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La idea de “paz completa” o “paz total” de la que están hablando, tanto el nuevo gobierno como los que lo apoyan en diferentes espacios, apunta a la toma de decisiones pragmáticas que consigan desarmar estructuralmente a muchos de los grupos que, con amplia capacidad de perturbación, dominio territorial, uso de armamento de distinto tipo, relaciones con factores institucionales (pero también capacidad para enfrentarlos), control de las comunidades y numerosas ramificaciones, pululan por el territorio colombiano. Esto, por supuesto, tiene en cuenta, no solo a los individuos armados o a quienes aparecen en los carteles de “Se Busca”, sino a quienes han estado detrás, muchas veces taimadamente, lucrándose de la existencia de estructuras violentas y actividades ilegales que han dejado millares de víctimas a lo largo de los años. (Más: ¿Por qué la “Paz Total” sería política de Estado?).
También pretende que, además de acallar las armas, limitar las fuentes de financiación ilegales y neutralizar sus conexiones con quienes las amparan en la legalidad, se haga una intervención estructural por parte del Estado que permita a las comunidades contar con condiciones económicas, sociales, políticas y de tranquilidad para desarrollar su existencia. (Lea otro análisis de Petrit Baquero, sobre la vicepresidenta Francia Márquez).
Si bien la perspectiva de “paz total” ha generado críticas de los sectores opositores al gobierno, se sustenta en que hay grupos —verdaderas estructuras— que constituyen factores de poder real impulsados por numerosas fuentes de financiación ilegal, que, en la búsqueda de la paz en el país, no se pueden ignorar o desconocer, así sus pretensiones no sean consideradas como “políticas” y defiendan la existencia de un orden particular o, más bien, su exacerbación para unos fines particulares. Dicha situación, claro está, no ignora la violencia oficial cometida por agentes estatales que se ha hecho evidente en el país durante muchos años con diferentes nombres, distintas formas de accionar y numerosos hechos (los más dicientes de los últimos años son los 6402 “falsos positivos” que identificó la JEP), lo cual podría significar un paso adelante para la pacificación de los territorios al poner en orden a quienes han delinquido desde la institucionalidad (¿qué son “manzanas podridas” o un asunto orgánico? He ahí la cuestión), minimizar las fuentes de financiación ilegal, identificar —y desmontar— los vínculos con factores institucionales o del “establecimiento”, y fortalecer el respaldo a las comunidades para que encuentren verdaderas alternativas de vida y no continúen sometidas a las imposiciones de los grupos violentos (a veces naturalizando la legitimidad de esos órdenes), sean los que sean.
Con esto, la idea de la “paz total” podría ser una oportunidad viable para explorar sin eufemismos posibilidades reales de pacificación del país a cambio de verdad, justicia, reparación y no repetición. Esta iniciativa se fundamenta en el propósito de construir dicho objetivo, no solo con el silenciamiento de las armas (o lo que se denomina “paz negativa”), sino con la consolidación de lo que se ha llamado “paz positiva”, es decir, un marco de reconciliación y desarrollo de condiciones de vida dignas para que la gente pueda gestionar sus dificultades mediante un contrato social (y unas instituciones que lo hagan realidad) que garantice, visibilice y promueva sus derechos, perspectivas y posibilidades. Para esto se comprende (y hay que decirlo, por si acaso) que la paz no es un estado absoluto e inmutable, sino un proceso de construcción permanente, individual y colectivo que, además, confronta saberes, aprendizajes, experiencias, orígenes y visiones del mundo en un marco general —y fundamental— de reconocimiento de derechos.
En esta vía, el planteamiento del nuevo gobierno de poner en discusión, nacional e internacionalmente, el paradigma de la política de drogas que se ha venido implementando desde hace más de 50 años, incluyendo la discusión sobre los tratados internacionales que se han firmado, es relevante, pues, frente a su evidente fracaso (el consumo no cesa, Colombia continúa siendo el primer productor de cocaína, las organizaciones delincuenciales ligadas a la actividad cambian de nombres pero continúan existiendo, la connivencia de sectores oficiales con esta actividad sigue, las muertes violentas en zonas productoras y las causadas por consumo de sustancias adulteradas y sobredosis continúan…) resulta obvio explorar alternativas distintas de las cuales, por cierto, hay numerosas experiencias en otros países, incluyendo Estados Unidos.
