¿Por qué en Colombia es poco probable un golpe militar?, según Eduardo Pizarro
Fragmento de “Ni golpes militares, ni golpes civiles. La tradición civilista en Colombia (1831-2024)”, libro del sello editorial Debate en el que el investigador se pregunta: ¿Está Colombia condenada a vivir una ruptura institucional hacia un régimen abiertamente autoritario? ¿O es posible que las élites dirigentes logren un acuerdo de cara a 2026?
Eduardo Pizarro * / Especial para El Espectador
Introducción
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Introducción
Este libro surgió de una manera inesperada. En los días previos a la posesión de Gustavo Petro como presidente de la República tuve una cena en la embajada de un país latinoamericano y el tema central giró en torno a la posibilidad de un golpe militar para impedir el acceso al primer mandatario de izquierda en la historia del país. Frente a quienes planteaban que había altas probabilidades de una intervención militar, yo argumenté, por el contrario, que la ausencia de una tradición golpista en Colombia se iba a mantener inalterada.
Mi postura se basaba no solamente en las muy escasas intervenciones militares que ha conocido el país, sino, igualmente, en el cambio de la política de Estados Unidos hacia América Latina, que había dejado de apoyar los golpes militares como un mecanismo recurrente para consolidar la “pax americana”.
Con respecto a la tradición civilista, vale la pena subrayar que Colombia ha sido, por encima de Costa Rica —así cause asombro este dato—, el país de América Latina que ha vivido menos años bajo gobiernos militares o cívico-militares. En el siglo XIX, desde que se conformó como nación autónoma, es decir, desde la disolución de la Gran Colombia el 21 de noviembre de 1831, solo tuvimos el gobierno de facto del general José María Melo en 1854, que duró escasos ocho meses. Y, en el siglo XX, aun cuando se trató más de gobiernos cívico-militares que de gobiernos militares propiamente dichos, solamente los gobiernos sucesivos del general Gustavo Rojas Pinilla y la Junta Militar de Gobierno entre 1953 y 1958, un poco más de cinco años (tabla 1). En comparación, Argentina, solo en el siglo XX, tuvo doce gobiernos militares; en Paraguay, Alfredo Stroessner gobernó 34 eternos años, más 5 meses y 17 días, entre 1954 y 1989; y Augusto Pinochet estuvo ejerciendo el poder 17 años en Chile (1973-1990).
Tabla 1. Gobiernos militares o cívico-militares en Colombia:
General José María Melo: 17 de abril de 1854 - 4 de diciembre de 1854, 8 meses
General Gustavo Rojas Pinilla: 13 de junio de 1953 - 10 de mayo de 1957, 4 años
Junta Militar de Gobierno: 10 de mayo de 1957 - 7 de agosto de 1958, 1 año y 3 meses
Ahora bien, a diferencia del golpe inicialmente incruento del general José María Melo —pero que terminó desatando una guerra civil conocida como la Revolución de 1854—, el gobierno de Rojas Pinilla se podría calificar como una dictablanda. Este término nació en España al final del reinado de Alfonso XIII, en 1930, cuando el general Dámaso Berenguer sustituyó al también general Miguel Primo de Rivera, el “cirujano de hierro”, al frente del gobierno. La expresión fue utilizada por la prensa para referirse a la indefinición del nuevo gobierno, pues ni continuó con la dictadura corporativista de su antecesor, ni restableció plenamente la Constitución de 1876, ni convocó a elecciones para designar una asamblea constituyente como exigía la oposición republicana. El parecido con la conducta asumida por el gobierno del general Rojas Pinilla es simple y llanamente sorprendente.
En todo caso, la Junta Militar de Gobierno que lo sustituyó, y en contra de las expectativas del propio general Rojas —quien creía que pasada la tormenta, la Junta lo iba a llamar de nuevo a la conducción del Estado—, acordó con las élites liberal y conservadoras el retorno a los gobiernos civiles mediante el Frente Nacional. De hecho, Colombia sería unas de las cuatro naciones de América Latina —con México, Costa Rica y Venezuela— que no sufrirían golpes militares en el ciclo militarista que vivió la región tras la Revolución cubana a inicios de 1959.
