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Hace un año en plena campaña electoral para la Presidencia de la República, como siempre pasa cuando se acercan las elecciones, aparecen las familias de los candidatos y sus parejas, y no falta la pregunta del millón: ¿quién será la próxima primera dama? Pero nadie se pregunta, ¿para qué una primera dama?
En Colombia el rol de primera dama no es considerado como un cargo de servidor público, no tiene ninguna potestad para realizar contratos, ni para manejar personal. El rol de primera dama se resume a temas de protocolo, obras de beneficencia pública y de bienestar social. Sin embargo, tiene y ha tomado una relevancia dentro del imaginario político y social, como si fuera importante saber quién es la primera dama, pero no qué hace, a qué se dedica, ni qué piensa de este país.
En nuestro país ninguna primera dama ha jugado un papel más allá de ser la esposa perfecta. Ni Jacky Strauss, ni Nohora Puyana, ni Lina Moreno, ni Tutina, ni María Juliana, ni Verónica Alcocer, nuestra más reciente primera dama, han sido mujeres que rompan con el deber ser de una primera dama colombiana.
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A primera vista son impecables, madres entregadas, bien vestidas, si son reinas de belleza aún mejor, simpáticas, dulces, una mezcla entre la madre Teresa de Calcuta y Lady Di. Son mujeres de buena familia, de la élite bogotana, o de la élite de provincia, prudentes al punto que ni les conocemos la voz.
Son preferiblemente mujeres sin pasado, sin carreras profesionales, o sin proyectos autónomos que puedan competirle al proyecto de sus maridos de ser presidentes. Son las sombras de estos hombres y de su búsqueda de poder, y cuando llegan al poder, estas mujeres son simplemente quienes están al lado apoyando, cuidando y sonriendo. Como cualquier pareja tradicional.
Esta figura totalmente anacrónica se representa como caritativa, con fotos de las primeras damas abrazando niños enfermos, niños indígenas, ancianos, y cualquier forma de vida vulnerable, pero nunca van más allá de la imagen de lo buenas que son, y de lo colonialistas, clasistas y reprochables que puedan llegar a ser sus fotos.
Nunca hemos visto en nuestro país a una primera dama que actué de manera contundente frente a ningún tema, o que sea una aliada de los derechos de las mujeres, aún menos feminista, o que rechace este cargo.
Pero tal vez tuvimos la esperanza de que un gobierno de izquierda y progresista reflexionara sobre este papel de la primera dama, y le fuera a dar un vuelco como está pasando en Chile con Irina Karamanos. O como la pareja del expresidente Rafael Correa, Anne Malherbe Gosselin, que describió el rol como clasista, y la pareja de Andrés Manuel López Obrador, Beatriz Gutiérrez Müller, que ha continuado con su trabajo de profesora universitaria. Gutiérrez Müller le dijo al Washington Post que no veía porque ella debería cambiar su trabajo para acompañar a su esposo, si fue él quién cambió de trabajo. Al igual que Jill Biden esposa de Joe Biden, quién es la primera en tener un trabajo remunerado por fuera de la casa blanca, como profesora en el Northern Virginia Community College.
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En cambio, Verónica Alcocer ha seguido los pasos de las primeras damas tradicionales colombianas, y hasta más.
Una figura tan poco democrática que debería dejar de existir en el gobierno del cambio, del fin de las élites en el poder, y de las mujeres, pero con Verónica Alcocer nos hemos encontrado con una figura tradicional que no tiene ningún interés en darle un giro.
Esperábamos tal vez ver una primera dama comprometida con los derechos de las mujeres, con posiciones políticas firmes frente a las violencias basadas en género, y defensora de los derechos de la niñez, más allá de posturas asistencialistas.
Tampoco esperábamos una primera dama que interfiriera en el gobierno, ni que ofreciera puestos como hizo con el ICBF, ni que presionara para que amigas suyas obtuvieran la nacionalidad colombiana exprés y un gran cargo en el gobierno nacional. Y aún menos para que se apareciera en el congreso de la república en pleno primer debate de la reforma de la salud. O que acompañara a una senadora un día después de la posesión presidencial a radicar un proyecto de ley sobre género, en el que ni siquiera estuvo presente la vicepresidenta.
Una primera dama que actúa como un político tradicional de vieja data, está lejos de lo que esperamos del prometido cambio, de un gobierno de mujeres emancipadas, y sin pelos en la lengua.
A un año de ganar Gustavo Petro las elecciones, seguimos esperando el hecho revolucionario de la primera dama, que se atreva a celebrar el fallo histórico de la despenalización del aborto, que se atreva a celebrar el 8M, y que se politice. Porque la idea de que la primera dama se dedique únicamente a la caridad ha sido una forma de despolitizar y quitarle agencia política a la figura. A una figura que, sin agencia política, es mejor que deje de existir, porque no sirve para gran cosa.
Sería mucho mejor que nuestros mandatarios o mandatarias tuvieran parejas con vidas propias, sin vivir en la sombra del patriarcado que las expone como caballos de paso fino, sin la opinión pública que las fiscalice, y con seguramente mucho más que hacer y ser, que la esposa de.
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