Una nueva agenda nacional: análisis del excomisionado para la Paz sobre el paro
Quien hasta 2017 fue alto comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, analiza las “capas” de la actual crisis del país, critica la “ineptitud política del Gobierno” y propone “un proceso de diálogo creíble, con método y garantías”, que vincule a los jóvenes y a las universidades como protagonistas.
Sergio Jaramillo /Especial para El Espectador
La pregunta hoy en Colombia es: ¿vamos a incluir o vamos a dividir? Estamos nuevamente en un punto de inflexión cinco años después de la firma del Acuerdo Final, en medio de la crisis de la pandemia y de una explosión social. Una crisis de este tamaño puede ser también una palanca de transformación: depende de nosotros. Ante la movilización de los jóvenes y de quienes por tanto tiempo han vivido como espectadores de su propio país, la respuesta no puede ser otra que abrir de par en par puertas y ventanas, tender puentes, intercambiar y, sobre todo, oír. El fin del conflicto y ahora la pandemia han levantado un velo. Ahora hay que reconocer la realidad y sentarse a hablar. El reconocimiento es el mejor antídoto contra el resentimiento.
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Es la oportunidad para poner sobre la mesa la construcción conjunta de una nueva agenda nacional. El punto no es simplemente que los problemas del país en materia de paz, de seguridad y de superación de la crisis económica y social desbordan todas las propuestas y las capacidades de todos los candidatos para el 2022. Eso es cierto. Además, no necesitamos un nuevo salvador: tenemos que salvarnos nosotros mismos. El punto es que ninguna agenda va a tener aceptación y arraigo si además del voto no garantiza voz. Sobre todo la voz de los jóvenes.
*
La crisis tiene capas. En la base está el movimiento de placas tectónicas del fin del conflicto. Con la salida de las FARC, se reconfiguraron los poderes en los territorios alrededor de la coca, creando un escenario de fragmentación. Al mismo tiempo, la desaparición de la coerción de los fusiles y el Acuerdo de Paz empoderaron a la gente y le quitaron el miedo. Para nosotros en La Habana era previsible que en uno de los doce países más desiguales del mundo –y con el peor desarrollo territorial de la OECD– las protestas reclamando derechos se iban a incrementar, de gentes y territorios.
Por eso acordamos que se debería legislar para garantizar “los derechos de los y las manifestantes y de los demás ciudadanos y ciudadanas”. La idea era lograr un equilibrio entre derechos, incluyendo el derecho a la movilidad, como ocurre en los países europeos. En el Congreso duerme aún un proyecto de ley, que bien desarrollado hubiera resuelto hace años la discusión actual de los bloqueos. No pretendo con esto insistir en el valor del Acuerdo, sino hacer un llamado a reconocer la realidad de los desafíos de la transición a la paz. Repito: era previsible un nuevo escenario de protestas, como era previsible un nuevo escenario de seguridad. El gobierno Duque es un fracaso en materia de seguridad y está fracasando frente a las protestas por no ser capaz de leer esta nueva realidad.
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Sobre este terreno fértil cayó la pandemia. En Cali es el equivalente de un terremoto social. Como anota Mauricio Cabrera, en Colombia se incrementó el número de pobres en el 20 %, pero en Cali ese número se multiplica por más de tres: 67 %. Si hubiera ocurrido un verdadero terremoto y se hubiera caído la mitad del centro de Cali, tendríamos como en Armenia a todo el gobierno movilizado, fondos especiales creados y un flamante encargado de la reconstrucción. Pero este terremoto silencioso y mucho más insidioso –son decenas o incluso cientos de miles de vidas jóvenes que se están perdiendo– ha sido sistemáticamente ignorado. ¿A quién le puede sorprender que aun con los riesgos de la pandemia la gente salga a marchar?
Con los ánimos exacerbados por el desespero y el confinamiento, esta situación volátil se puede tornar mucho más violenta si continúan los pronunciamientos incendiarios de Álvaro Uribe Vélez. Su llamado a la Fuerza Pública a hacer uso de sus armas en las protestas –censurado por Twitter– y su solicitud de “acción militar sostenida y contundente en la ciudad de Cali” son en realidad una incitación a la violencia. La estrategia de Uribe parece una calca de la de Chávez en Venezuela: crear una fractura en la sociedad para movilizar el odio y el miedo, y presentarse como el protector y redentor. Excepto que el uno movilizaba a los pobres contra las clases medias y pudientes, y el otro hace lo contrario. Chávez hablaba de “los escuálidos” y Uribe ahora habla de “las hordas terroristas que invadieron a Cali”. Es parte de su estrategia electoral para no perder el control del aparato estatal y de las investigaciones en su contra. Pero para Colombia es un problema de seguridad nacional: es el camino a una nueva guerra, en la medida en que jóvenes movilizados y enfurecidos no encuentran una respuesta política sino un choque policial, y se radicalizan y buscan las armas, como ocurrió tantas veces luego de las movilizaciones del 68 en Europa y los Estados Unidos, y en los setenta en nuestro propio país.