Más allá de recurrentes “ruidos de sables”, es decir, serias desavenencias en torno al manejo del orden público entre un presidente y uno o varios altos mandos que ha vivido el país en las últimas décadas, la mayor alarma de un golpe militar tuvo lugar en 1985 bajo el gobierno de Ernesto Samper (1994-1998). Me refiero a las visitas que realizaron algunas personas influyentes al embajador de los Estados Unidos Myles Frechette —el “procónsul”, como lo denominaba Jaime Garzón en sus inigualables sátiras políticas— buscando obtener el aval de Washington para tumbar al mandatario y conformar un gobierno cívico-militar, y el rechazo rotundo de Frechette a estas pretensiones golpistas.
Las últimas tensiones públicas entre un mandatario electo y un alto oficial tuvieron lugar a mediados de 2022, cuando Gustavo Petro ya había vencido en la segunda vuelta en las elecciones presidenciales y el comandante del Ejército, Eduardo Zapateiro, dio antes y después de su solicitud de retiro (22 de julio de 2022) declaraciones bastante altisonantes. Sin embargo, en una entrevista con la revista Semana publicada el 24 de junio de 2022, el general Zapateiro frente a la pregunta: “¿Es posible un golpe de Estado en Colombia, sí o no?”, respondió de manera enfática. “Jamás, nunca. Eso es muy mal visto ya en el mundo y creo que no está en el pensamiento, la mente, el alma y el corazón de todos los colombianos, y menos entre nosotros los militares. Somos respetuosos de la Constitución y la ley”. Así mismo, cuando el coronel (r) John Marulanda, expresidente de la Asociación de Oficiales Retirados de las Fuerzas Militares de Colombia (Acore) llamó poco después a “defenestrar” al presidente Petro, su invocación causó molestia en la institución militar orgullosa de su tradición civilista.
Es más. Mientras que el primer presidente de izquierda en la historia de Colombia se pudo posesionar en paz el 7 de agosto de 2022, un año antes, el 6 de enero de 2021, el presidente Donald Trump buscó desconocer los resultados electorales que le habían resultado desfavorables incitando a sus seguidores a la toma del Capitolio en Washington, en una clara movilización de carácter insurreccional. Y, un año más tarde, los seguidores de Jair Bolsonaro intentaron con muy escasa imaginación repetir el mismo guion. Qué contraste.
De hecho, desde hace mucho tiempo los golpes militares ya no son el pan de cada día en América Latina, a diferencia, por ejemplo, del continente africano, en donde en los últimos años estamos asistiendo a una nueva y fuerte oleada de intervenciones castrenses que han afectado recientemente a varias naciones, tales como Malí, Chad, Guinea, Sudán, Burkina Faso y, más recientemente, a Níger y Gabón.
Los últimos dos golpes militares o cívico-militares exitosos en América Latina fueron en Paraguay y Honduras. El primero tuvo lugar entre el 2 y el 3 de febrero de 1989, cuando el general Andrés Rodríguez destituyó a su consuegro, el general Alfredo Stroessner, poniendo punto final a 35 años del stronato, como fue denominado este gobierno infame en Paraguay. El segundo fue el 28 de junio de 2009, cuando el presidente Manuel Zelaya fue derrocado y expulsado de Honduras por las Fuerzas Armadas, atendiendo órdenes de la Corte Suprema de Justicia. Pero, en este caso, se trató más de un golpe cívico-militar que de un golpe militar propiamente dicho, pues fue Roberto Micheletti, entonces presidente del Congreso Nacional, quien asumió el cargo como sucesor de facto. Y, a pesar de las expectativas de los manifestantes bolsonaristas —que se tomaron la plaza de los Tres Poderes en Brasilia el 8 de enero de 2023— de un golpe militar en su respaldo, este no se produjo.
Ahora bien, lo excepcional de la historia política de nuestro país —ante todo, tras el difícil período de la construcción nacional en el siglo XIX— han sido, igualmente, las escasas rupturas institucionales en el siglo XX y lo que va del siglo XXI alimentadas por gobernantes civiles, tales como las que se han vuelto tan comunes en Perú en años recientes, desde Alberto Fujimori hasta Pedro Castillo.
