sobre la extradición de colombianos. Precisamente la razón por la que la mafia había convertido a Colombia en un baño de sangre.

Las evidencias eran recientes. El 27 de noviembre explotó un avión de Avianca con 107 inocentes a bordo; y el 6 de diciembre detonó un bus bomba frente al edificio del DAS en Bogotá. Entonces el presidente Barco comprendió que los colombianos, aterrorizados y confundidos, no estaban en posición de contestar con neutralidad a la engorrosa pregunta de la extradición y prefirió echar atrás la reforma antes que acceder al referendo.

Pero la Marcha del Silencio había forjado una pequeña revolución entre los estudiantes. Según Guardiola, la lectura de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, o el rock independiente de bandas como The Cure, The Clash, Pixies y Tropicalia apuntaban hacia el mismo mensaje: “El mercado y la política se habían convertido en un organismo depredador del que había que alejarse”. Un horizonte que sirvió a la decana de Derecho de la Universidad del Rosario, Marcela Monroy, y al jurista Fernando Carrillo para convocar a sus estudiantes a realizar mesas de trabajo y buscar soluciones a través del movimiento que llamaron “Todavía podemos salvar a Colombia”.

Ya no eran románticos sin fundamento. Ahora creían en la opción de una Asamblea Constituyente para realizar la reforma que no pudieron concretar los políticos. Y de sus reflexiones surgió la idea luminosa: junto a los votos por la consulta liberal de alcaldes, diputados, concejales, senadores y representantes a la Cámara, introducir una séptima papeleta en las elecciones del domingo 11 de marzo de 1990 en la que se leyera textualmente: “Voto por una Asamblea Constituyente convocada por el pueblo”.

Con el aval de la rectoría de la Universidad del Rosario y el apoyo de otras universidades, se gestó el proyecto. Se buscaron fondos para imprimir la papeleta y divulgarla y pronto los medios de comunicación acogieron la idea. El Estado Social de Derecho cobraba forma en las manos de la gente. Bandas musicales como Sociedad Anónima comenzaron a escribir letras de rebelión: “Profunda conmoción causó en el país la nueva suspensión de libertad condicional, a todo el que hallasen con algo en su nariz, será considerada todo un criminal”. El orden de aquel desorden de violencia imperante se alteraba por fin.

Algunos se apresuraron a decir que la séptima papeleta era inconstitucional, pero hasta las Farc reconocieron que la veían como una opción hacia la paz. Los líderes del recién desmovilizado M-19 la acogieron como propia. “Lo que se buscó fue ampliar la carta de derechos, darles fuerza interna a las normas de derechos humanos y buscar mecanismos más directos de protección”, recuerda hoy el director de la corporación DeJusticia, Rodrigo Uprimny, quien entonces apoyó el movimiento desde la Comisión Colombiana de Juristas.

El dilema era que la Registraduría no contara los votos de la convocatoria estudiantil. Sin embargo, en un acto que Fernando Carrillo calificó de “patriotismo”, el organismo electoral determinó que si bien no contaría los votos, tampoco iban a anularse. Y fue victoria. Más de dos millones de votos contaron los estudiantes. Un éxito que llegó a ser ejemplo en Latinoamérica. Una revolución pacífica y sin sangre, se diría. Luego Barco dejó su legado: cinco meses antes de terminar su mandato, expidió un decreto para que en las presidenciales de mayo las papeletas por la Constituyente fueran contabilizadas por la Registraduría. Esta vez el éxito fue mayor.

La gente del movimiento “Todavía podemos salvar a Colombia”; los estudiantes que apoyaron la Séptima Papeleta; la sociedad que creyó en el grito de las nuevas generaciones; Marcela Monroy, Fernando Carrillo, Juan Miguel de la Calle, Catalina Botero, Óscar Guardiola, Rodrigo Uprimny, entre todos dieron un nuevo aire a la democracia. Lo demás fue la convicción de las instituciones de que la Constituyente era una conquista social que nadie podía parar. El gobierno Gaviria la apoyó, la Corte Suprema de Justicia le dio su beneplácito, los colombianos eligieron delegatarios y entre el 4 de febrero y el 4 de julio de 1991 nació la Constitución que hoy rige a Colombia.

Por Daniella Sánchez Russo

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