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Ocurrió el día en que nació Rafael Pardo Rueda: 48 mil empleados reclamaban una prima de Navidad y mejoras salariales en Colombia; el presidente de la Andi, José Gutiérrez, protagonizaba en foros y hablaba de reformas tributarias; en Boyacá se registraban robos por más de $100 mil mientras el ministro de Hacienda, Carlos Villaveces, explicaba un decreto ininteligible sobre la banca; en Tokio temblaba cinco veces; los accidentes de tránsito por embriaguez aumentaban a destiempos; sectores políticos urgían una poda burocrática en el Gobierno; un titular llamaba la atención de los lectores: “El mundo pierde confianza en Estados Unidos”; y Santa Fe licenciaba a cuatro argentinos por bajo rendimiento en el rentado. Nada nuevo, se diría. Las mismas noticias de siempre —parecen todas de hoy—, recicladas con distintos protagonistas, para bien o para mal de un país sin memoria.
Primer acto
El 26 de noviembre de 1953, un jueves, en la Clínica Palermo de Bogotá, nació Rafael Pardo en esa Colombia convulsionada; el país continuaba digiriendo los estragos de un Bogotazo que todo lo cambió, hasta el clima, como dijo alguna vez Plinio Apuleyo Mendoza; a regañadientes los advenedizos del campo huían despavoridos de la violencia chulavita; el teniente general Gustavo Rojas Pinilla se paseaba por los pasillos presidenciales marcando los pasos de su dictadura mientras los partidos tradicionales, huérfanos del poder, estancaban sus propósitos en la espiral del antagonismo. Muy lejos estaba Pardo entonces de protagonizar noticias, debates o controversias por su aparente falta de simpatía. Otros lo hicieron por él hasta que le llegó su turno en la fila. Como asesor, consejero o ministro; desde la OEA, en el Senado y hoy como aspirante a la Presidencia.
Pardo es un hombre flemático, tremendamente bogotano, bien educado y de formas finas. No sabe —dice que no tiene cómo recordarlo— a qué horas nació y el reproche de los astrólogos es el mismo: es un sagitario con ascendente desconocido. Siendo el menor de tres hijos, creció como si fuera hijo único, pues sus hermanas, Julia y María de los Ángeles, le llevan casi dos décadas de distancia. Sus raíces políticas son disímiles. En las venas familiares corría, por igual, sangre liberal y conservadora. Su padre, Alberto, por ejemplo, era de tradición azul no laureanista, pero azul al fin de cuentas. En contraste, Susana Rueda Caro, su madre, teniendo credenciales históricamente conservadoras —era bisnieta de José Eusebio Caro, fundador de ese partido en 1848, y nieta de Miguel Antonio Caro, el político católico y radical que secundó la Regeneración de Núñez y ejerció como su vicepresidente—; digo, con semejante tradición doméstica en la colectividad de Ospina y Caro, era de corte liberal.
Del abuelo materno de Rafael Pardo sobran las historias, muchas de las cuales reseñó como columnista en El Tiempo y El Espectador en la primera mitad del siglo XX. Tomás Rueda Vargas era un campesino enruanado e inteligente, librepensador y demócrata. Fue congresista en tiempos del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo —el de la llamada ‘Revolución en marcha’— y, muy a pesar de su cercanía, en 1934 se apartó de la decisión mayoritaria en la convención del partido que proclamó a López como candidato único del liberalismo, sin nadie que se le enfrentara. Tiempo después, cuando la Iglesia, con rictus de arrogancia, repartía ex comuniones a quienes asumían los destinos de colegios que en tiempos conservadores regentaban, Tomás Rueda Vargas llamó al presidente López y le dijo que quería ser rector del San Bartolomé. Como era de esperarse fue un rector excomulgado.
A una cuadra del Gimnasio Moderno vivió su infancia. Lo metieron a un kínder cuya sede colindaba con la casa de Alberto Lleras. Su primer recuerdo asociado a la política tuvo lugar ahí: la música del cambio de guardia presidencial, los soldados de mirada circunspecta y el desfile marcial lo maravillaban. Transitaba Colombia los tiempos del frente-nacionalismo y en el entretanto Pardo culminaba su bachillerato en el Gimnasio Moderno. En el libro de calificaciones del colegio de 1962 quedó consignado que era “bastante indisciplinado”, que pasó raspando Lenguaje (3,3), que ocupó el puesto 20 de 29 alumnos del curso, se le recomendó a sus padres que “podía ser mejor” y, quién lo creyera, se ganó un cinco en humor. Sin oído musical, qué importa, también se aventuró a tocar la pandereta en un grupo de rock.