La distinción entre golpes militares y golpes de Estado es indispensable para nuestro análisis, pues, si bien todo golpe militar constituye un golpe de Estado, no todo golpe de Estado se origina en un golpe militar. De hecho, en Colombia hubo desde 1831 tres golpes de Estado de inspiración civil en sentido estricto: por una parte, el derrocamiento de Mariano Ospina Rodríguez en 1863 mediante la única guerra civil triunfante que hubo en el país; y, de otra parte, la sustitución de hecho de los presidentes en ejercicio en 1877 y en 1900 en detrimento de Tomás Cipriano de Mosquera y Manuel Sanclemente.
Ahora bien, si a los golpes de Estado en sentido estricto —es decir, que conllevan el desplazamiento del poder de manera irregular de un mandatario electo— añadimos las rupturas institucionales generadas por presidentes en ejercicio que, debido a diferentes circunstancias, tomaron la decisión de cerrar el Congreso de la República o declarar nula la Constitución vigente y convocar una asamblea constituyente a imagen y semejanza de la ideología del gobernante, el cuadro sería más amplio. En efecto, a los tres golpes de Estado en sentido estricto (1863, 1877 y 1900) podríamos agregar los casos de Rafael Reyes (1905) y Mariano Ospina Pérez (1949), quienes por diversos motivos decidieron cerrar el Congreso de la República y gobernar mediante normas de excepción; así como la decisión arbitraria del presidente Rafael Núñez, en la que declaró en 1885, desde el balcón del Palacio Presidencial, que “la constitución de 1863 ha dejado de existir”; y la convocatoria de una Asamblea Constituyente en 1952 por parte del presidente encargado, Roberto Urdaneta, en abierta contravía de las normas constitucionales vigentes en aquel entonces.
La distinción entre los golpes de Estado —en sentido estricto— y las rupturas institucionales —en sentido amplio— es una fuente de un agudo debate en la historiografía colombiana. Aun así, es clave constatar dos hechos: de una parte, que ha habido más quiebres institucionales de origen civil que de origen militar; y de otra parte, que en nuestro país han predominado de manera abrumadora los mandatarios electos mediante el voto, ya fuese indirecto o directo, y que las rupturas institucionales han sido, desde una perspectiva comparada con el resto de América Latina, muy escasas.
En efecto, mientras que en otros países de América Latina los golpes de Estado han sido un rasgo distintivo de su proceso de construcción nacional, basta mencionar que según el Coup d’État Project del Cline Center for Advanced Social Research de la Universidad de Illinois —la base de datos más seria sobre golpes de Estado a nivel mundial— solo entre 1945 y 2023 en Bolivia hubo 17 “transferencias irregulares del poder” exitosas, nueve en Argentina y ocho en Ecuador y Panamá, es decir, que la inestabilidad institucional ha sido un rasgo característico del devenir histórico de estas naciones. Por el contrario, en Colombia, el rasgo más notable ha sido la sorprendente continuidad de sus procesos electorales. Por ello me arriesgué a titular este libro Ni golpes militares, ni golpes civiles, dado su carácter excepcional.
Sin embargo, y a pesar de esta larga y sólida tradición, tras el segundo año del gobierno de Gustavo Petro se despertó en el país un clima generalizado de “conspiranoia”, con denuncias a la izquierda y a la derecha de la inminencia de una ruptura institucional.
En el primer caso, muchos analistas situados en el campo de la izquierda comenzaron a sostener que, si bien los golpes militares habían desaparecido del panorama en América Latina debido a su hondo desprestigio, estos habían sido reemplazados por “golpes suaves”, “blandos” o simplemente “no tradicionales”, los cuales ya no adoptan el rostro adusto de un Videla o un Pinochet, sino el semblante más amable de un mandatario o mandataria civil, con objeto de ocultar su origen ilegal. Este sería, por ejemplo, el caso en Bolivia con la renuncia de Evo Morales un mes antes de terminar su período presidencial y la asunción al poder de Jeanine Áñez el 12 de noviembre de 2019, o la caída del presidente Pedro Castillo en Perú y su sustitución por Dina Boluarte el 7 de diciembre de 2022.
