Relaciones Colombia - Estados Unidos: Halcones aquí… palomas allá
Se pensaba que Washington era siempre la mano dura, pero ahora Biden presiona a Duque por la paz.
Rodrigo Pardo * @RPardoGP / Especial para El Espectador
No deja de ser curioso que Estados Unidos haya adoptado una posición tan positiva hacia el proceso de paz con las Farc. Un Acuerdo que generó esperanzas en su momento, pero que ahora es visto con escepticismo y cautela, por no decir que con pesimismo. Las encuestas indican que la desmovilización de la exguerrilla ha perdido entusiasmo entre los ciudadanos: un 68,7 % de los encuestados en el último estudio de Invamer para El Espectador y Blu Radio es partidario de no dialogar y derrotarlos militarmente, y un 26 % considera que el proceso debe continuar. Y para nadie es un secreto que el Gobierno y el uribismo son escépticos, por no decir contrarios, y han encabezado la oposición al proceso. (Recomendamos: Especial sobre los cinco años del proceso de paz).
Por eso llama la atención la posición del presidente de Estados Unidos, Joe Biden. Vale decir, el inesperado retiro que acaba de hacer su gobierno de las ex-Farc, ahora Comunes, de la lista de terroristas. Con buenos argumentos, sin duda, y echando mano de los instrumentos jurídicos disponibles para marcar diferencias. Para dejar en claro, por ejemplo, el abismo que existe entre su visión del proceso con la cúpula de las ex-Farc y otros actores de la violencia en Colombia. En particular, la disidencia fariana, el Eln y fenómenos delincuenciales de otro tipo. O su interés en enviar un mensaje claro en el sentido de que la visión simplista del pasado entre buenos y malos ha sido reemplazada por otra que entiende -y valora- las diferencias, por pequeñas que sean.
El gobierno Biden se la juega a fondo por una práctica que no había sido usual en los distintos gobiernos, demócratas o republicanos. En esta oportunidad, Washington ha preferido diferenciar realidades y matices, para darle a cada uno el trato merecido. Merecido, claro, según ellos. En primer lugar, a la gran mayoría de la organización exguerrillera, la que se ha mantenido dentro de lo pactado en La Habana y firmado en el Teatro Colón, ahora con la notable excepción de Iván Márquez y Jesús Santrich -al parecer muerto-, les anuncia la conservación de la mano dura, que se extiende a otros grupos violentos -no solo guerrilleros- y que amenaza a quienes no perseveren en el empeño de consolidar un ejercicio de la política sin armas en el marco de los acuerdos.
Durante años, desde el primer proceso de paz en el gobierno de Belisario Betancur, Washington recibió críticas desde amplios espectros de la política colombiana por su falta de entendimiento y de apoyo a los esfuerzos por negociar una salida a la guerra. La Casa Blanca, generalmente, era vista como un obstáculo bajo distintas administraciones para intentar soluciones negociadas. Basta recordar las críticas que recibieron embajadores estadounidenses siempre considerados promotores y hasta líderes de la línea dura. Una visión muy distinta a la del actual, Philip Goldberg, que ha reflejado la postura más propia de estos tiempos, sofisticada y constructiva. Para los enviados de la Casa Blanca el conflicto interno en Colombia fue un complejo chicharrón que la llevó a buscar siempre aliados en los campos de los partidarios de la mano dura. Los gobiernos colombianos que intentaron diálogos en el pasado siempre mantenían un ojo en la Casa Blanca, partiendo de la base de que la cosa tenía límites, para evitar un disgusto mayor en Washington.
Por eso resulta curioso que, al celebrarse los cinco años del Acuerdo del Teatro Colón, se vea más entusiasmo en el gobierno Biden que en la administración Duque. En Washington, el gobierno retira a los exalzados en armas de la lista de terroristas. Lo cual no es un punto menor. Es un paso audaz, de quien antes de llegar a la Casa Blanca visitó dos veces Colombia con traje de senador para apoyar la negociación con la entonces guerrilla. Si en algo acertó Juan Manuel Santos en el manejo de los diálogos fue en su internacionalización. Es decir, vincular a otros gobiernos y organismos en la construcción de los acuerdos y en el apoyo a su implementación. Ante una sociedad, como la colombiana, tan dividida en torno a cómo enfrentar el asunto de la guerra interna, los apoyos del exterior se convirtieron en esenciales. Y han coadyuvado a la continuidad del proceso, a pesar de sus obstáculos.