Era el Pardo colegial que fue inmortalizado así en su anuario: “Habría que verlo el día que Cochise ganó un título mundial; pensábamos que era un ataque o algo similar. Y qué decir de los partidos del Santa Fe. Puede estar uno en un costado de El Campín y tranquilamente ver una gran algarabía con algo así como un mico saltinbamqui en la cabeza —lo decían por su peinado estilo Sandro de América—. No es ningún agitador político ni un hombre con euforia. Es el mayor hincha rojo que jamás ha puesto pie en El Campín: Rafael”. Ingresó a los Andes a estudiar economía. Aún seguía sin interesarse en la política. En 1977, el muy bogotano Rafael Pardo obtuvo su título, siguió formándose y se especializó en planeación urbana en Holanda.
Regresó al país y en 1978 despachaba en esas mismas aulas de los Andes como un profesor bisoño. Su perfil académico descolló pronto como un hombre serio. Algunos dirán que aburridoramente bien puesto. Tenía entonces un alma de hippie formal, de timidez en exceso, de nerdo consumado con influencias del rock clásico de los Beatles, los Rolling Stones o Bob Dylan. El azaroso mundo de la política ni lo deslumbraba ni lo atraía. Comenzaba el gobierno de Turbay y su Estatuto de Seguridad, el M-19 ya hacía presencia y el narcotráfico movía sus fichas sin mayor bombo. Pardo seguía con su voz de académico imperturbable. También se dejó tentar por la mochila y viajó a Quito. “Pardo es viajero de flota, mochila y carpas, es de los que se mete con vestido de baño en un río y cuando sale se pone el jean sin secarse”, dice su cuñado, Gonzalo de Francisco.
En 1981, en el Valle de las Papas, a seis horas de Popayán, casi lo linchan. Estaba con Gonzalo en una de esas correrías y compraron un pan para distraer el hambre. Gonzalo lo pagó y salió del local. Se disponían a irse, pero Pardo regresó por algún motivo. Una turba le salió al paso, reclamando el dinero. Su cuñado le había pagado a un sujeto que no era el dueño. Años atrás como su vecino, y después cuando estudiaba en los Andes, fue cultivando su romance con Claudia de Francisco. En un volkswagen clásico que tenía, al que se le fundía el motor de tanto en tanto, la recogía a diario para clase de 7:00 —ella estudiaba ingeniería—; peleaban a esas horas por su impuntualidad. Fueron los preludios de su matrimonio. “Me conquistó con inteligencia. Nunca me dejó de sorprender su capacidad de análisis. Es un interlocutor privilegiado, aunque no lo defino como un hombre romántico”. Las cenagosas horas políticas estaban por venir.
Segundo acto
En 1986, por invitación de sus colegas Fernando Cepeda Ulloa y César Gaviria, ingresó al gobierno Barco para dirigir el Plan Nacional de Rehabilitación. La guerra del narcotráfico contra el Estado afilaba sus uñas, las cenizas del Palacio de Justicia todavía no se removían del todo y la barbarie desatada por el triunvirato de Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño tiñó de sangre el país. En ese violento contexto inició su carrera política. Arreciaban las balas y aún así no dudó en reemplazar a Carlos Ossa como consejero de paz en 1988. Lideró la desmovilización del M-19 y del Quintín Lame, al tiempo que recibía recados amenazantes de la mafia, que reclamaba un trato parecido. La administración Barco no cedió y para 1989 el narcotráfico ya había corrompido jueces, funcionarios y agencias estatales, le puso un bombazo a un avión de Avianca o dinamitó el DAS. Fueron tiempos de magnicidios y terror. Entonces nació Laura, su primogénita.
Con su genio impasible pasó como asesor de seguridad de Gaviria mientras ideaba estrategias para ponerle coto a la criminalidad desbordada. En junio de 1991, la Asamblea Constituyente prohibió la extradición. Con escasos días de diferencia, Escobar y su ejército se entregaron en virtud de una política de sometimiento a la justicia que levantó ampolla. Alguno sugirió entonces que el Estado se había arrodillado. Pardo, con el reposo de los años, desde su oficina en Teusaquillo, sigue reivindicando lo que se hizo para detener esa máquina de guerra. En aquellos días los cálculos eran distintos, asumió como ministro de Defensa, siendo el primer civil en casi cuatro décadas en ese cargo. El reposo nunca llegó, y a Pardo y al gobierno les cayeron con toda columnistas y sectores de oposición que veían el descaro de La Catedral y la fuga de Escobar. Supo enfrentar el vendaval con éxito y en 1993 le puso fin a la novela del capo. Nada se hablaba en esa época de su falta de carisma.
El Bloque de Búsqueda de la Policía sacó el pecho por el operativo, pero años después se supo que había tenido una manito de la mafia. El cartel de Cali, en alianza con ‘Los Pepes’, en su mayoría integrado por narcos confesos y paramilitares en ciernes como Don Berna, entregó información clave para dar de baja a Pablo Escobar. El coronel Danilo González estuvo en esas ‘vueltas’, como quedó consignado en distintos expedientes. Quedó la sensación de que la ciudadanía no reprochó con vehemencia estos nexos con ilegales, y que el gobierno, como mínimo, fue omisivo. Como una resaca de la persecución al capo se le estalló la aorta. Sólo dos de cada cien personas sobreviven esta circunstancia. Se recuperó y salió con bríos del Gobierno, se fue a estudiar a Harvard, en 1997 asesoró a Gaviria en la OEA y desde la distancia, atento, sufría cada domingo, con fervor, los fracasos santafereños.
