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Íbamos a desayunar. Mis padres y hermanos nos habían reunido alrededor del comedor, de donde saldríamos, casi todos, hacia la procesión de Jueves Santo. Popayán era y es una ciudad muy religiosa y alrededor de la conmemoración de la Semana Santa se hicieron célebres sus multitudinarias marchas en honor a los personajes y momentos bíblicos vinculados con la vida y muerte de Jesús. Nos habíamos levantado temprano para aprovechar mejor el día y hasta pasadas las ocho de la mañana creíamos que sería una jornada de procesión sin nada anormal.
Pero apenas cinco minutos después, a las 8:15 a.m. de aquel 31 de marzo de 1983, ocurrió una tragedia que hasta hoy no se borra de mi memoria ni de la de mis paisanos y que es la misma por la cual las imágenes de Popayán salieron de manera permanente durante varias semanas en medios de comunicación de todos los rincones del mundo, muchos de los cuales apenas vinieron a enterarse en ese momento de que existía un país que se llamaba Colombia.
A las 8.15 a. m., aquel 31 de marzo que parecía un día cualquiera se convirtió en la más dolorosa pesadilla. Vivíamos en el barrio Antonio Nariño, en el norte de la capital caucana. Lo primero que sentí fue la sensación estridente de un avión que aterrizaba. Como nuestra casa estaba un poco más allá del aeropuerto, que parte en dos a Popayán, asocié ese momento confuso, ensordecedor y estrepitoso con las cotidianas escenas de aeronaves que iban y venían.
Pero esa primera sensación pronto pasó a ser la de quien estaba junto a un avión gigante - no uno cualquiera- y luego la de quien sente que esa aeronave aterriza en su propia casa, no en el aeropuerto. Era impresionante. De inmediato vino el segundo sacudón y la tierra comenzó a moverse no solo hacia los lados sino hacia todas partes. Yo tenía muy cerca a mi hermano menor, lo cargué en mis brazos y salimos todos corriendo hacia la calle. Frente a la casa había un lote, a donde todos los vecinos llegaron de inmediato para resguardarse de cualquier cosa que se pudiera caer. El movimiento duró 18 segundos. Eternos 18 segundos. Era impresionante ver cómo se movían las casas. Como en las películas de la televisión, pero con casas de verdad. Con familias que en verdad vinieron a perder todo el trabajo de sus vidas -y en muchos casos, hasta la vida misma- en menos de un minuto. En eternos 18 segundos.
El movimiento duró 18 segundos. Eternos 18 segundos. Era impresionante ver cómo se movían las casas. Como en las películas de la televisión, pero con casas de verdad. Con familias que en verdad vinieron a perder todo el trabajo de sus vidas -y en muchos casos, hasta la vida misma- en menos de un minuto. En eternos 18 segundos”.
Luis Fernando Velasco
Nos descubrimos hablando en la calle con vecinos de todas partes. Todo el mundo estaba en pijama. María Eugenia Vallecilla, Nenena, como la llamamos desde niños, era la gerenta de Caracol Radio y muy allegada a nuestra casa. Intentó prender un transistor para escuchar las noticias sobre lo que estaba pasando y nosotros aun no comprendíamos, pero las primeras noticias eran aterradoras y la hicieron poner muy molesta. Decían que Popayán estaba destruida. Ella llamó a la emisora a pedir que corrigieran la información y les aclaró que las casas tenían grietas, pero que seguían en pie. Les pidió a los periodistas mucha responsabilidad en la información.
Rato después, mientras la angustia de la gente crecía y nosotros caminábamos por las calles de la ciudad antigua, descubrí algo que mi mente bautizó en ese momento como un hongo atómico y me llené de susto. La cúpula de la catedral se había caído y el polvo a su alrededor generaba una especie de nube que impedía ver con claridad alrededor y que no dejaba lugar a dudas respecto a que allí había ocurrido una desgracia.
Luego me enteré de que la catedral fue uno de los lugares en los que más gente murió como consecuencia del terremoto de Popayán que nos acababa de sacudir, pues la cúpula de la torre les cayó encima a decenas de personas que habían acudido a la misa de las 8:00 a.m. y que justo ese Jueves Santo ocupaban las primeras filas entre la feligresía.
No existía celular y se habían perdido las comunicaciones por teléfono convencional, así que las primeras informaciones sobre lo que pasaba las daba la radio, o los vecinos que habían podido hablar con personas del otro lado de la ciudad, cuyos relatos confirmaban que los periodistas a los que Nenena había llamado no se equivocaron en su información: Popayán estaba destruida. La Popayán colonial, centenaria, estaba en ruinas.
