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Hace poco Mario Vargas Llosa escribió un libro sobre el modo como el delirio anticomunista de los gobiernos de Estados Unidos los llevó a ver peligros en todo esfuerzo por cambiar el destino de los países de América Latina.
Nuestros países han estado hundidos en la desigualdad y en la injusticia desde antes de la Independencia. Sus élites siempre se identificaron, en el discurso, con los grandes ideales de la Ilustración y de la Revolución francesa, pero fundaron regímenes oligárquicos y tramposos, que gobernaban para privilegiados, violaban las leyes que fingían defender y no llevaban a la práctica más que las formas de la democracia liberal.
Los Estados Unidos fueron mucho más fieles a esos principios y su democracia fue mucho más creíble, instaurando una legalidad severa que se esforzaba por ser justa, remunerando bien el trabajo y procurando que la prosperidad cobijara a toda la población. Esa democracia fue hospitalaria con los inmigrantes y fundó el ideal del sueño americano sobre altos valores. Dos grandes manchas tuvo: el segregacionismo, hijo tanto de la ferocidad del tráfico de esclavos como de la exclusión de la población nativa, y una actitud imperial, que los hizo tolerar y auspiciar en otros países lo que nunca tolerarían para sí mismos.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, la lucha contra el comunismo se convirtió en su mayor prioridad y empezaron a ver comunismo en todo intento de cambio en nuestro continente. Pero las sociedades latinoamericanas necesitaban cambiar, y el obstáculo eran esas plutocracias apátridas que las gobernaban, fundadas en la acumulación originaria de privilegios, en la alianza del espíritu clerical con el militarismo, que nos heredaron las guerras de Independencia, y en el servilismo ante los grandes poderes del mundo.
Siempre les dio temor establecer una democracia profunda: era una estrategia eternizar a las mayorías en la docilidad y en la ignorancia. Y fue así como todo intento de justicia en nuestros países, todo esfuerzo por corregir de verdad los males seculares, fue visto con desconfianza y hostilidad. Los gobiernos de Estados Unidos prefirieron apoyar a tiranos sanguinarios como Somoza, Duvalier, Trujillo, Batista... antes que respetar a Jacobo Árbenz, Juan Bosch o Salvador Allende, que evidentemente luchaban por la dignidad de sus pueblos.
Y así terminaron más bien radicalizando a quienes querían obrar reformas en un mundo podrido de injusticia, porque se hizo evidente que todo cambio, por moderado que fuera, iba a ser ahogado en sangre, como ocurrió en Guatemala, República Dominicana y Chile.
Ya la revolución cubana fue una consecuencia de esa convicción: paradójicamente, la tenaza continental terminó arrojándolos en brazos del comunismo del que pretendía salvarlos.
García Márquez pensó siempre que si la revolución nacionalista caribeña hubiera sido respetada, muchos de sus errores y excesos no habrían ocurrido, porque un bloqueo infame y un estado de guerra permanente lleva a los países a recortar las libertades de sus ciudadanos y volverse odiosamente controladores, y así es incluso en Estados Unidos cuando llega un estado de alarma.
Con Chávez, en Venezuela, volvió a ocurrir esa vieja historia, y las consecuencias han sido nefastas. Yo desde el comienzo sentí que Chávez era un hombre bienintencionado que amaba a su pueblo y se proponía ser la voz de un sector excluido de la sociedad, cuando todos sabemos que las élites petroleras no solo vivían en una opulencia inaudita, sino que habían hundido a la comunidad en la dependencia y la apatía de los subsidios. Chávez realmente quería que la renta petrolera beneficiara a la gente, y cumplir el viejo sueño de sembrar el petróleo, diversificar la economía y hacer a Venezuela poderosa ante el mundo.
Algunas cosas eran más fáciles de hacer que otras. Darle presencia a Venezuela en la política continental y mundial era más fácil que diversificar la economía, alcanzar la soberanía de alimentos, desarrollar una industria básica nacional y generar en una sociedad siempre subsidiada una nueva ética del trabajo. Chávez cometió errores graves, como irrespetar a la oposición, tomar decisiones arbitrarias y enfrentar a su movimiento popular con las clases medias empresariales y comerciales. Pero todas las elecciones que ganó el chavismo en su tiempo estoy seguro de que fueron limpias, y la mejor prueba de ello es que desde 1999 creció de tal modo la participación ciudadana que una mitad del país que no votaba respaldó como nunca la democracia.
