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Nunca había visitado Popayán. De hecho, jamás había estado en el Cauca. Las noticias relacionadas con el orden público, entre muchas otras cosas, se habían encargado de mantenerme alejado. Me equivoqué. La Ciudad Blanca de Colombia tiene un encanto indescriptible, un aire de paz y serenidad que hace que cualquiera quiera quedarse más de lo planeado. Además cuenta con incontables planes y platillos para degustar, que la ayudan a cumplir sus propósitos turísticos, a demostrar que sus muros níveos no son el único atractivo, aunque sí uno de los más importantes.
De entrada, la ciudad le hace honor a su sobrenombre. Desde el aire, el verde de las montañas que la rodean se interrumpe por el blanco que viste sus edificios, resultado del terremoto que en 1983 intentó devastar la capital caucana sin éxito, para fortuna de sus habitantes y de quienes la visitan. “Bienvenidos a Popayán, donde dos cuadras es muy lejos y pocas monedas es mucha plata”, dice Manuel el cochero, antes de la presentación.
Lo acompañan Antonia la chichera y José María Espinosa, el encargado de pintar los retratos de Simón Bolívar y otros padres de la patria. Juntos integran la compañía Popayán Memoria y Encanto y se dedican a contar, a quien lo desee, los secretos que esconden las casas viejas y las calles empedradas de Popayán. A sus espaldas se levanta orgullosa la catedral basílica de Nuestra Señora de la Asunción, principal templo de la ciudad y punto de partida del recorrido.
Allí, en plena Plaza de Caldas, comienza un viaje en el que el trío de actores cuenta de manera entretenida historias como la de la Nariz de Popayán, una torre de reloj construida en 1963 bajo la guía del “indigno” obispo Cristóbal Bernardo de Quirós. Otras igual de interesantes son las del origen del puente del Humilladero, del corazón que todavía late en la Casa Museo Mosquera o el crimen pasional de doña Dionisia de Mosquera, la “amazona de la crueldad”. Un plan mucho más llamativo si se hace de noche, cuando las luces de los postes les dan un brillo especial a las casonas coloniales.
El centro histórico, sin embargo, no es el único motivo por el que vale la pena visitar la Ciudad Blanca. Bien lo sabe Jaime Burbano, coordinador departamental de turismo del Cauca, quien resalta dos de los cinco reconocimientos de la Unesco que han recibido los payaneses. El primero, por supuesto, asociado con el riquísimo patrimonio religioso de la ciudad: las procesiones de Semana Santa, que año tras año llaman la atención de cerca de 7.000 visitantes de todas partes del mundo y que desde 2009 son Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, por su carácter monumental y solemnidad.
Quienes no puedan visitar la capital del Cauca durante la Semana Mayor, pueden tomarse el tiempo para conocer algunos de los diez templos más importantes, entre los que se destacan las iglesias de La Encarnación y La Ermita, que incluso llegaron a servir como reemplazo de la catedral cuando ésta no estuvo disponible debido al terremoto. Y si bien los exteriores coloniales de las dos primeras y las imponentes columnas junto a la elaborada cúpula de la última son dignas de admirar, la verdadera sorpresa se la llevan quienes lleguen hasta el santuario de Belén. Ubicado en la cima de una montaña, entrega una agradable vista de Popayán.
En segundo lugar, pero más importante por estas fechas, está Burbano, símbolo del posicionamiento que ha ganado la cocina en la capital caucana. Después de todo fue la primera ciudad de Latinoamérica en ostentar el reconocimiento de Ciudad Gastronómica de la Humanidad. En efecto, la cuna de las empanaditas de pipián, las carantantas y los aplanchados lleva 13 años celebrando el Congreso Gastronómico, un evento en el que tanto payaneses como visitantes internacionales presentan sus más deliciosos platillos y catas de café, vino y chocolate, a la vez que realizan conferencias académicas y talleres. Celebrado el pasado fin de semana, los protagonistas fueron Sincelejo y su influencia árabe y Montreal como ciudad mundial invitada.
Como si fuera poco, Popayán cuenta a su alrededor con todo un abanico de ofertas culturales y extremas que ayudan a complementar la oferta. La primera está en Silvia, un municipio al norte, que recibe a sus visitantes con un “Bienvenidos” tallado en la cara de una de sus montañas. El 70% de la población son indígenas nasas y misaks, conocidos como guambianos, una de las etnias más grandes y organizadas del país.
Conocerlos no sólo implica observar a las mujeres tejiendo con sus hijos en la espalda, o darse cuenta de que los escoceses no son los únicos que se ven elegantes usando falda, también es confirmar que las tradiciones ancestrales continúan vivas.
La sugerencia es visitar el pueblito los martes, cuando los colores se apoderan de la plaza central con el mercado indígena, donde, en vez de comprar, las etnias negocian a base de trueques. Además, la “Suiza de América”, bautizada así por europeos que han llegado atraídos por su encanto, también ofrece acceso a caballo, en bicicleta y en chiva al Resguardo Indígena de Guambía, la laguna de Chimán y el río Piendamó, del que, se dice, tiene cualidades curativas. Aunque el senderismo y la conexión con la naturaleza son ley, es recomendable ir abrigado, pues Silvia se encuentra a 2.800 metros sobre el nivel del mar.
Por otra parte, los planes de aventura conquistaron el sur del departamento. A sólo media hora de Popayán se encuentra Timbío, un municipio que, gracias a su clima cálido y montañas, permite la práctica de deportes como el canopy y la escalada y, no muy lejos de allí, hacer parapente o rafting. Cerca también se encuentra el volcán Puracé que, cuentan las historias, no sólo provee a los termales sino el hielo con el que anteriormente se hacían los helados de paila. Se puede subir haciendo senderismo, eso sí, con la compañía de un guía experimentado.
De regreso a Popayán no está de más pasearse por alguno de los siete museos disponibles, entre los que sobresalen el de Negret, el Guillermo León Valencia y el de Historia Natural. Pero hay que tener cuidado, pues despedirse de la Ciudad Blanca es difícil, sobre todo al atardecer, cuando el cielo despejado, infinito, brilla sobre las siluetas de las montañas caucanas. Una panorámica que por lo menos a mí ya me tiene planeando una segunda visita.
* Invitación de Fontur.