Que es exactamente lo que está haciendo Duque, dándoles a las marchas en Cali tratamiento de enemigo. Esa es la señal que manda cuando pone al comandante del Ejército al frente de la situación –“tenemos en Cali a los mejores oficiales del Ejército y de la Policía, encabezados por el general Zapateiro”, le dijo a El País– y cuando dice que no visita la ciudad “para no distraer el trabajo de la Fuerza Pública”, renunciando a su responsabilidad política. Zapateiro no tiene nada que estar haciendo en Cali, debería estar de cabeza en el Guaviare combatiendo a las disidencias con más efectividad. Si Duque sigue la estrategia de Uribe, incendia las ciudades del país y se va por ese sifón. (A veces me pregunto si ese no es el plan de Uribe: asumir el control de facto. Los que saben dicen que ya llama más al comandante del Ejército y al director de la Policía que el mismo presidente de la República).
A la divisa de Uribe: “división, división, división”, hay que responder: “inclusión, inclusión, inclusión”.
*
¿Cómo? Con una respuesta integral a las marchas. Si la respuesta del Gobierno a la movilización es ponerles enfrente un ESMAD a unos jóvenes desesperados, ¿a quién le sorprende que eso termine en choques violentos y en más rabia? Cada día se acumulan las denuncias de abusos policiales. Y cuando la Policía no actúa frente a un bloqueo porque sabe que hay hombres armados y puede correr sangre, le llueven las críticas del otro lado. La ineptitud política del Gobierno está fracturando peligrosamente la relación de la Policía con la ciudadanía. Nadie ignora que hay grupos criminales entremezclados con las marchas que hay que contrarrestar. Los narcos y las disidencias –que también son narcos¬ están pagando a bandas para que causen destrucción y con eso usan a Cali de “vaca flaca”: mientras la ciudad se llena de policías, ellos sacan su coca por los cañones del Pacífico. Pero esa no es la base del problema.
La solución está más bien en el reconocimiento. En un cambio en el lenguaje, que muestre comprensión, y en un proceso de diálogo creíble, con método y garantías, que no es ni la Conversación Nacional del 2019, ni la Agenda sobre lo Fundamental. Un afro les preguntó a los representantes a la Cámara en Cali: “Si levantamos los bloqueos, ¿cuál es la garantía de que nos van a escuchar?”. Eso es lo que hay que diseñar.
Hay varias preguntas que responder. Primero: ¿Qué se va a acordar? Muchos problemas son locales y requieren acuerdos locales. Pero otras demandas son estructurales, de carácter nacional. Con Humberto de la Calle recordamos que el Acuerdo Final preveía un acuerdo de este tipo, cuando convoca “a todos los partidos, movimientos políticos y sociales, y a todas las fuerzas vivas del país, a concertar un gran Acuerdo Político Nacional encaminado a definir las reformas y ajustes institucionales necesarios para atender los retos que la paz demande”. En un marco como este se puede discutir una nueva agenda nacional, que encauce institucionalmente las demandas de las marchas.
Segundo: ¿Con quién se va a acordar? Mientras el Gobierno se organiza y pone al frente a un interlocutor con credibilidad –la ministra de Educación, una funcionaria competente que conoce a los jóvenes y no se guía por la ideología, podría ayudar–, los jóvenes representantes a la Cámara de diferentes partidos están llenando ese espacio. Ya lanzaron en la comuna 21 de Cali su estupenda iniciativa “Los jóvenes tienen la palabra” y dieron el paso crítico: comenzaron a oír. En todo caso, cualquier acuerdo estructural necesariamente tiene que terminar en una deliberación democrática en el Congreso de la República.
¿Y del otro lado? El Comité del Paro formado en 2019 podrá tratar algunos asuntos con el Gobierno, pero la protesta actual desborda su representatividad. Hay que comenzar de abajo hacia arriba y emplear metodologías participativas para recoger de manera creíble las demandas de diferentes puntos de protesta, porque ninguno representa a los demás. Es difícil, pero no imposible si se aprovecha el conocimiento acumulado de organizaciones especializadas y las capacidades regionales. En la misma lógica de la paz territorial, es urgente que las universidades, empresarios, sindicatos, organizaciones y naturalmente las instituciones se vuelquen sobre las marchas y abran conjuntamente espacios de discusión y concertación. En todo caso se necesitan facilitadores que lleven las cuentas y ofrezcan garantías a los participantes.