Y sin embargo los triunfos electorales del chavismo fueron en esos tiempos sistemáticamente descalificados contra toda justicia, hubo una insidiosa campaña internacional de desprestigio, y muchas cosas que hoy pueden decirse con verdad del actual desastre venezolano, las decían mentirosamente en tiempos de Chávez, a quien acusaban de dictador para frustrar ese proceso generoso, amplio y democrático que era necesario para construir una nueva ciudadanía.
Esa puede ser una de las causas de que un sector del chavismo, después de la muerte de Chávez, se haya atornillado en el poder y haya terminado siendo uno de los factores de la ruina venezolana. No hay que olvidar el golpe de Estado del 2002 y el modo como fue aplaudido por muchos supuestos demócratas en el continente. No hay que olvidar el modo como el pueblo masivamente llevó otra vez a Chávez a Miraflores. No hay que olvidar el paro empresarial posterior ni el profundo calado popular de ese proyecto que en algo corregía una injusticia de siglos. Grandes poderes, como era de esperar, intentaron por todos los medios destruir ese proceso, aunque era legítimo y contaba con un respaldo inmenso, como lo demostró la clamorosa despedida que todo un pueblo le brindó a Chávez en su funeral.
Los fueron empujando hacia la arbitrariedad y hacia el fracaso, y ya sin Chávez, que era el juglar y el aliento simbólico de ese sueño de justicia, una campaña mediática mundial (se estaba abriendo camino la era, ahora triunfal, de las noticias falsas y de la negación interesada de toda evidencia) y el asedio económico descomunal agravaron los indudables errores del régimen y fueron forzando a la realidad a parecerse a lo que antes era una calumnia.
Por eso, para mí, fue tan doloroso comprobar que de repente el chavismo gobernante se apartaba de la prioridad de respetar las reglas del juego y montaba un triunfo fraudulento, no solo por lo dudoso de las cifras, sino por la política perversa de aprisionar a los oponentes e inhabilitarlos cada vez que tenían una opción de triunfo. Siempre he pensado que si se acepta la democracia como camino para la transformación de nuestros pueblos (y no veo otro), hay que asumir con honestidad por igual el triunfo o la derrota, como lo ha hecho el peronismo en la Argentina. Si he criticado siempre la doble moral del establecimiento colombiano, que hizo fraude cada vez que creyó que había que salvar al país de una opción distinta y así fue hundiendo a la nación en un desangre sin fin, no puedo aceptar esa conducta en quienes pretenden corregir las viejas injusticias.
Creo que el chavismo honesto y profundamente popular existe, más allá de las maniobras de los que se enamoran del poder aunque eso signifique sacrificar a su pueblo. Si los enemigos del régimen no han invadido a Venezuela, como lo hicieron tan fácilmente en Panamá, es porque saben que a pesar de Maduro mucha gente saldría en Venezuela a defender al país de la injerencia externa, por gratitud con Chávez. El proyecto fue tan fuerte y tan legítimo, que algo queda de aquel sueño y de sus esperanzas, y si bien Maduro no representa hoy lo que entonces representaba Chávez, el pueblo sabe que quien venga a derribarlo apoyado por los Estados Unidos no viene precisamente a redimir a los pobres.
Es por eso que, aun sitiados por todos los poderes que triunfaron sobre Árbenz y Allende, no ha sido posible expulsarlos. Nadie salió a defender a Noriega, pero el chavismo es otra cosa, y una invasión militar correría el riesgo de engendrar una reacción impredecible. Si fuera solo por su incapacidad de resolver los problemas del país, el actual gobierno venezolano ya habría caído, pero el chavismo existe, y sabe que el triunfo de unos adversarios que nunca fueron capaces de reconocerle al proyecto bolivariano algún mérito será solo un ejercicio de arbitrariedad y venganza.
También del lado de la oposición las torpezas han sido infinitas. Su alianza sin pudor con la arrogancia norteamericana no despierta simpatía entre el pueblo. Había que ver a los halcones del departamento de Estado amenazando a Maduro con llevarlo a Guantánamo, ese monumento a la ilegalidad de las guerras modernas, para entender que el régimen venezolano se haya atrincherado aunque no tenga soluciones.
Si alguien quiere que Venezuela salga del desastre, tiene que ser capaz de reconocerle algún mérito al proyecto original de Chávez y formular un modelo de transición en el que quepa toda Venezuela, para que los líderes de uno y otro bando, que se han desgastado en una confrontación insoluble, se hagan a un lado con mínimas garantías, y Venezuela pueda reinventarse con respeto y dignidad, por el bien de millones de personas que hoy padecen el peor de los mundos.