De López Pumarejo a Bateman: el pasado como base del “cambio” que plantea Petro
Constantemente mencionados en sus trinos y discursos, estos nombres simbolizan una visión de país que el primer presidente de izquierda en Colombia ha querido impulsar a través de sus controvertidas reformas sociales.
David Efrén Ortega
Al presidente Gustavo Petro le gusta recordar que él, al igual que Gabriel García Márquez, es un costeño que estudió en Zipaquirá: “Soy cordobés y también garciamarquiano”. Suele mencionar con frecuencia que asistieron al mismo colegio, el San Juan Bautista de La Salle, aquel en el que leyó por primera vez El capital de Marx, en el que vivió su primera protesta, cuando con 13 años, en septiembre de 1973, salió a bloquear la vía hacia Ubaté por el derrocamiento de Salvador Allende y en el que, cuatro meses después, se enteró del robo de la espada de Bolívar, campanazo que notificó la aparición del M-19.
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Al presidente Gustavo Petro le gusta recordar que él, al igual que Gabriel García Márquez, es un costeño que estudió en Zipaquirá: “Soy cordobés y también garciamarquiano”. Suele mencionar con frecuencia que asistieron al mismo colegio, el San Juan Bautista de La Salle, aquel en el que leyó por primera vez El capital de Marx, en el que vivió su primera protesta, cuando con 13 años, en septiembre de 1973, salió a bloquear la vía hacia Ubaté por el derrocamiento de Salvador Allende y en el que, cuatro meses después, se enteró del robo de la espada de Bolívar, campanazo que notificó la aparición del M-19.
También le gusta señalar que es tan costeño como lo fue Jaime Bateman, el samario que lo cautivó con su idea de armar un “ejército revolucionario y no una guerrilla”, al estilo de Bolívar, y luego con la entonces prematura propuesta de un diálogo nacional; o mejor, un “sancocho nacional”. De hecho, Petro revive con nostalgia esas tertulias clandestinas entre Bateman y Gabo, a quienes de paso llama los “caribes maravillosos que cambiaron nuestra vida”, “los dos maestros que forjaron mi acción política”.
Cuando a sus 17 años se unió a las filas del M-19 y le dijeron que no podía seguir usando el Gustavo Francisco, el primer nombre que se le ocurrió fue el de Aureliano. “Me recordaba el Caribe, un poco algo de mí mismo y, por supuesto, Cien años de soledad”, dijo casi 40 años después, ya enrutado en la carrera que lo llevaría a la Casa de Nariño.
Coincidencia o no, a Petro también lo deslumbraron las ideas y las gestas de otros dos costeños; el primero, cachaco pero con alma vallenata, Alfonso López Pumarejo, a quien define como referente de los discursos en plaza pública; y el segundo, un hijo de negro y wayúu, el almirante José Prudencio Padilla, por quien sancionó una ley de ascenso póstumo y le pidió a RTVC hacer una película.
Paradójicamente, no conoció personalmente a ninguno, pero es innegable que todos, junto a nombres como los de José María Melo, Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliércer Gaitán, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro Pizarro y Álvaro Gómez, entre otros, marcaron su visión de la vida y la política. Hoy están presentes en sus discursos y trinos, anclando su relato del “cambio” y levantando ampolla en la oposición. Simbolizan sus llamadas reformas sociales, su visión del camino que debe tomar la sociedad colombiana.
Los historiadores hablan de los usos políticos del pasado, que por supuesto no se circunscriben únicamente Petro, pues ya se ha visto cómo estos, a lo largo de la historia, han sido empleados por diversos jefes de Estado, líderes y caudillos para reforzar las narrativas nacionalistas, legitimar proyectos de gobierno, entre tantos otros fines.
Colombia no ha sido ajena a dichos procesos; sin embargo, la alta carga simbólica de esta administración ha generado un nuevo debate. Quienes respaldan a Petro ven la reivindicación de una formación y unos ideales, pero quienes lo contradicen opinan que detrás de todo hay un discurso vacío, que no está acompañado de ejecución, sino empañado por la falta de diálogo y los escándalos de corrupción.
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En agosto de 1982, Gustavo Petro ya ocupaba su primer cargo público, personero de Zipaquirá y, al tiempo, cumplía con sus tareas insurgentes en el M-19. Uno de esos días recibió la invitación para viajar al Caquetá a la Octava Conferencia de su guerrilla, pero no aceptó porque tenía que graduarse de economista. Aunque nunca se arrepintió, lamentó haber perdido la única oportunidad de conocer a Jaime Bateman, quien murió al año siguiente cuando el avión en el que viajaba de Santa Marta a Panamá cayó en la selva del Darién.
A pesar de esto, ya en 1980 Bateman había sembrado la semilla que marcó al hoy presidente. Semanas después de la toma de la embajada de República Dominicana, el jefe guerrillero ordenó secuestrar al periodista Germán Castro Caicedo y lo retuvo durante 36 horas, en las cuales el cronista le hizo una entrevista que luego tituló “Obligado a preguntar”.
Al margen de este episodio y de la curiosidad que despertó Bateman al salir sin armas y con su característico afro a presentarse ante todo el país como el “comandante general del M-19″, lo que quedaría sonando en la cabeza de Petro y otros de sus compañeros fue la mención a un “diálogo nacional”, que luego el mismo Bateman rebautizó como el “sancocho nacional”.