La clave está en dividir el problema en dos, tanto en el espacio como en el tiempo. En el espacio, creando nuevamente dos niveles de discusión, el regional y el nacional, con correas transmisoras del uno al otro, como pueden ser los jóvenes representantes. Parte del problema de las negociaciones de los paros en el pasado ha sido que los gobiernos las hacen a pedazos, sin capacidad de agregación de propuestas, a un costo alto que beneficia a pocos y con resultados malos, como ocurrió con el paro del Catatumbo en 2013.
Y hay que dividir el proceso en dos fases. Una primera de resultados rápidos –en ambos niveles– para construir confianza y una segunda de asuntos estructurales. Es la conocida secuencia de transformación que propone John Paul Lederach para procesos de reconciliación: recomponga primero las relaciones y luego las estructuras. Pero nada impide que se aborden algunos temas estructurales rápidamente, además de atender reclamos inmediatos como una misión que establezca qué pasó en los hechos de violencia relacionados con la protesta.
Por ejemplo, los jóvenes representantes ya están pensando en organizar audiencias públicas que desemboquen en proyectos de ley. Temas como reducir el salario de los congresistas, o reformar a la Policía, sacándola de una vez por todas del Ministerio de Defensa y de la Justicia Penal Militar, o regular la protesta pacífica ponderando derechos, podrían estar en la agenda. La gente necesita ver resultados rápidos.
Pero hay que dar una discusión de puertas abiertas con los jóvenes –y las universidades están llamadas a convertirse en escenario central de debate y discusión– sobre una nueva agenda para Colombia, que piense más en las futuras generaciones que en las agendas del pasado. Como siempre, el proceso es tan importante como el resultado. Hay que aprender a oír al que piensa muy distinto –como se hizo en el foro de desarrollo rural de la negociación de paz, donde la SAC se sentó al lado de aguerridas organizaciones campesinas– y sobre todo hay que anteponer el argumento y la deliberación a la emoción ciega.
Porque allá nos quieren llevar los extremistas de ambos lados –los unos infundiendo miedo, los otros rencor–, asfixiando el espacio del debate democrático en Colombia. Hay que deliberar para reconciliar.
La pregunta hoy en Colombia es: ¿vamos a incluir o vamos a dividir? Estamos nuevamente en un punto de inflexión cinco años después de la firma del Acuerdo Final, en medio de la crisis de la pandemia y de una explosión social. Una crisis de este tamaño puede ser también una palanca de transformación: depende de nosotros. Ante la movilización de los jóvenes y de quienes por tanto tiempo han vivido como espectadores de su propio país, la respuesta no puede ser otra que abrir de par en par puertas y ventanas, tender puentes, intercambiar y, sobre todo, oír. El fin del conflicto y ahora la pandemia han levantado un velo. Ahora hay que reconocer la realidad y sentarse a hablar. El reconocimiento es el mejor antídoto contra el resentimiento.
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Es la oportunidad para poner sobre la mesa la construcción conjunta de una nueva agenda nacional. El punto no es simplemente que los problemas del país en materia de paz, de seguridad y de superación de la crisis económica y social desbordan todas las propuestas y las capacidades de todos los candidatos para el 2022. Eso es cierto. Además, no necesitamos un nuevo salvador: tenemos que salvarnos nosotros mismos. El punto es que ninguna agenda va a tener aceptación y arraigo si además del voto no garantiza voz. Sobre todo la voz de los jóvenes.
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La crisis tiene capas. En la base está el movimiento de placas tectónicas del fin del conflicto. Con la salida de las FARC, se reconfiguraron los poderes en los territorios alrededor de la coca, creando un escenario de fragmentación. Al mismo tiempo, la desaparición de la coerción de los fusiles y el Acuerdo de Paz empoderaron a la gente y le quitaron el miedo. Para nosotros en La Habana era previsible que en uno de los doce países más desiguales del mundo –y con el peor desarrollo territorial de la OECD– las protestas reclamando derechos se iban a incrementar, de gentes y territorios.