De hecho, cada vez hay más voces que señalan que la prohibición de las drogas ilegalizadas ha hecho de su tráfico (mal llamado “narcotráfico”, porque la cocaína, por ejemplo, no es un narcótico) un negocio de dimensiones colosales, el cual, por su misma ilegalidad, es conformado por personajes, muchas veces curtidos en otras actividades delincuenciales (con un verdadero “aprendizaje delincuencial”) y con gran capacidad para el ejercicio de la violencia, cuestión que ha llegado a desestabilizar las instituciones colombianas, incrementar los niveles de violencia de manera exponencial, fomentar la corrupción y estrechar vínculos non sanctos con la dirigencia política y empresarial, impulsando políticas regresivas tendientes a favorecer a quienes han entrado, no solo a defender, sino a exacerbar, un orden excluyente, violento y tremendamente inequitativo.
Colombia, que ha padecido los rigores de la “guerra contra las drogas” y ha aplicado, casi que sin chistar, una misma política al respecto (salvo algunos matices de uno que otro gobernante local y avances presentes en sentencias de las Cortes en temas como la aspersión aérea de veneno y la dosis personal), tiene toda la experiencia y, por supuesto, la autoridad moral para proponer un viraje radical que no criminalice a los campesinos productores o a los consumidores de estas sustancias (extremos débiles de una compleja cadena), pretendiendo dar solución al problema con estrategias de intervención social, usos diferenciados de determinadas sustancias y el desarrollo de una mirada de salud pública y no criminal, entre otras medidas urgentes y necesarias.
Asumir entonces que se requiere poner en marcha nuevas perspectivas sobre estos temas debe ser parte de las premisas de un gobierno que se dice a sí mismo progresista y busca hacer realidad la “paz total” (o, al menos, acercarse significativamente).
Por unos acuerdos “por encima de la mesa”
La búsqueda de acuerdos con algunos grupos de la denominada delincuencia organizada para buscar el desmonte de sus actividades no ha sido una novedad en Colombia. De hecho, además de las negociaciones de paz con grupos guerrilleros que, sustentándose en la idea del delito político, han impulsado indultos, amnistías y mecanismos de justicia transicional (muy criticados por quienes no le reconocen legitimidad política a la insurgencia), varios gobiernos también han buscado negociaciones y acuerdos con algunas de las más poderosas estructuras criminales en el país (es decir, los llamados “delincuentes comunes”), ya sea a través de nuevas legislaciones (como las políticas de sometimiento a la justicia reglamentadas en diferentes momentos) o de otro tipo de pactos no reglamentados que han sido acuerdos soterrados o “por debajo de la mesa”, lo cual, al parecer, algunos ignoran convenientemente.
Dichos acuerdos se han impulsado no pensando necesariamente en criterios de “paz total”, sino por distintas razones como enfrentar a un denominado “enemigo público”, para lo cual siempre resultan útiles determinados enemigos en el “bajo mundo” o ex socios del objetivo, con el fin de silenciar las armas de quienes, sin duda, cuentan con gran capacidad de perturbación para el orden establecido. Esto también se ha hecho en un contexto de estrechos vínculos entre sectores del establecimiento y la delincuencia —muchos de larga tradición—, los cuales dejan ver que estos acuerdos han sido varias veces soterrados o “por debajo de la mesa”.