Para Petro y los herederos de la doctrina del M-19, esa fue la primera vez que en Colombia se habló de buscar una salida política negociada al conflicto armado, justo cuando el país vivía las consecuencias del Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay. Ese “sancocho” era una suerte de reunión en la que Estado, guerrillas, campesinos, trabajadores y empresarios se sentarían a hablar sobre los problemas del país y, aunque nunca se dio, de alguna manera puso a la paz en la agenda política.
En las elecciones de 1982 todos los candidatos hablaron de paz y al final ganó Belisario Betancur, que promulgó una ley de amnistía y firmó los primeros acuerdos con el M-19 y otras guerrillas, antecedentes de la desmovilización de 1990 y la Constitución del 91, hoy por hoy en el centro del debate político por cuenta de las constantes menciones del mandatario al inicio de un nuevo proceso constituyente.
Esa idea del “sancocho nacional” tiene, para muchos en el petrismo, una continuación con la puesta en marcha del Pacto Histórico y con el llamado del presidente a un acuerdo nacional. “Ustedes proponen un acuerdo nacional, Bateman en el 82 propuso un diálogo nacional, son dos conceptos que van de la mano (...) la sociedad colombiana tiene que debatir el acuerdo y participar; no quiero usarlo en torno a las políticas públicas que el mismo Gobierno está defendiendo, pero tiene que ver con una mayor estabilidad laboral, con que la tierra sea asequible para el campesinado, con que los derechos de la sociedad puedan ser garantizados”, dijo Petro desde Cuba, en el cierre del tercer ciclo de diálogos con el ELN.
“Esas son palabras que hoy tienen una estrecha relación con la búsqueda de un acuerdo nacional. Es una parte importante de la narrativa del Gobierno, pero también una reivindicación que hace el presidente a sus orígenes, porque Bateman es un faro político para él y para toda una generación de jóvenes, hoy viejos, que los acompañamos y que hoy estamos dentro o fuera del gobierno”, comenta Darío Villamizar, escritor, exmilitante del M-19 y actual embajador en República Dominicana.
Vera Grabe, otra exintegrante del M-19 que hace parte del gobierno, como jefa de la delegación del Gobierno en los diálogos de paz con el ELN, también asegura que la idea del “diálogo nacional” derivó en la que es, muy probablemente, la mayor muestra de democracia de nuestra historia, la constituyente del 91. “Y el diálogo sigue presente, porque este es un país que tiene que aprender a escucharse, reconocer al otro y a la otra, encontrar caminos de concertación”, agrega.
Para este sector, Petro le sigue apostando a ese “sancocho nacional” y citan ejemplos como el de los mismos diálogos con el ELN, en los que puso a trabajar conjuntamente a personajes como Otty Patiño, exguerrillero del M-19 y hoy comisionado de paz; María José Pizarro, senadora e hija de Carlos Pizarro; y José Félix Lafaurie, dirigente gremial ganadero muy cercano al uribismo.
También hablan de otro de esos personajes simbólicos para el Gobierno, el expresidente Alfonso López Pumarejo, precursor de la reforma agraria que casi 90 años después busca llevar a cabo Petro. Las similitudes entre ambos son varias: marchas, balconazos, fortalecimiento de la lucha sindical y más. “Que el pueblo liberal de Gaitán y de López Pumarejo nos acompañe en este compromiso con la historia y la gente”, decía el Petro candidato en 2022.
En contraste a esa visiones, para Armando Silva, doctor en filosofía y literatura, detrás de esas referencias, a Bateman, García Márquez o incluso a Bolívar y Gaitán, hay un deseo de emular a grandes personajes sobre los que la historia ya dio parte de grandeza, una actitud que, según él, está relacionada con el narcisismo. “Esta no correspondencia entre unos ideales y la realidad es parte estructural de su personalidad y su gobierno y, de hecho, si en algo se parece el actual gobierno es a su presidente, una gran y grave distancia entre la realidad y sus planes”, dice Silva.
La escritora Piedad Bonnett señala que el presidente Petro es un “político romántico”, un rasgo que se evidencia en sus discursos grandilocuentes y emocionales, lo que le abriría la puerta al populismo. “No necesariamente es malo si se combinara con sentido de la realidad, un caso poco frecuente porque, como dice Manuel Arias Maldonado en La democracia sentimental, el romanticismo político ‘introduce un elemento utópico cuya abstracta vaguedad induce la suspensión del juicio racional a través de un estilo hiperbólico’”, escribió Bonnett en 2023, en una de sus columnas dominicales de El Espectador.
La periodista Patricia Lara, quien ha escrito dos libros relacionados con el M-19, el más reciente sobre la historia de la espada de Bolívar, opina en un sentido similar. Según ella, el Gobierno ha fracasado en materia de ejecución, lo que incluso se contradice con los postulados de Bateman: “Él decía que el pueblo solo entiende el lenguaje de los hechos y, por ejemplo, no vemos un acuerdo nacional, porque nadie se ha sentado a conversar”.
Esa sensación también recorre el Congreso. La oposición señala que el propio Petro no ha dado señales de querer conciliar y, por el contrario, ha intentado imponer sus reformas, incumplir los acuerdos políticos e incluso generar una narrativa de “bloqueo institucional” o golpe blando” que no aporta al diálogo. A todo esto se suma que, en términos prácticos, ni oficialismo y ni oposición están interesados en el acuerdo, pues desde ya preparan sus estrategias para el 2026.
Independientemente del resultado de esta discusión y el rumbo que tome el Gobierno en los próximos dos años y dos meses, queda claro que el presidente Petro seguirá echando mano del pasado, y de su pasado, para encontrar los argumentos que apoyen su agenda del “cambio”, lo que a su vez marcará lo puede llegar a ser el proyecto político de izquierda en el país.
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