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Con la muerte de Horacio Serpa Uribe, uno de los más grande dirigentes liberales y socialdemócratas de las últimas décadas, termina un ciclo de la historia política de Colombia. Serpa fue un hombre que llegó a la cima trabajando duro desde abajo, que se hizo grande con sus ideas y su verbo, y convirtió la lealtad en su carta de presentación, la transparencia en su sello personal y la búsqueda de la paz en el hilo conductor de su vida pública.
Fue un líder político único, transformador, conciliador, vanguardista, que luchó por la descentralización y el desarrollo en las regiones y vivió cada día para erradicar de Colombia la violencia y la pobreza. Un protector de su familia y un enamorado eterno de Rosita de Serpa, su compañera de vida.
Siendo redactor político de El Tiempo, en 1989, iniciamos una sincera amistad de mas de 30 años. Serpa representaba en la política a la gente humilde, las víctimas, los desplazados, a la gente de la provincia, y era ejemplo de quienes luchan con tenacidad y sin trampas por salir adelante y no se avergüenzan de su pasado. Un líder sin dobleces, que amaba a Barrancabermeja y se hizo oír desde la provincia, ganando en franca lid altas posiciones de poder, excepto la presidencia de la república. Gracias a sus virtudes intelectuales, su oratoria y talante democrático incidió en las grandes decisiones políticas de los últimos 40 años.
Caminando con él por Barrancabermeja, en 1993, me impactó que una muchedumbre de gente humilde se le abalanzara y comenzara a gritar en coro: “Dios en el cielo y Serpa en la tierra”. Para ellos él era la única esperanza de que ocurriera el milagro de salir de la pobreza, tener una oportunidad de progreso o salvar sus vidas.
Era un hombre auténtico, reservado, tímido con los extraños, afectuoso con los amigos; con un humor contagioso cuando entraba en confianza, y una memoria prodigiosa que le permitía acordarse de los nombres y apellidos de cuanta persona conocía. Repudiaba los chismes y las malas palabras. Detestaba la vulgaridad y los fanatismos. Servicial como ninguno, tenía una inteligencia aguda, y era obsesionado con el trabajo, perfeccionista y detallista al máximo. Para él no había horarios de trabajo, ni días de descanso.
Era desprendido y tenía una gran estatura moral y ética. Siempre entendió que la política era para servir al pueblo y no para enriquecerse. Era puntual y disfrutaba al máximo los viajes al exterior, porque podía disfrutar del anonimato, conducir y caminar sin escoltas, tomado de la mano de Rosita o sus hijos.
Era sobrio en su vestir y cuidaba su bigote como un tesoro, aunque una vez lo perdió por apostarlo en un programa de televisión. Recuerdo que en uno de los debates en el Congreso, siendo ministro de Gobierno de Samper, satirizó con su vibrato a sus críticos por sus continuos ataques a su bigote: “me lo peino para un lado, me lo arreglo de todas las formas, pero nada que le gusta al doctor Enrique Gómez”.
Durante el gobierno de Samper fueron famosas sus corbatas con figuritas impresas que vestía para lanzar mensajes políticos. Una vez llegó al Congreso a presentar un proyecto de ley y les dijo a los periodistas: “Traigo amarrados los micos en la corbata, para que no se los cuelguen al proyecto”. No tenía noción del uso del dinero, porque pocas veces portaba un peso en el bolsillo. Quien manejaba las finanzas de la casa era Rosita. Disfrutaba las cosas sencillas como una buena conversación, leer un libro o tomar café con leche y almorzar con emparedados de queso en la oficina. Y, por supuesto, compartir con sus nietos, quienes lo llamaban cariñosamente Tato.
Su vida era transparente. Cargaba en la billetera la cédula de su papá, José Serpa, y tenía entre sus mejores recuerdos su vida de estudiante en la Universidad del Atlántico de Barranquilla y la manera cómo se enamoró de Rosita. Atesoraba en su cabeza el refranero español y era un excelente comunicador político que soltaba frases imaginativas que se convertían en titulares y aumentaban su popularidad.
Recordaba con orgullo que había sido linotipista en Bucaramanga y en las tertulias con amigos cercanos narraba sus anécdotas como vendedor de huevos y vigilante de almacenes Sears para poder sostenerse cuando luchaba por ser abogado. Se divertía hablando de los apodos que sus compañeros costeños le ponían en la universidad, su afición por el basquetbol, sus excelentes notas académicas, y los emprendimientos de su papá para hacerle la trampa al centavo. Gran escritor y conversador estaba seguro de que sus textos quedarían como testimonio de su compromiso social con Colombia.
No era un hombre de odios ni venganzas. Entendía como pocos la naturaleza humana. Por eso no lo atormentaban las deslealtades políticas, que nunca convirtió en asuntos personales. Siempre saludó de mano y mirando a los ojos a sus adversarios, que consideraba temporales. Lo suyo era el juego limpio en la política. La batalla con ideas, argumentos, templanza y transparencia. Se crecía en las plazas públicas y el foro. Su vibrato movía multitudes y despertaba pasiones.
En sus campañas rechazó usar propaganda sucia contra sus competidores para ganar votos, aunque él fue víctima, hasta su final, de ataques y conspiraciones. Cuando en el 2000 se puso de moda el libro “Las 48 leyes del poder”, de Robert Greene, después de leerlo me dijo: “si para ganar las elecciones tengo que aplicar todo lo que dice ese autor, prefiero no ser presidente”. De ese tamaño era su compromiso con la buena política.
Muchas veces los violentos lo amenazaron de muerte. En los años noventa el ELN y los paramilitares lo sentenciaron, y fue víctima de las Farc que lo persiguieron siempre. La gran ironía era que sus adversarios políticos lo etiquetaron como guerrillero por insistir, sin importar el costo político de sus decisiones, en la solución negociada del conflicto armado.
Su respuesta a los violentos y extremistas fue defender los derechos humanos y jugarse la vida por la convivencia. “No somos un país condenado a la guerra”, repetía. Apoyó todos los intentos presidenciales para alcanzar la paz en los últimos 40 años. Es histórica su defensa al esfuerzo reconciliador de Belisario Betancur, a quien exoneró en la Comisión de Acusaciones en la Cámara de Representantes, por los hechos del Palacio de Justicia. Fue impulsor de los acuerdos finales para la reincorporación a la vida civil de cinco organizaciones guerrilleras durante los gobiernos de Virgilio Barco y César Gaviria: M-19, EPL, Quintín Lame, PRT y Corriente de Renovación Socialista.
En 1992, además, fue el primero en aceptar el fracaso del proceso de paz en Tlaxcala, México. En el gobierno Samper la polarización impidió que fructificaran las iniciativas por la reconciliación con el ELN, que él mismo dirigió como ministro de Gobierno y lo llevaron a viajar a Alemania. Apoyó sin titubeos, a costa de perder las elecciones presidenciales de 2002, el proceso del Caguán de Pastrana, a quien le decretó la oposición patriótica.
En los dos mandatos de Uribe mantuvo en alto la bandera de la reconciliación y la defensa de los derechos humanos. Fue, además, aliado incondicional de la paz del gobierno Santos.
Fue un conciliador que gustaba trabajar en equipo y promover nuevos liderazgos. Impulsó a muchos dirigentes y protagonistas de la vida política nacional, regional y local. Para muchos Serpa fue el Jefe, así, con respeto y admiración, porque su trato con quienes lo conocieron dejó huellas profundas. Fue un defensor de la Constitución de 1991, que él hizo posible como ministro de Gobierno del Presidente Barco y, luego, como Presidente de la Constituyente.
Serpa se ganó en 1997 la candidatura presidencial por su férrea defensa del Gobierno Samper. Fueron años difíciles de los que salió avante. Sus históricos debates en el Congreso aún siguen en la retina de muchos colombianos. En ese período se hizo gigante ante las bases liberales que lo querían como jefe de estado y lo bautizaron como Mamola.
Después de tres fracasos electorales supo renacer y ser más fuerte. Fue diplomático, profesor universitario, conferencista, columnista, gobernador de Santander y senador de la república, donde fue esencial para consolidar los acuerdos de paz con las Farc y darle vida a la JEP. Durante meses escribió un documento autobiográfico que lleva varios años en la nevera y se había comprometido a publicar este año.
Por desgracia la muerte le ganó la partida cuando más quería vivir. Cuando la enfermedad se hizo mas grave sintió alivio por el reconocimiento de las Farc de ser los autores del magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado. Sentía que finalmente era libre de ese estigma que tanto daño le hizo a su buen nombre y podía descansar en paz.