Al respecto, vale recordar concretamente algunos de esos acuerdos que se hicieron en los últimos años con la delincuencia organizada en Colombia:
1. Acuerdo en “La Catedral”: Pablo Escobar, para entregarse bajo unos decretos hechos a su medida (2047, 2147, 2372, 3030 y 303 de 1991) que aprovecharon también narcos, sicarios y paras, hizo un acuerdo “por debajo de la mesa” con el Estado (y el gobierno de César Gaviria) que le garantizó control absoluto sobre la cárcel de “La Catedral”, lo cual quedó en evidencia luego de que se denunciaran los múltiples actos criminales que cometió allí. Vale decir que Escobar había intentado negociar anteriormente con la institucionalidad (propuesta de Panamá de 1984, propuesta de 1988 y propuesta de “Los Notables” de 1990), pero solo logró hacerla realidad cuando secuestró a algunos de los hijos de la oligarquía y consiguió que el Estado se plegara a sus condiciones.
2. Acuerdo de algunos patrones esmeralderos contra los capos narcos: Algunos patrones esmeralderos, como Víctor Carranza, Pablo Elías Delgadillo y Ángel Gaitán Mahecha, entregaron, a finales de los años ochenta, abundante información sobre el capo narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha, consiguiendo establecer un acuerdo “por debajo de la mesa” que les hizo ser, en gran medida, y a pesar de numerosas denuncias en su contra, protegidos del establecimiento, al tiempo que algunos de sus enemigos emergentes de años posteriores fueron perseguidos, extraditados y asesinados. Al respecto, no es gratuito que antiguos agentes de ciertas agencias estadounidenses ocupen actualmente puestos preponderantes en las minas de esmeraldas más importantes.
3. “Los 12 del Patíbulo” y “Los Arrepentidos”: Con el decreto 1833 de 1992 se buscaba establecer una colaboración efectiva de antiguos narcos para derrumbar a la organización de Pablo Escobar a cambio de un “perdón” de sus penas, es decir, un “indulto” sobre los delitos cometidos. Este fue un acuerdo hecho “por encima de la mesa” cuyos beneficiarios fueron conocidos como “Los 12 del Patíbulo” y “Los Arrepentidos”.
4. Acuerdo entre el Bloque de Búsqueda y los PEPES: La alianza por debajo de la mesa” entre estas dos agrupaciones, una legal y otra ilegal, para derrotar al capo Pablo Escobar Gaviria se hizo efectiva cometiendo todo tipo de acciones violentas y violaciones a los derechos humanos, sobre lo cual nadie se responsabilizó, ni el gobierno, ni las fuerzas policiales, ni las agencias extranjeras que participaron en esa cacería. Es sabido que los vínculos entre estos sectores delincuenciales, la institucionalidad y el establecimiento continuaron a través de las AUC y sus diferentes bloques que, en más de una ocasión, eran simplemente la fachada de complejas estructuras delincuenciales comunes.
5. Acuerdo con el Cartel de Cali: Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, capos del Cartel de Cali, basados en sus cercanas relaciones con políticos y empresarios de todo el país, convocaron, en enero de 1994, una reunión en la que ordenaban a todos narcotraficantes del Valle del Cauca desmontar sus actividades relacionadas con la producción y el tráfico de droga. Esto se sustentaba en un acuerdo “por debajo de la mesa” hecho con sectores del establecimiento para acogerse a las políticas de sometimiento a la justicia vigentes en esa época, “acabar con el narcotráfico en el país” y legalizar sus fortunas. Sin embargo, la propuesta fracasó, porque los narcotraficantes emergentes rechazaron la orden, lo cual generó un cisma en el mundo del narcotráfico, surgiendo como fuerza independiente el Cartel del norte del Valle.
6. La “donbernabilidad”: Diego Fernando Murillo Bejarano, alias “Don Berna”, luego de ser parte de Los PEPES, sometió a las estructuras delincuenciales del Valle de Aburrá y las puso bajo sus órdenes. Esto generó la pacificación del territorio, pues solamente había un gran patrón que imponía un orden que no se cuestionaba, lo cual fue conocido, según varios testimonios, por los gobiernos locales que vieron convenientemente que ese factor de poder, así fuera ejercido por un férreo delincuente, permitió una baja significativa de la violencia y mayor seguridad en estos lugares, configurándose un pacto “por debajo de la mesa”. Luego de la extradición de “Don Berna”, y de violentas disputas entre distintas facciones de la “Oficina”, hubo varios intentos de replicar la famosa “donbernabilidad”, aunque con disímiles resultados, llevando incluso a condenas de funcionarios públicos.