Otros analistas situados a la derecha empezaron a afirmar, por su lado, que lo que había realmente sustituido a los golpes militares como mecanismo para ejercer el control absoluto del Estado habían sido las “democracias iliberales” —según el término popularizado por el periodista Fareed Zakaria—, las cuales, si bien mantienen una apariencia republicana, en realidad constituyen sistemas autoritarios, como podrían ser el caso de Donald Trump o el de Jair Bolsonaro, situados ambos a la derecha; o el de Daniel Ortega y Nicolás Maduro, situados a la izquierda del espectro ideológico. Y, añadían, que este es el proyecto que tenía Petro in pectore, alarma que se agudizó con la propuesta del presidente de convocar una asamblea constituyente y el temor de que esta fuera el instrumento para buscar su reelección inmediata para 2026 o, al menos, para su reelección mediata tras un período presidencial en 2030.
En este clima de acusaciones cruzadas desde uno u otro polo político, los analistas empezaron a preguntarse si no estábamos, a pesar de la prolongada estabilidad del país, ad portas de una ruptura institucional.
Colombia se encuentra actualmente, sin duda, en un clima de honda incertidumbre, pues, debido a la persistencia del conflicto armado interno e, incluso, de su agravamiento en los últimos años con la emergencia de un alto número de organizaciones criminales transnacionales, la superposición de una crisis política con un orden público alterado es altamente explosiva.
Los analistas más optimistas argumentan que es muy improbable que en Colombia prospere una democracia iliberal, debido a la fortaleza de nuestra tradición electoral, el civilismo de las Fuerzas Militares y la solidez de sus instituciones, ante todo, de sus altas cortes (Corte Constitucional y Corte Suprema de Justicia) y de los organismos de control, ante todo, la Contraloría General de la República y el Ministerio Público (Procuraduría General de la Nacional y la Defensoría del Pueblo), los “anticuerpos democráticos”, como los denomina el profesor Steven Levitsky. Es decir, la plena vigencia de la división y el equilibrio de los poderes públicos, y su función de frenos y contrapesos para evitar que uno u otro se extralimite.
Sin embargo, en la otra esquina, analistas más pesimistas argumentan que dado el clima de polarización creciente, nos hallamos próximos a una honda fractura nacional, cuyo impacto a nivel de las instituciones se podría traducir, ya sea en un final anticipado (explosivo e indeseable) del actual gobierno, ya sea en su endurecimiento y su deseo de permanecer en el poder a cualquier costo.
No disponemos de una bola de cristal para predecir el futuro. Sin embargo, la defensa de la tradición democrática del país debería ser un compromiso de todos los colombianos sin distinción alguna, por encima de las diferencias ideológicas.
Los distintos centros de pensamiento que evalúan el estado actual de las democracias en el mundo (tales como Freedom House) muestran, en general, un gran pesimismo. Afirman que, tras el derrumbe del imperio colonial europeo, la caída del Muro de Berlín y el declive del campo socialista, así como el colapso subsiguiente de la Unión Soviética, la expansión de los regímenes democráticos había generado un gran optimismo global —Francis Fukuyama lo denominó en un momento de gran euforia el “fin de la historia”, entendida como el fin de los enfrentamientos entre ideologías adversas y el triunfo de la democracia liberal—, pero en los últimos años han resurgido aquí y allá multitud de regímenes autoritarios. Incluso, la Rusia de Vladimir Putin y la China de Xi Jinping han desplegado una feroz propaganda afirmando que hay diversos modelos de democracia, incluyendo, afirman sin ningún pudor, los despóticos regímenes que uno y otro lideran con mano de hierro.
¿Está Colombia condenada a vivir una ruptura institucional hacia un régimen abiertamente autoritario, ya sea de derecha o de izquierda, como ocurre aquí y allá en el mundo? ¿O, por el contrario, es posible (además de deseable) que las élites dirigentes y sus bases de apoyo encuentren una vía para la construcción de unos “acuerdos sobre lo fundamental”, que incluyan, ante todo, la celebración de elecciones con plenas garantías para la oposición en 2026, para así evitar una crisis generalizada y conservar la larga tradición civilista que ha caracterizado el devenir de nuestro país?
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. EDUARDO PIZARRO LEONGÓMEZ. Es profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia. Fue presidente de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) e integró la Junta Directiva del Fondo de Víctimas de la Corte Penal Internacional. También se desempeñó como embajador en Holanda y ante la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ).