Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Mientras avanzaba en la escritura de este libro, leí y repasé lo mucho que viví durante diez años cuando fui embajadora en Caracas y canciller de Colombia; también hablé con numerosas personas sobre Venezuela y con venezolanos con los que hacía mucho no tenía contacto; revisé y reflexioné sobre el pasado, el presente y el incierto futuro de ese país. (Le puede interesar: Venezuela elimina seis ceros a su moneda y emitirá nuevos billetes).
Cuando llegué a Caracas por primera vez en septiembre de 2002, sabía que me esperaba un trabajo enorme porque las relaciones binacionales eran difíciles, los gobiernos estaban en orillas distintas desde el punto de vista ideológico y en ese momento Colombia dependía del comercio con Venezuela. Al mismo tiempo teníamos la dificultad de que el gobierno de Chávez no permitía una comunicación directa entre las Fuerzas Armadas de los dos países para controlar la frontera, sumado a la clara tolerancia del gobierno venezolano con la guerrilla colombiana. Aunque tenía un gran reto por delante, pronto me di cuenta de que había llegado a un país maravilloso, interesante, muy rico culturalmente y gente encantadora. Esa fue la Venezuela que viví. Me produce una gran tristeza ver el deterioro de ese país, que sin duda terminó convertido en un Estado fallido. (Más: Duque a Maduro: “Lo que hemos hecho es atender a hermanos venezolanos”.)
***
El mundo no es como hace tres décadas, cuando tumbaban a los presidentes desde el exterior y los militares abandonaban al caudillo y facilitaban su salida. Cuando pienso en el posible regreso a la institucionalidad democrática en Venezuela, me parece que el gran obstáculo es que está gobernado por militares, más que por civiles. Si bien es cierto que Maduro y su entorno cercano surgieron del mundo civil, para mantenerse en el poder se entregaron a los mandos militares. Cuando un país pone a los civiles a hacer tareas de militares y a los militares a hacer tareas de civiles, es el inicio del desgobierno. Eso pasó en Venezuela desde el triunfo de la revolución bolivariana de Chávez.
Cuando Chávez escogió a Maduro para sucederlo por encima de Diosdado Cabello, algo que causó gran extrañeza, pudo haber pensado que se necesitaba un civil para interactuar con el mundo civil, con empresarios, industriales, comerciantes, la ciudadanía. Infortunadamente, Maduro —que carecía de habilidad para cohesionar a su partido y a su gente, sin tener el liderazgo de Chávez— encontró que la única manera para mantenerse era repartir el poder en las regiones y en las distintas instancias del Gobierno, como ha hecho en los últimos años. La fragilidad del Estado venezolano es total y su presencia real es muy escasa. Los grupos ilegales se mueven a sus anchas en un territorio sin dirección.
***
De otro lado, es claro que las fuerzas opositoras no han podido organizarse y unirse para canalizar a su favor el descontento y las arbitrariedades del Gobierno. No han logrado consolidar una estrategia política sólida, de mediano y largo plazo, que les permita construir un camino coherente y cohesionado para ganarse a la población y recuperar la democracia.
El cortoplacismo es un factor determinante que ha impedido el cambio de régimen. También es cierto que los opositores se enfrentan a un gobierno que amedrenta, amenaza y controla la población a través del miedo, lo que hace más difícil desarrollar cualquier tarea. Infortunadamente, no ha sido posible la unidad de la oposición. Tal vez ello es reflejo de cualquier sociedad donde no todo el mundo piensa lo mismo ni tiene la misma identidad ideológica. La une el querer vivir de nuevo en un país democrático y sacar a Maduro del poder, pero eso no necesariamente quiere decir que piensen de la misma manera. El día que alguien logre juntarlos será la antesala de la salida de Maduro.
***
El gobierno de Iván Duque tomó la decisión de asumir como su política hacia Venezuela la caída de Maduro. Recuerdo que en el famoso concierto en la frontera el 25 de febrero de 2019, en el que se pretendía que una fallida cadena humana sacara a Maduro del Palacio de Miraflores, Duque vaticinó que el mandatario venezolano tenía las horas contadas. Ese día, Duque estuvo acompañado por los presidentes de Chile, Sebastián Piñera, y de Paraguay, Mario Abdo Benítez, y los tres sentenciaron que había llegado el final del gobierno de Maduro. Al final de la jornada lo único claro es que todos subestimaron a Maduro.
En ese mismo mes, los colombianos residentes en Venezuela se quedaron sin quién los atendiera en los consulados porque los funcionarios diplomáticos y administrativos debieron regresar a Colombia. Dos años atrás, en abril de 2017, cuando el Tribunal Supremo le dio la estocada final a la Asamblea Nacional al declararla en desacato, varios países del grupo de Lima retiraron sus embajadores de Venezuela. Nosotros también lo hicimos, pero la relación binacional se mantuvo a nivel de un encargado de negocios; no cerramos las oficinas consulares y mantuvimos el personal diplomático.