7. Acuerdo con las AUC: Algunos de los exjefes de las AUC que fueron extraditados en 2008, afirman haber hecho un pacto secreto con el gobierno y ser después, según ellos, engañados, traicionados o “entrampados” (el más reciente que lo dijo fue Salvatore Mancuso). Si bien se sabe que el gobierno de Uribe impulsó un marco político y legislativo que permitiera establecer diálogos con los paramilitares, ya fuera declarándolos como “sediciosos” y así otorgarles carácter político (lo cual negaron posteriormente las altas Cortes) o impulsando la ley de alternatividad penal que fue duramente cuestionada por otros sectores, los vínculos demostrados entre paramilitares y amplios sectores legales (en el Congreso, los concejos, las asambleas, alcaldías, gobernaciones, los organismos de control, las fuerzas armadas, el gobierno nacional, la policía secreta y el empresariado, etc.) otorgan elementos para creer que efectivamente existió un acuerdo “por debajo de la mesa” que en el mediano plazo se enredó, pese a la aprobación de la ley 975 o “de Justicia y Paz” que desmovilizó a miles de integrantes de estas agrupaciones.
Teniendo en cuenta lo anterior, que es incompleto y con solo unos pocos ejemplos, la premisa de la “paz total” se sustenta en buscar acuerdos con aquellos grandes factores de perturbación que persisten en Colombia y que, sin duda, constituyen poderes establecidos ineludibles, sobre todo para quienes pretendan garantizar la consolidación de un país en paz. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en el pasado, estos acuerdos se harían ahora “por encima de la mesa”, con puntos claros de discusión y, seguramente, verificación de diferentes instancias internacionales, institucionales y, por supuesto, de la sociedad civil.
Seguramente se apelará también a acuerdos de sometimiento colectivo a la justicia para determinados grupos que, a cambio de verdad, desmonte de actividades, entrega de rutas de tráfico internas y externas, reconocimiento de otros actores involucrados, entrega de bienes despojados y recursos, y reparación a las víctimas, puedan a la vez participar en procesos de socialización y reincorporación a la vida civil. De esta manera, ya no se tratará de una instrumentalización de determinados factores de poder sobre el Estado y sus entidades para fines netamente particulares que, generalmente, buscaban reconcentrar el poder de unos cuantos en desmedro de otros, sino de un planteamiento serio, pragmático y sólido que permita avanzar significativamente en la construcción permanente de nuevas perspectivas. Al respecto, la propuesta que planteó el presidente Petro de revisar la manera en que se han adelantado los procesos de extradición de colombianos al exterior apunta precisamente en esa misma dirección.
Vale decir, por cierto, que si la propuesta viene de un gobierno que no tiene vínculos o pactos secretos con esos factores de poder ilegales (o eso esperamos), es decir que si no se trata de un acuerdo “por debajo de la mesa”, habrá un avance significativo en la búsqueda de una paz real. Esto, por supuesto, deberá complementarse con efectivas políticas públicas que permitan impulsar e implementar condiciones básicas para que la “paz completa” o “paz total” sea verdadera, no solo acallando las armas, sino propiciando contextos en los que la gente tenga oportunidades para desarrollar su vida con tranquilidad y confianza, incluso tramitando sus conflictos de manera diferente a como lo han hecho a lo largo del tiempo. Se trata, sin duda, de un proceso que puede ser largo, pero que necesita por fin arrancar.
Con todo esto, la idea de la “paz total”, que incluirá la búsqueda “por encima de la mesa” de distintos acuerdos, permite pensar en distintas estrategias y caminos para que su construcción —permanente, constante y continua— pueda ser por fin una realidad en este país, lo cual Colombia, sin duda, espera y necesita.
* Petrit Baquero es historiador y politólogo. Autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012); Manual de Derechos Humanos y Paz (Cinep/PPP, 2015); La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).