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La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) declaró que el Estado de Colombia es responsable de las muertes, desapariciones, torturas, etc. de más de 6.000 miembros de la Unión Patriótica (UP), partido que fue exterminado en las décadas de los 80 y 90. ¿Cómo recibe esa decisión en cuyo texto se lee que hubo “participación directa de agentes estatales... [y] ... tolerancia, aquiescencia y colaboración [oficial]”?
El reconocimiento judicial de la verdad siempre será importante. Sin embargo, me ha embargado una profunda desazón porque han reaparecido viejos sentimientos de ira, impotencia, dolor y miedo que tenía sepultados en mi interior: he revivido esa época en que nos cazaban como conejos y no podíamos salir a la calle sin pensar que nos estaban asechando. Son experiencias de muy ingrata recordación. Hay que repetir, como ha dicho Aída Avella, que deben conocerse los nombres de los determinadores. La sociedad, en su conjunto, no puede lavarse las manos porque todos, absolutamente todos en esa época, permitieron que sucediera lo que sucedió.
¿Usted revivió el miedo por su situación personal y de esposa de un dirigente de izquierda o por el partido?
Por ambos. Uno sabía que si salía, era factible que no volviera a la casa. En esos años era común asistir a los entierros de los compañeros. Sentíamos la impotencia de no poder hacer algo para evitar que mataran a cualquiera.
Hoy, pasados 30 años, ¿señalaría a algunos responsables directos?
Tengo muchos nombres guardados. Pero no soy quien deba señalarlos, porque no soy jueza. La justicia nacional nos debe las respuestas.
Justamente, ¿qué opina de que un tribunal internacional haya reconocido, plenamente, que hubo un genocidio en Colombia mientras que la justicia local sigue siendo parcial y ha sido corta en condenas de los más altos responsables?
El ambiente de hostilidad que estimulaban las propias autoridades estatales contra la UP nos hizo pensar que la denuncia internacional era la única vía para que se reconociera lo que pasó aquí. En 1986, el ministro de Defensa (gobierno Barco), general Rafael Samudio Molina, sostuvo que la UP era “el verdadero enemigo”. Un compañero, que tuvo la oportunidad de escucharlo en conversación directa, me contó que Samudio afirmaba que si a Europa le había costado seis millones de muertos impedir el comunismo, ¿qué podían significar 100.000 en Colombia? Eso dibuja el ambiente que reinaba. Le cuento otro incidente: cuando tomé el curso de defensa nacional, Cidenal (especial para ejecutivos y funcionarios civiles), en el año 2009, es decir, dos décadas después del exterminio, un profesor nos dijo que los comités de derechos humanos y ONG como Minga y otras constituían una “amenaza” mayor que las FARC. En tal clima político, cualquier cosa podía suceder.
¿Y qué le contestó usted?
Me paré, airada, y le dije que afirmaciones como esa habían puesto, precisamente, a todo un partido político y a los defensores de derechos humanos en la mira de los fusiles. Un general cuyo nombre no recuerdo pero a quien he visto recientemente entrando a la JEP (o sea, dispuesto a confesar hechos delictivos de guerra) me respondió que estuviera “tranquila”, que no pasaba nada. Este episodio revelaba la estrategia contrainsurgente de los manuales de las Fuerzas Armadas en que la población civil era vista como objetivo militar.
Según la Corte IDH y, también, unas sentencias locales, agentes estatales y civiles con poder político y económico se coligaron con los grupos exterminadores del paramilitarismo en contra de la UP. ¿El pacto de silenciamiento social fue eficiente y definitivo para que esos grupos ejecutaran a 6.000 personas?
Viví esa situación de silenciamiento en carne propia; en un foro de derechos humanos convocado por la Presidencia de la República, me confiscaron un documento en que demostraba que los grupos paramilitares se estaban concentrando en las regiones en donde la UP estaba avanzado electoralmente. El pacto del aniquilamiento que usted menciona fue denunciado en la Cámara de Representantes por Gilberto Vieira (dirigente del Partido Comunista Colombiano). Nada ocurrió, salvo el amedrentamiento militar a la jueza que procesaba esos casos y su persecución por los paramilitares. La prensa registraba, pero no reaccionaba con la contundencia debida, y valiosos periodistas que se atrevieron a hacerlo también fueron asesinados. Hubo un esfuerzo por subestimar y subregistrar el holocausto que estaba desarrollándose.