Las relaciones con Venezuela se acabaron, pero estoy convencida de que entre los dos países se deben mantener canales de comunicación, principalmente porque todo el tiempo ocurren situaciones complejas y difíciles de manejar. Esa es la mejor manera de coexistir para defender los intereses del país y proteger a nuestros ciudadanos tanto en nuestras fronteras como fuera de ellas. Venezuela planteó muchos retos en comunicación, diálogo, acciones y decisiones.
Ya he explicado lo compleja que ha sido la relación en los últimos años. Con este conocimiento y esta experiencia, hoy como ayer, creo que respetar los principios rectores de las relaciones internacionales es fundamental para mantener la paz y la seguridad entre nuestras poblaciones. Estoy convencida de que el respeto a los principios fundamentales que orientaron nuestra política exterior durante el gobierno Santos es el camino a seguir para tener relaciones funcionales a nivel bilateral.
Esa convicción no es producto de la ingenuidad, no nace de la impotencia de cambiar el modelo político en otros países. Nace del respeto a la convivencia en la comunidad internacional. Eso fue lo que sucedió con Ecuador. Construimos una relación basada en el diálogo, el respeto y la transparencia. Esa con[1]fianza nos permitió entendernos de manera cordial para acometer los temas siempre complejos de la frontera, incluyendo el de la seguridad. Todo esto, a pesar de estar en orillas ideológicas diferentes.
Así queramos cambiar el gobierno de otro país porque no coincidimos con sus políticas, con su visión, con su ideología, no podemos inmiscuirnos porque ni siquiera las grandes potencias lo hacen. La realidad indica que dichas intervenciones crean inestabilidad política y generan largos períodos de violencia y perpetúan el caos. Esos principios fundamentales de las relaciones internacionales, como la no intervención en los asuntos internos de los Estados, el acatamiento del derecho internacional, la solución pacífica de las controversias, la igualdad soberana, la cooperación, la observancia de la integridad territorial y la independencia política de cualquier Estado, son la mejor manera de conducir políticas serias y beneficiosas para el país en el largo plazo. Esos fueron los principios que rigieron el manejo que le dimos a la compleja relación con Venezuela. Según mi criterio, lo que debe importar en cualquier decisión política es si nuestra gente estará mejor o peor.
***
La transición hacia una Venezuela libre y democrática es necesaria. Sin embargo, quienes pensaron que la única salida era una intervención militar desde Estados Unidos deben estar frustrados porque al final la administración Trump no lo hizo y el gobierno de Joe Biden no lo hará. Se requiere de una negociación a gran escala con las potencias que tienen intereses económicos y políticos invertidos en Venezuela desde el inicio del chavismo, como China y Rusia, así como Cuba, que tiene gran incidencia en el régimen de Maduro.
Habrá que ver cuál de estos países se decide y ayuda a los venezolanos a volver a vivir en un país que les dé oportunidades. Cuando terminé mi gestión en la Cancillería, el 6 de agosto de 2018, pensé que la situación de Venezuela estaba lejos de solucionarse y varias veces me pregunté cómo serán los años por venir. Convencida, como al principio, de que Venezuela sólo retomará su camino democrático a través de una negociación, con elecciones libres, con participación de todos los sectores, con chavistas no maduristas, con maduristas puros y con una oposición unida, de ser posible, o por lo menos con principios y objetivos comunes. Lo más importante de una negociación no es sólo lograr un cambio de gobierno, sino alcanzar la coexistencia entre las partes. En otras palabras, que haya un acuerdo de convivencia, una verdadera separación de poderes, y no simplemente que quien llegue nombre gente de su entorno, sino que se respete la democracia con la separación de las ramas del poder público.
***
El régimen de Maduro está hoy en una situación política menos vulnerable que en 2020 porque volvió a controlar el poder legislativo, o por lo menos ya no tiene el ruido internacional que le hacía la asamblea anterior. En diciembre de 2020 se llevaron a cabo elecciones parlamentarias donde el partido de gobierno se quedó con 256 de 277 escaños. Varios dirigentes de la oposición participaron con muy poco margen de maniobra como para lograr que cambie la situación. Esos diputados han sido muy criticados porque desconocieron las directrices de no hacer parte de esa contienda electoral. En octubre de 2021 vendrá la elección de gobernadores y alcaldes y aún no se sabe si la oposición presentará candidatos.
***
Ojalá Venezuela encuentre el sendero que la conduzca a la democracia y sus habitantes vuelvan a ver a su país con esperanza. Era un país extraordinario y espero en algunos años vuelva a florecer. Siempre estará en mi corazón porque haber vivido allá y conocer a su gente hacen imposible no quererlo. Sea este el momento para agradecerle a Juan Manuel Santos por haberme dado la oportunidad de desempeñarme como canciller de Colombia.