Por eso acordamos que se debería legislar para garantizar “los derechos de los y las manifestantes y de los demás ciudadanos y ciudadanas”. La idea era lograr un equilibrio entre derechos, incluyendo el derecho a la movilidad, como ocurre en los países europeos. En el Congreso duerme aún un proyecto de ley, que bien desarrollado hubiera resuelto hace años la discusión actual de los bloqueos. No pretendo con esto insistir en el valor del Acuerdo, sino hacer un llamado a reconocer la realidad de los desafíos de la transición a la paz. Repito: era previsible un nuevo escenario de protestas, como era previsible un nuevo escenario de seguridad. El gobierno Duque es un fracaso en materia de seguridad y está fracasando frente a las protestas por no ser capaz de leer esta nueva realidad.
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Sobre este terreno fértil cayó la pandemia. En Cali es el equivalente de un terremoto social. Como anota Mauricio Cabrera, en Colombia se incrementó el número de pobres en el 20 %, pero en Cali ese número se multiplica por más de tres: 67 %. Si hubiera ocurrido un verdadero terremoto y se hubiera caído la mitad del centro de Cali, tendríamos como en Armenia a todo el gobierno movilizado, fondos especiales creados y un flamante encargado de la reconstrucción. Pero este terremoto silencioso y mucho más insidioso –son decenas o incluso cientos de miles de vidas jóvenes que se están perdiendo– ha sido sistemáticamente ignorado. ¿A quién le puede sorprender que aun con los riesgos de la pandemia la gente salga a marchar?
Con los ánimos exacerbados por el desespero y el confinamiento, esta situación volátil se puede tornar mucho más violenta si continúan los pronunciamientos incendiarios de Álvaro Uribe Vélez. Su llamado a la Fuerza Pública a hacer uso de sus armas en las protestas –censurado por Twitter– y su solicitud de “acción militar sostenida y contundente en la ciudad de Cali” son en realidad una incitación a la violencia. La estrategia de Uribe parece una calca de la de Chávez en Venezuela: crear una fractura en la sociedad para movilizar el odio y el miedo, y presentarse como el protector y redentor. Excepto que el uno movilizaba a los pobres contra las clases medias y pudientes, y el otro hace lo contrario. Chávez hablaba de “los escuálidos” y Uribe ahora habla de “las hordas terroristas que invadieron a Cali”. Es parte de su estrategia electoral para no perder el control del aparato estatal y de las investigaciones en su contra. Pero para Colombia es un problema de seguridad nacional: es el camino a una nueva guerra, en la medida en que jóvenes movilizados y enfurecidos no encuentran una respuesta política sino un choque policial, y se radicalizan y buscan las armas, como ocurrió tantas veces luego de las movilizaciones del 68 en Europa y los Estados Unidos, y en los setenta en nuestro propio país.
Que es exactamente lo que está haciendo Duque, dándoles a las marchas en Cali tratamiento de enemigo. Esa es la señal que manda cuando pone al comandante del Ejército al frente de la situación –“tenemos en Cali a los mejores oficiales del Ejército y de la Policía, encabezados por el general Zapateiro”, le dijo a El País– y cuando dice que no visita la ciudad “para no distraer el trabajo de la Fuerza Pública”, renunciando a su responsabilidad política. Zapateiro no tiene nada que estar haciendo en Cali, debería estar de cabeza en el Guaviare combatiendo a las disidencias con más efectividad. Si Duque sigue la estrategia de Uribe, incendia las ciudades del país y se va por ese sifón. (A veces me pregunto si ese no es el plan de Uribe: asumir el control de facto. Los que saben dicen que ya llama más al comandante del Ejército y al director de la Policía que el mismo presidente de la República).
A la divisa de Uribe: “división, división, división”, hay que responder: “inclusión, inclusión, inclusión”.
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¿Cómo? Con una respuesta integral a las marchas. Si la respuesta del Gobierno a la movilización es ponerles enfrente un ESMAD a unos jóvenes desesperados, ¿a quién le sorprende que eso termine en choques violentos y en más rabia? Cada día se acumulan las denuncias de abusos policiales. Y cuando la Policía no actúa frente a un bloqueo porque sabe que hay hombres armados y puede correr sangre, le llueven las críticas del otro lado. La ineptitud política del Gobierno está fracturando peligrosamente la relación de la Policía con la ciudadanía. Nadie ignora que hay grupos criminales entremezclados con las marchas que hay que contrarrestar. Los narcos y las disidencias –que también son narcos¬ están pagando a bandas para que causen destrucción y con eso usan a Cali de “vaca flaca”: mientras la ciudad se llena de policías, ellos sacan su coca por los cañones del Pacífico. Pero esa no es la base del problema.