La extrema derecha del país argumentaba que los asesinatos a los integrantes de la UP se producían debido a que ellos seguían siendo guerrilleros activos de las Farc, pero disfrazados de políticos. ¿Qué piensa de esta forma de justificar los crímenes?
Que fue una falsedad que hizo carrera en medio de la estigmatización oficial. Y que ese fue el soporte del aniquilamiento de todo un partido político cuya plataforma era lo contrario: la paz. Esa perversa argumentación obedeció a una doctrina de seguridad nacional de la Guerra Fría, en que toda de expresión de inconformismo político y social se achacaba al comunismo, “el enemigo interno”. Así se borró la línea entre los combatientes y la población civil para sofocar la participación ciudadana en los destinos del país y mantener privilegios. Ciertamente, en la UP hubo exguerrilleros de las FARC, porque el partido fue fruto de un acuerdo de paz de esa agrupación con el presidente Belisario Betancur. Pero al sentirse perseguidos, algunos desmovilizados se vieron obligados a regresar a la guerrilla. Algo similar a lo que se vivió recientemente con la persecución judicial en contra de “Santrich” e “Iván Márquez”, y con consecuencias parecidas.
Usted hizo campaña por Jaime Pardo Leal, primer candidato presidencial de la UP, que fue asesinado en 1987 por sicarios que lo acribillaron en una carretera. ¿Qué recuerda de ese episodio trágico que marcó la etapa de persecución contra los activistas de izquierda en el país?
Estaba en casa con mi esposo, Carlos Romero, cuando nos dieron la noticia. Carlos fue a resguardarse, de inmediato, en el salón comunal del barrio Policarpa con la plana mayor de la UP. Ese sitio fue rodeado por una manifestación de simpatizantes enfurecidos y una enorme cantidad de fuerza pública que presionaba a los manifestantes. Se oían disparos. Eran momentos de caos. Después, en el sepelio hubo una explosión social. La gente no permitió que hablaran, en el cementerio, Luis Carlos Galán ni otros dirigentes. Dimas Rincón, un colega concejal que estaba armado, tuvo que escoltarme con revólver en mano, para protegerme de un exaltado que apuntaba directamente contra mí, con un fusil mientras me gritaba “oligarca”. Paradójicamente yo había sido escogida por la UP para pronunciar el discurso.
¿Quién le apuntó con fusil?
No lo supe. Pero sí recuerdo, con claridad, que cuando salimos del cementerio había armas de lado y lado. En cuanto a mí, cuando hubo oportunidad, tomamos camino hacia el Concejo con Dimas, y el hombre que me amenazaba y quien seguía allí, corrió hacia el centro de la ciudad por la avenida 26. Creo que tenía un pañuelo cubriéndole la cara. Dimas Rincón mostró gran valor en esos momentos angustiosos enfrentándose al desconocido. Incluso, le puso la pistola en la cabeza. Nunca he temblado tanto en mi vida como en esos momentos.
Siendo que usted era, como le dijo el hombre del fusil, una “oligarca”, ¿cómo se acercó e hizo parte de las izquierdas del país siendo familiar de los más altos dirigentes del poder político dominante?
Vengo de una familia liberal de buenas costumbres. Mi padre, un masón, era maestro de la tolerancia. Mi madre, una mujer libertaria y apasionada. Ambos me enseñaron que los privilegios se pagan con servicio a la comunidad. A los 14 años fui a estudiar a un internado en Estados Unidos. El racismo estadounidense me impactó. En la universidad (Harvard) participé en las luchas estudiantiles contra la guerra en Vietnam, el apartheid de Sudáfrica y la desigualdad de las mujeres. Una cosa lleva a la otra. Y cuando llegué a Colombia, no me alejé de mis principios sino que los ratifiqué.
¿Cómo influyó su formación académica en sus inclinaciones políticas?
Harvard era un hervidero en 1968. Cuando ingresé, estalló la rebelión estudiantil. Participé activamente en la Sociedad de Estudiantes Democráticos, que impulsó la huelga del año siguiente cuando se cerró la universidad. Mis profesores enseñaban economía sin dogmatismos. Todavía no se habían tomado esa disciplina, la econometría ni los modelos matemáticos. Mi director de tesis, Albert Hirschman, era un sobreviviente de la resistencia al nazismo en la Segunda Guerra Mundial. El año pasado estuve en el aniversario de los 50 años del grado: los tiempos han cambiado y la universidad también. Soy una fiel hija de los 60, más rebeldes, menos elitistas.