En medio de la confusión, uno de mis hermanos salió presuroso y mi papá corrió a buscarlo. Cuando volvieron supimos que la casa de los abuelos también estaba destruida. Y a la amargura por esas pérdidas materiales le sucedió la alegría de saber que ellos, los abuelos, estaban bien. Que todos estábamos bien. Así le ocurrió a muchas familias.
Unos minutos después del temblor, comenzamos a reaccionar y nos dimos cuenta de que el tema era bastante grave, así nuestra familia estuviera bien. Y teníamos que colaborar. Yo tenía 17 o 18 años. Mi primera decisión fue dirigirme al aeropuerto, el mismo desde el cual me había imaginado que venía lo que resultó ser el temblor, y en compañía de varios amigos empezamos a ordenar la llegada de aviones y de las primeras ayudas.
Todos aquellos que no tuvieran familiares heridos empezaban a asumir tareas de ayuda en el momento de la tragedia.
Primero llegó una avioneta con periodistas. Después apareció la de la embajada americana y así fueron haciendo su aterrizaje apoyos desde distintos lugares. Se comenzó a generar una cadena de apoyo a la ciudad desde Cali y Quilichao. Todas las poblaciones vecinas preguntaban de qué manera podían ayudar. Desde los miembros del cuerpo de bomberos, con su valerosa y oportuna reacción hasta la gente común y corriente, los vecinos de los pueblos, que consideraban que la mejor opción era pasar por un supermercado y traer mercados a Popayán. En un solo día vi la tragedia en mi cuidad y sentí, allí mismo, esa sensación de solidaridad que alivia, que llena el alma en medio del dolor.
La destrucción de los barrios nos dejó a todos perplejos. El centro estaba en ruinas y algunos sectores relativamente nuevos como el barrio Cadillal se veían peor. Si hubiese existido un dron podríamos entender la dimensión del desastre, que aún es difícil de explicar con palabras. La vista era semejante a aquella que ofrecen los rayos de sol cuando se cuelan por entre los edificios y se proyectan de manera interrumpida en la distancia. Una parte de la ciudad se veía destruida y al lado había construcciones en pie (que luego se fueron cayendo) y más allá había otra parte destruida.
Creo que al mediodía llegó a la ciudad el presidente Belisario Betancur. En el comando de policía, que era una edificación nueva y no sufrió daños, se montó el puesto de mando para dirigir las acciones. Las sedes de la Gobernación y la Alcaldía habían colapsado. El centro de Gobierno se trasladó a la Policía. Amalia Grueso, una señora muy querida, era la gobernadora. Mi madre gerenciaba la Caja de Previsión del departamento y, por lo tanto, trabajaba con ella en la gobernación.
Pasada la tarde, y especialmente al día siguiente, fuimos conscientes de la cantidad de víctimas mortales que dejó el sismo y comenzaron las conversaciones entre la gente sobre cómo sería que harían sus familias para enterrarlas. Nunca podré olvidar la imagen de un señor que pasó frente a mi empujando una carretilla con tres ataúdes encima. ¡Llevaba a su familia entera para enterrarla! Me impactó demasiado esa escena. Me dolió y me duele.
Nunca podré olvidar la imagen de un señor que pasó frente a mi empujando una carretilla con tres ataúdes encima. ¡Llevaba a su familia entera para enterrarla! Me impactó demasiado esa escena. Me dolió y me duele”.
Luis fernando Velasco
Después vino la otra etapa difícil, la de definir en dónde se ubicarían las familias que perdieron sus viviendas. Se volvió común que durante un tiempo vivieran tres o cuatro familias en la casa de una. Qué gesto tan hermoso. Si me preguntan cuál es la palabra que más recuerdo en medio de semejante dolor podría decir que es esa: solidaridad.
Se vino el ejercicio fuerte de reconstrucción de la ciudad y 10 años después del terremoto fui electo alcalde, a los 26 años. Le hice un reconocimiento no a una persona en particular, sino a esa generación que lideró la reconstrucción de Popayán. Esa generación que Colombia recuerda como una generación transparente, que invirtió los recursos, construyó las casas, volvió a levantar la universidad, los edificios públicos, el acueducto, el alcantarillado. De hecho, las dos últimas grandes obras de la reconstrucción me tocaron como alcalde y debo agradecer a Ramiro Osorio, entonces director de Colcultura, por su ayuda para reconstruirlas: el teatro municipal y el templo de San Francisco, uno de los más hermosos de Colombia. Creo que nos faltó el plan de activación económica.
De todos esos momentos quedó también un libro: Los 18 segundos que sacudieron la historia de Popayán”. Y narra precisamente eso: la historia del temblor, que comienza con un sonido impresionante y de fuerza descomunal por el movimiento de tierra, que destruye de inmediato a la ciudad de Popayán y que concluye cuando esa misma ciudad se levanta de las ruinas gracias a la valentía y solidaridad de los patojos, del país y de la comunidad internacional.