La solución está más bien en el reconocimiento. En un cambio en el lenguaje, que muestre comprensión, y en un proceso de diálogo creíble, con método y garantías, que no es ni la Conversación Nacional del 2019, ni la Agenda sobre lo Fundamental. Un afro les preguntó a los representantes a la Cámara en Cali: “Si levantamos los bloqueos, ¿cuál es la garantía de que nos van a escuchar?”. Eso es lo que hay que diseñar.
Hay varias preguntas que responder. Primero: ¿Qué se va a acordar? Muchos problemas son locales y requieren acuerdos locales. Pero otras demandas son estructurales, de carácter nacional. Con Humberto de la Calle recordamos que el Acuerdo Final preveía un acuerdo de este tipo, cuando convoca “a todos los partidos, movimientos políticos y sociales, y a todas las fuerzas vivas del país, a concertar un gran Acuerdo Político Nacional encaminado a definir las reformas y ajustes institucionales necesarios para atender los retos que la paz demande”. En un marco como este se puede discutir una nueva agenda nacional, que encauce institucionalmente las demandas de las marchas.
Segundo: ¿Con quién se va a acordar? Mientras el Gobierno se organiza y pone al frente a un interlocutor con credibilidad –la ministra de Educación, una funcionaria competente que conoce a los jóvenes y no se guía por la ideología, podría ayudar–, los jóvenes representantes a la Cámara de diferentes partidos están llenando ese espacio. Ya lanzaron en la comuna 21 de Cali su estupenda iniciativa “Los jóvenes tienen la palabra” y dieron el paso crítico: comenzaron a oír. En todo caso, cualquier acuerdo estructural necesariamente tiene que terminar en una deliberación democrática en el Congreso de la República.
¿Y del otro lado? El Comité del Paro formado en 2019 podrá tratar algunos asuntos con el Gobierno, pero la protesta actual desborda su representatividad. Hay que comenzar de abajo hacia arriba y emplear metodologías participativas para recoger de manera creíble las demandas de diferentes puntos de protesta, porque ninguno representa a los demás. Es difícil, pero no imposible si se aprovecha el conocimiento acumulado de organizaciones especializadas y las capacidades regionales. En la misma lógica de la paz territorial, es urgente que las universidades, empresarios, sindicatos, organizaciones y naturalmente las instituciones se vuelquen sobre las marchas y abran conjuntamente espacios de discusión y concertación. En todo caso se necesitan facilitadores que lleven las cuentas y ofrezcan garantías a los participantes.
La clave está en dividir el problema en dos, tanto en el espacio como en el tiempo. En el espacio, creando nuevamente dos niveles de discusión, el regional y el nacional, con correas transmisoras del uno al otro, como pueden ser los jóvenes representantes. Parte del problema de las negociaciones de los paros en el pasado ha sido que los gobiernos las hacen a pedazos, sin capacidad de agregación de propuestas, a un costo alto que beneficia a pocos y con resultados malos, como ocurrió con el paro del Catatumbo en 2013.
Y hay que dividir el proceso en dos fases. Una primera de resultados rápidos –en ambos niveles– para construir confianza y una segunda de asuntos estructurales. Es la conocida secuencia de transformación que propone John Paul Lederach para procesos de reconciliación: recomponga primero las relaciones y luego las estructuras. Pero nada impide que se aborden algunos temas estructurales rápidamente, además de atender reclamos inmediatos como una misión que establezca qué pasó en los hechos de violencia relacionados con la protesta.
Por ejemplo, los jóvenes representantes ya están pensando en organizar audiencias públicas que desemboquen en proyectos de ley. Temas como reducir el salario de los congresistas, o reformar a la Policía, sacándola de una vez por todas del Ministerio de Defensa y de la Justicia Penal Militar, o regular la protesta pacífica ponderando derechos, podrían estar en la agenda. La gente necesita ver resultados rápidos.
Pero hay que dar una discusión de puertas abiertas con los jóvenes –y las universidades están llamadas a convertirse en escenario central de debate y discusión– sobre una nueva agenda para Colombia, que piense más en las futuras generaciones que en las agendas del pasado. Como siempre, el proceso es tan importante como el resultado. Hay que aprender a oír al que piensa muy distinto –como se hizo en el foro de desarrollo rural de la negociación de paz, donde la SAC se sentó al lado de aguerridas organizaciones campesinas– y sobre todo hay que anteponer el argumento y la deliberación a la emoción ciega.
Porque allá nos quieren llevar los extremistas de ambos lados –los unos infundiendo miedo, los otros rencor–, asfixiando el espacio del debate democrático en Colombia. Hay que deliberar para reconciliar.