En 1998 saltó al periodismo y desde las trincheras de Noticias RCN, y posteriormente de CM&, siguió con ojo crítico la ‘caguanización’ del país. Hace poco recordó, cuando le preguntaron, que nunca fue al Caguán en los tiempos de las fracasadas negociaciones con las Farc. “Otros sí vinieron, se abrazaron y estuvieron ahí sabiendo que a unos pocos kilómetros estaban compatriotas secuestrados”, dice Pardo resumiendo aquellos tiempos periodísticos: “Fue la mejor época”. Y entonces cuenta que en una ocasión regañó a la presentadora Mónica Rodríguez porque sonreía en exceso mientras reportaba noticias horribles. “¿No ves que estás dando noticias horrorosas? No puedes presentar así”, le dijo.
Se cansó de los excesos de las Farc y volvió al abrigo de la política. Se había alejado del liberalismo por el fantasma del 8.000 y llegó al Senado en 2002 por Cambio Radical. Fue uno de los alfiles de un uribismo que prometía una reforma política profunda. Un año duró la luna de miel. Las negociaciones con los paramilitares fueron tomando forma y de las víctimas nadie hablaba. Se propuso una ley de alternatividad a la que se opuso. Algunos lo tildaron de enemigo de la paz. Junto con Gina Parody se desmarcó del Ejecutivo, fue observador privilegiado de aberraciones como la yidispolítica, denunció las mafias enquistadas en las curules y se enfrentó a la popularidad de Uribe. Años después, la Corte Suprema procesaba a más de 100 parlamentarios que fueron infiltrados por el paramilitarismo.
Tercer acto
Volvió a las toldas liberales, en 2006 aspiró a la Presidencia y la consulta liberal se definió en favor del último de los mohicanos del trapo rojo: Horacio Serpa. Pardo no tenía ni el vibrato santandereano ni el “mamola” que hizo carrera, pero con inteligencia fue ganando espacio y quedó segundo. Entre tanto, se olvidaba de la mecánica electoral en su casa, con sus tres niñas, desayunando huevos fritos o pericos con jamón, escuchando a Paul McCartney, o leyendo biografías y novelas. En su mesa de noche, apilados, no faltan los libros. Su esposa, con mentalidad de ingeniera, alguna vez organizó el caos de su biblioteca y los documentos regados. “Decidí botar todo lo que fuera de antes de 1970. Él estaba escribiendo un libro y fue un desastre. Hicimos un pacto para que nunca fuera su organizadora”. Es un obsesivo de la información, compulsivo por su Blackberry, pragmático para vestir, fanático de la acidez del Dr. House. Dicen que tiene buen humor, pero un grueso del país descree esa versión. Es difícil imaginarlo en un sonoro carcajeo.
“Tiene un sentido del humor en lo privado, en una reunión social se roba la fiesta. Pero no en la plaza pública”, dice una amiga cercana. Aún así, le critican que no tiene ángel y que parece postizo en los afiches que promueven su candidatura en los que aparece con los brazos en alto, acompañado del eslogan: “Vamos a hacer una Colombia justa”. La discusión electoral órbita en los escenarios de la seguridad y la legalidad, y en gracia de discusión, ni Santos ni Mockus son la mata de la simpatía. Es lamentable que lo encasillen porque no sonríe y no por sus propuestas. El país está tan podrido que la sola promesa de legalidad atrae votos y la honestidad se celebra. No falta si no que terminen condecorando en el Congreso a los colombianos que cumplen la ley. Absurdo. En cambio, las profundas desigualdades sociales, el desempleo desbordado, la pobreza disparada, temas sí neurálgicos y urgentes, siguen relegados en los sótanos de otras discusiones.
Este es un país que piensa con el hígado y Pardo es cerebral, no produce emociones y a la política le urge mercadearlas. Quiere conquistar el solio de Bolívar a punta de inteligencia. Hace campaña en una nación que se rehúsa a escrutar a sus gobernantes y que se acostumbró a obedecer sin chistar. “El éxito de una campaña es que pueda posicionar sus planteamientos o plegarse a los de otros. Las propuestas de Pardo se perdieron en esa espiral santista de la seguridad y la legalidad mockusiana”, concluye el analista Fernando Giraldo, y añade que la intención de voto está en un 90% definida. Pardo, mezcla de testarudez política y realismo mediático, dice que no entrega sus banderas antes de tiempo. El 1º de junio empezará el juego de las alianzas para la segunda vuelta y el intelectual que dicen que no ríe tendrá poder de negociación, quién lo duda, aunque resigne su aspiración para otros tiempos. ¿Otra vez será?
*Con la colaboración de las periodistas Diana Durán y Daniella Sánchez Russo.