El papel de la excanciller María Ángela Holguín, al final vinculada formalmente al equipo negociador, también aportó en alcanzar el apoyo de las grandes instituciones internacionales, gracias a su mejor comprensión de la inusual realidad macondiana. La paz internacionalizada, que blindó los Acuerdos frente a los continuos cambios y confrontaciones de política interna. El gobierno Santos no pudo concitar una unidad nacional para los diálogos. Mantuvo, incluso, la participación de los militares a pesar de las reservas que tenían, según revela ahora el general Jorge Enrique Mora en su reciente libro. Pero ante la carencia de un consenso interno, Santos se aferró al apoyo externo.
Las vueltas que da la vida. En los años ochenta, el gobierno de Belisario Betancur intentó el primer proceso de paz y en forma paralela participó en la creación del Grupo de Contadora, que asumió un rol clave en la búsqueda de la paz en Centroamérica. Se trataba de construir, según decía el mandatario, “una sola paz”, en el país y en su vecindad. De cualquier manera, siempre ha habido una conexión entre las negociaciones para terminar la guerra interna y las relaciones entre Bogotá y Washington.
Desde luego, el gobierno Biden se ha esforzado en dejar muy en claro dónde están los límites de su entusiasmo: los procesos judiciales de los señalados por cometer delitos seguirán hasta el final y para quienes no se han acogido al proceso o para miembros de otros grupos que no han negociado el fin de la confrontación con el Gobierno, seguirá la mano dura. Incluso hacia nuevos acores, como la disidencia de Iván Márquez, quien salió esta semana a hablar de una “paz completa”.
La de Biden, pues, es una política en evolución. Por eso, los ojos están puestos sobre el encuentro que se especula entre los dos presidentes, Duque y Biden, en un marco de reunión multilateral, antes de terminar el año, en la que el mandatario estadounidense vendría a Colombia. Habrá que ver si se lleva a cabo y cuál tono traerá desde Washington.
* Periodista.
No deja de ser curioso que Estados Unidos haya adoptado una posición tan positiva hacia el proceso de paz con las Farc. Un Acuerdo que generó esperanzas en su momento, pero que ahora es visto con escepticismo y cautela, por no decir que con pesimismo. Las encuestas indican que la desmovilización de la exguerrilla ha perdido entusiasmo entre los ciudadanos: un 68,7 % de los encuestados en el último estudio de Invamer para El Espectador y Blu Radio es partidario de no dialogar y derrotarlos militarmente, y un 26 % considera que el proceso debe continuar. Y para nadie es un secreto que el Gobierno y el uribismo son escépticos, por no decir contrarios, y han encabezado la oposición al proceso. (Recomendamos: Especial sobre los cinco años del proceso de paz).
Por eso llama la atención la posición del presidente de Estados Unidos, Joe Biden. Vale decir, el inesperado retiro que acaba de hacer su gobierno de las ex-Farc, ahora Comunes, de la lista de terroristas. Con buenos argumentos, sin duda, y echando mano de los instrumentos jurídicos disponibles para marcar diferencias. Para dejar en claro, por ejemplo, el abismo que existe entre su visión del proceso con la cúpula de las ex-Farc y otros actores de la violencia en Colombia. En particular, la disidencia fariana, el Eln y fenómenos delincuenciales de otro tipo. O su interés en enviar un mensaje claro en el sentido de que la visión simplista del pasado entre buenos y malos ha sido reemplazada por otra que entiende -y valora- las diferencias, por pequeñas que sean.
El gobierno Biden se la juega a fondo por una práctica que no había sido usual en los distintos gobiernos, demócratas o republicanos. En esta oportunidad, Washington ha preferido diferenciar realidades y matices, para darle a cada uno el trato merecido. Merecido, claro, según ellos. En primer lugar, a la gran mayoría de la organización exguerrillera, la que se ha mantenido dentro de lo pactado en La Habana y firmado en el Teatro Colón, ahora con la notable excepción de Iván Márquez y Jesús Santrich -al parecer muerto-, les anuncia la conservación de la mano dura, que se extiende a otros grupos violentos -no solo guerrilleros- y que amenaza a quienes no perseveren en el empeño de consolidar un ejercicio de la política sin armas en el marco de los acuerdos.