Ese es el más alto honor que he alcanzado, el mayor orgullo para mi madre mientras estuvo, la mayor satis[1]facción de una vida dedicada al servicio público, en el que creo profundamente. Fueron casi 25 años de mi vida al servicio de lo público, con lo bueno y muchos sinsabores, porque no hay nada más ingrato que lo público. Trabajé sin descanso para dejar en alto el nombre de nuestro país y cambiar la percepción negativa en muchos países. Dejé la Cancillería en 2018, en un momento de gran reconocimiento internacional; siempre estaré satisfecha por la tarea que se hizo en esos ocho años y agradecida con la gente que me acompañó. Sin cada uno de ellos no habría podido hacer lo que hice.
Los que creemos en la Paz de Colombia y quienes trabajamos arduamente para lograrla, reconocemos el indudable aporte de Hugo Chávez para que el proceso de La Habana llegara a buen puerto. En medio de las confrontaciones políticas y el desacuerdo con el modelo que instauró Chávez en Venezuela, que, dicho sea de paso, nadie en el gobierno colombiano compartía ni quería, los enemigos de la paz convirtieron la participación de Chávez en motivo de malestar y rabia.
Nunca quisieron aceptar que se negociara en el gobierno de Santos, aunque en el gobierno de Uribe lo intentaron sin éxito. El uribismo acuñó el término castrochavista con la doble intención de descalificar a todo el que estuviera a favor de la negociación de paz y asustar a la gente con la posibilidad de que Colombia se convirtiera en una Cuba o una Venezuela. Esa palabra contribuyó a dividir y a polarizar al país.
El término castrochavismo no estaba únicamente dirigido a desprestigiar a Santos y acusarlo de excesiva complacencia, primero con el régimen de Chávez y luego con el de Maduro, sino a generar zozobra por la paz. Lo repitieron todo el tiempo y lo lograron. Sabían muy bien que el truco consiste en repetir las mentiras una y otra vez, hasta que empiezan a convertirse en ‘verdad’. Lo cierto es que la gente se asustó porque Venezuela y Cuba estaban sentadas en la mesa de negociación y ello generaba desconfianza.
***
En Colombia, y no creo que eso ocurra en muchos países, a los presidentes los elegían temas como la paz o la guerra, según la coyuntura del momento. La paz era un imperativo de todos los gobernantes; el país necesita vivir en paz para crecer, generar riqueza y empleo, y hacer justicia con doce millones de colombianos que viven en el campo azotado por el conflicto. Cuando veo la lentitud de la implementación y se oyen críticas del partido de gobierno contra aspectos claves del acuerdo, me angustia que dejemos pasar la oportunidad de construir un país en el que no nos matemos los unos a los otros y sigamos en una conflictividad social que no nos deje prosperar.
Cuando veo que desde 2017 empezaron a ocurrir los horribles asesinatos de líderes sociales que en 2021 alcanzan cifras escalofriantes, pienso, como dice Mauricio García en su libro El país de las emociones tristes: “En Colombia, quizá más que en otras partes, el pasado nunca muere del todo, y, como dice Octavio Paz refiriéndose a México, sus heridas siguen manando sangre todavía”. Es imperativo proteger a tantos líderes, hombres y mujeres, que se juegan la vida en sus territorios por defender los derechos de esas comunidades que piden una sociedad más justa.
El acuerdo contempló un horizonte de quince años para su implementación. Todavía tenemos diez por delante para avanzar y lograr que se cumpla buena parte de lo pactado. Fue un buen acuerdo, el mejor posible para la situación que vivíamos desde hacía cincuenta años. Después de compararlo con otros procesos de negociación, el propio Instituto Kroc decía que es uno de los mejores acuerdos que se han logrado. Igualmente, si la JEP sigue avanzando, podremos sanar heridas y sentir que al final llegó la justicia tan necesaria para perdonar. Esto se podrá lograr si creemos y le damos una oportunidad al acuerdo. Es incomprensible que para el mundo haya sido un gran acuerdo, pero acá, en este país de rencillas, odios y envidias, nos parezca que fue un fracaso y ya sentenciaron que no va a funcionar.
Tengo la esperanza de que los colombianos despertemos del negativismo en que nos ha metido el día a día político y mediático. Colombia es un gran país que tiene todo para crecer, desarrollarse y darles grandes oportunidades a sus ciudadanos; la polarización que ha crecido en el mundo entero, en nuestro país es alarmante. La agresividad y las mentiras consumen las redes sociales. Contamos con todas las condiciones para retomar la paz, y con ella la ilusión y el optimismo de tener un país con más oportunidades. Hay que pensar en los jóvenes, que son el presente y el futuro, y hoy están sin esperanza. El día que Colombia logre que sus líderes piensen más en lo colectivo que en intereses particulares, lograremos tener un país más equitativo y solidario.
* Se publica con autorización del Grupo Editorial Planeta.