¿Su matrimonio, de más de 35 años, con el dirigente comunista Carlos Romero fue causa o consecuencia de su activismo político?
Cuando salí de la Alcaldía, mis colegas del MIT-Harvard Club me hicieron un reconocimiento. Uno y otro tomaron la palabra para contar alguna anécdota sobre mi paso por la universidad. Después de varias intervenciones en que hablaban de las marchas, las campañas para financiar el periódico y demás, Carlos pidió la palabra y dijo: “Ya ven, yo la recibí así”. Durante 35 años hicimos vida y política juntos. Nos amamos inmensamente. Seguro que hubo influencia de doble vía. Fueron grandes las polémicas en la izquierda. Carlos tenía fama de duro y dogmático, pero decidió retirarse del Partido Comunista por las diferencias insalvables que surgieron.
Romero fue miembro activo, además del Partido Comunista, de la Unión Patriótica y del Polo Democrático. ¿Sufrió persecución por sus militancias en todas las épocas?
En el año 85 empezó la guerra sucia contra la UP y toda la izquierda. Comenzaron a circular listas de condenados a muerte. En ellas siempre incluían a Carlos. Después de mi candidatura a la Alcaldía de Bogotá, en coalición de izquierdas lideradas por la UP, sumaron mi nombre a los amenazados. Carlos amaba su tierra, Santa Marta, pero nunca pudimos volver después de que le hicieron un atentado en el mercado, según dijeron, de parte de Hernán Giraldo (el patrón paramilitar de la Sierra Nevada al que apodaban “El Taladro” o “el Señor de la Sierra” por las herramientas con que asesinaba). Para fines de los 90, ya nos habíamos retirado de la política para protegernos.
Entonces, ¿pudieron estar tranquilos?
Pensamos que nos dejarían en paz, pero ¡qué va! Siguieron las amenazas y logramos esconder a Romero. Fue cuando llegó una carta que decía que como él no aparecía, me llevarían a mí. Terminamos viviendo durante casi cinco años en Venezuela. Juramos que no volveríamos a participar en política. Pero Petro le propuso a Carlos hacer parte de las listas electorales del Polo Democrático Independiente. Fue elegido y reapareció la inseguridad.
¿Usted también fue víctima de actos que amenazaron su vida?
Sí. Como le dije antes, salir de casa se convirtió en un reto personal. Una vez, nos persiguió una camioneta con hombres armados cuando yo iba por la Circunvalar. Los policías que me protegían lograron que los hombres que nos seguían se desviaran a la altura del parque Nacional. Cotejamos la placa y resultó ser falsa; pero buscaron los partes que le habían puesto al vehículo y encontraron varios. El conductor fue identificado como agente del F2 (grupo policial de inteligencia hasta los años 80). En Ciudad Bolívar, un sicario en moto avanzaba detrás del carro en que yo iba, apuntando su metralleta, pero otro vehículo lo sacó de la vía. Prieto, el conductor, un funcionario de la Alcaldía de Usme, renunció y se fue de Bogotá. Nunca lo volví a ver. Poco tiempo después, saliendo de la revista “Consigna”, en donde me diagramaban un periódico, trataron de secuestrarme. No sé cómo hice pero saqué mi revolver, disparé y salieron corriendo. Yo no podía del susto. Tengo ángel de la guarda.
¿Es verdad que su esposo y usted también fueron víctimas de discriminación social, aislamiento y otras formas de estigmatización por sus ideas políticas?
Carlos y yo nos sentimos socialmente discriminados, no lo voy a negar. Cuando asistimos al entierro de un familiar asesinado por las FARC, sentimos que nos miraban con recelo y hasta que nos culpaban por lo sucedido. No pudimos volver a reuniones sociales porque los demás invitados, ni tan discretamente, se retiraban. Tampoco a restaurantes ni a hacer mercado: la gente se apartaba por miedo a que empezara una balacera contra nosotros y que le tocara una bala perdida. Es comprensible, pero fíjese que eso indica que la gente sí sabía lo que pasaba y dejó que sucediera lo que sucedió, sin decir una palabra. Pero no hay mal que por bien no venga: como no me volvieron a dar trabajo, me dediqué a estudiar Derecho, y además de economista soy abogada.