Durante años, desde el primer proceso de paz en el gobierno de Belisario Betancur, Washington recibió críticas desde amplios espectros de la política colombiana por su falta de entendimiento y de apoyo a los esfuerzos por negociar una salida a la guerra. La Casa Blanca, generalmente, era vista como un obstáculo bajo distintas administraciones para intentar soluciones negociadas. Basta recordar las críticas que recibieron embajadores estadounidenses siempre considerados promotores y hasta líderes de la línea dura. Una visión muy distinta a la del actual, Philip Goldberg, que ha reflejado la postura más propia de estos tiempos, sofisticada y constructiva. Para los enviados de la Casa Blanca el conflicto interno en Colombia fue un complejo chicharrón que la llevó a buscar siempre aliados en los campos de los partidarios de la mano dura. Los gobiernos colombianos que intentaron diálogos en el pasado siempre mantenían un ojo en la Casa Blanca, partiendo de la base de que la cosa tenía límites, para evitar un disgusto mayor en Washington.
Por eso resulta curioso que, al celebrarse los cinco años del Acuerdo del Teatro Colón, se vea más entusiasmo en el gobierno Biden que en la administración Duque. En Washington, el gobierno retira a los exalzados en armas de la lista de terroristas. Lo cual no es un punto menor. Es un paso audaz, de quien antes de llegar a la Casa Blanca visitó dos veces Colombia con traje de senador para apoyar la negociación con la entonces guerrilla. Si en algo acertó Juan Manuel Santos en el manejo de los diálogos fue en su internacionalización. Es decir, vincular a otros gobiernos y organismos en la construcción de los acuerdos y en el apoyo a su implementación. Ante una sociedad, como la colombiana, tan dividida en torno a cómo enfrentar el asunto de la guerra interna, los apoyos del exterior se convirtieron en esenciales. Y han coadyuvado a la continuidad del proceso, a pesar de sus obstáculos.
El papel de la excanciller María Ángela Holguín, al final vinculada formalmente al equipo negociador, también aportó en alcanzar el apoyo de las grandes instituciones internacionales, gracias a su mejor comprensión de la inusual realidad macondiana. La paz internacionalizada, que blindó los Acuerdos frente a los continuos cambios y confrontaciones de política interna. El gobierno Santos no pudo concitar una unidad nacional para los diálogos. Mantuvo, incluso, la participación de los militares a pesar de las reservas que tenían, según revela ahora el general Jorge Enrique Mora en su reciente libro. Pero ante la carencia de un consenso interno, Santos se aferró al apoyo externo.
Las vueltas que da la vida. En los años ochenta, el gobierno de Belisario Betancur intentó el primer proceso de paz y en forma paralela participó en la creación del Grupo de Contadora, que asumió un rol clave en la búsqueda de la paz en Centroamérica. Se trataba de construir, según decía el mandatario, “una sola paz”, en el país y en su vecindad. De cualquier manera, siempre ha habido una conexión entre las negociaciones para terminar la guerra interna y las relaciones entre Bogotá y Washington.
Desde luego, el gobierno Biden se ha esforzado en dejar muy en claro dónde están los límites de su entusiasmo: los procesos judiciales de los señalados por cometer delitos seguirán hasta el final y para quienes no se han acogido al proceso o para miembros de otros grupos que no han negociado el fin de la confrontación con el Gobierno, seguirá la mano dura. Incluso hacia nuevos acores, como la disidencia de Iván Márquez, quien salió esta semana a hablar de una “paz completa”.
La de Biden, pues, es una política en evolución. Por eso, los ojos están puestos sobre el encuentro que se especula entre los dos presidentes, Duque y Biden, en un marco de reunión multilateral, antes de terminar el año, en la que el mandatario estadounidense vendría a Colombia. Habrá que ver si se lleva a cabo y cuál tono traerá desde Washington.
* Periodista.