Ahora usted es senadora del Pacto Histórico y, por primera vez, Colombia tiene un gobierno de izquierda. Hay mucha oposición en las redes y controversia pública por el estilo del presidente Petro y las reformas que pretende adelantar. ¿Teme que regrese la violencia política de hace 30 años?
Uno quisiera que las cosas hubiesen cambiado, pero tanta violencia verbal acaba mal y es contagiosa. Debemos ser capaces de adelantar diálogos improbables, como los que describe Jean Paul Lederach. No podemos caer en la repetición. He escuchado llamados a un paro nacional “hasta que caiga Petro”. Uno piensa: ¿será que están coordinados? Tenemos una institucionalidad fuerte, unas Fuerzas Armadas constitucionales, un presidente que escucha a la oposición, que no es lo mismo que incumplir su programa para darles gusto. También se han dado encuentros entre Gustavo Petro y Álvaro Uribe; hubo oferta tierras de Fedegán; el nombramiento de José Félix Lafaurie y otros actos similares que pueden abrir puentes al diálogo y entendimiento. Tengo esperanzas en medio de profundas aprensiones.
¿Cuáles son, a su juicio, las diferencias entre lo que ocurría entonces y lo que sucede hoy con los asesinatos de excombatientes, líderes comunales, defensores de derechos humanos y demás?
No hay tanta diferencia. Todo indica que, hoy, asesinan a los líderes sociales, reclamantes de tierras y otros voceros de las comunidades para proteger el negocio del narcotráfico. No obstante, esos hechos, que suceden en todo el territorio nacional, no están exentos de la ideología del “enemigo interno” que sustentaba la persecución de los años 80 y 90. Pero, a diferencia de las décadas pasadas, ahora existen canales de comunicación inmediata; la sociedad es más consciente y defiende sus derechos; y el ojo de la comunidad internacional está encima y bien abierto. Con todo, no se ha podido frenar ese fenómeno.
El exterminio de la UP: “un crimen sistemático y de lesa humanidad”.
En la sentencia del caso “... Unión Patriótica Vs. Colombia”, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) declaró responsable al Estado de la persecución que sufrieron 6 mil víctimas de ese partido. En unos de sus apartes dice que “(se) pudo comprobar que la violencia sistemática contra los integrantes y los militantes de la Unión Patriótica, la cual perduró por más de dos décadas y se extendió a la casi totalidad del territorio colombiano, se manifestó a través de actos de distinta naturaleza como desapariciones forzadas, masacres, ejecuciones extrajudiciales y asesinatos, amenazas, atentados, estigmatización, judicializaciones indebidas, torturas, desplazamientos forzados, entre otros... (Y que) constituyeron parte de un plan de exterminio sistemático contra (ese) partido, sus miembros y militantes, que contó con la participación de agentes estatales, y con la tolerancia y aquiescencia de las autoridades, constituyendo un crimen de lesa humanidad. A su vez, las investigaciones sobre esos hechos de violencia no fueron efectivas y se caracterizaron por altos índices de impunidad que operaron como formas de tolerancia por parte de las autoridades frente a los mismos...”
“Quiero pensar que no se trata del mismo fenómeno (de exterminio)”
Aunque ha habido actos de reconocimiento de responsabilidad estatal (sobre el exterminio de la UP) como el que realizó el presidente Santos en su momento, no parece que hubiera un sentimiento generalizado de vergüenza social por ese genocidio ¿Estamos presenciando una persecución similar en contra de los excombatientes de las FARC entre quienes ya hay 355 asesinados?
Muchos de esos crímenes pueden provenir de sentimientos de venganza. La no repetición exige desarrollar un proceso de sanación que no ha podido consolidarse por la polarización tóxica que exacerba los odios. Uno quisiera pensar que no se trata del mismo fenómeno pero hay que reconocer que el exterminio de la UP empezó así: al principio los nombres y fechas de los asesinatos reportados en la prensa, eran más o menos distantes y se presentaban en algunas regiones. Sin embargo, a partir del año 86 se aceleraron los ataques y hubo una explosión de homicidios y masacres. Eso puede ocurrir hoy. Se les achacan los ataques a las disidencias. Pero los que saben dónde ponen las garzas, aseguran que esas agrupaciones han sido permeadas por sectores corruptos de las Fuerzas Armadas.