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Los honorables miembros del Concejo Nacional Legislativo expidieron en su segunda reunión del presente año, la por mil títulos famosa Ley 61; acto que, si hay justicia y lógica, será conocido en la historia con el nombre de “Ley de los caballos”. Pero apresurémonos a hacer imposible todo irrespetuoso equívoco: el apodo de la celebérrima ley tiene origen en el pretexto o motivo de ella; nace exclusivamente de esta circunstancia y no tiene que ver con nada distinto de tal pretexto o motivo.
Es el caso que el señor Juan de Dios Ulloa, gobernador del Cauca, avisó al señor ministro de Gobierno por medio de un telegrama fechado el 7 de mayo último, que en Palmira y Pradera estaban apareciendo hacía algunos días caballerías mayores degolladas; el señor ministro Holguín puso el caso en conocimiento del Concejo Nacional Legislativo; éste designó a los honorables delegatorios Roldán (Antonio), y Roa (Jorge) para que estudiasen el punto; la respetable comisión opinó que el hecho era gravísimo y trascendental, que indudablemente tenía por causa el odio de los liberales a la Constitución y que necesitaba, como remedio o correctivo, nada menos que un acto de carácter legislativo; los honorables delegatarios presentaron el correspondiente proyecto de ley sobre autorizaciones al presidente de la República, y el Consejo lo adoptó con sustanciales enmiendas, encaminadas, sin duda, así como la obra de la comisión, a asegurar la tranquilidad de los ciudadanos de Colombia, amenazada seriamente en las personas de los caballos de Palmira y Pradera.
Tal es la Ley 61: un acto inconstitucional que autoriza al presidente de la República para privar a los vencidos de todo derecho y de toda garantía, en nombre de unos cuantos caballos muertos violentamente, cuyo trágico fin se atribuye, de la manera más injusta y gratuita, al Partido Liberal.
La Ley 61 faculta al Poder Ejecutivo para prevenir y reprimir, sin formalidad alguna, los delitos y las culpas contra el Estado, valiéndose para ello del confinamiento, la expulsión del territorio, la prisión y la pérdida de los derechos políticos por el tiempo que crea necesario; para prevenir y reprimir de igual suerte las conspiraciones contra el orden público y los atentados contra la propiedad pública o privada, que envuelvan, a juicio del señor presidente, amenaza o perturbación del orden o mira de infundir terror entre los ciudadanos; para borrar del escalafón a los militares que por su conducta se hagan indignos de la confianza del gobierno, a juicio de aquel magistrado; para ejercer inspección y vigilancia sobre las asociaciones científicas e institutos docentes, y para suspender, por el tiempo que juzgue conveniente, toda sociedad o establecimiento que bajo pretexto científico o doctrinal, sea foco de propaganda revolucionaria o de enseñanzas subversivas.
Cualquiera diría, al ver tal suma de rigor, tantas y tan suspicaces precauciones, y los gremios sociales que han quedado especialmente sujetos a la discrecional autoridad del presidente, que las víctimas de la hecatombe de Palmira y Pradera fueron los miembros mismos de la representación nacional; que los ciudadanos de Colombia somos caballos (de carga probablemente), que los militares de la nación se entretienen en degollar caballerías mayores y que varios institutos científicos de nuestra patria han sido establecidos con el propósito de asesinar corceles y jamelgos. Nada de todo esto es fundado, sin embargo, y lo que hay de cierto es que cuando la justicia está ausente, cuando a falta de razones se apela a pretextos y cuando el odio ciego se hace legislador, nada hay más fácil que tropezar con lo ridículo aunque se ande a caza de lo terrible. Por inquina contra el Partido Liberal, ha dado el Consejo de los 18 una ley que hará decir a cualquier observador imparcial: “La tal Colombia es una extensa pampa poblada de caballos y habitada por la tribu salvaje de los almi-rojos”. Y a fe de que sería enormemente injusto el extranjero que así nos juzgase. Si nos llamara numeroso rebaño de ovejas, ya sería otra cosa; ¿pero apellidar nación de caballejos a la que se ufana justamente con haber criado Caldas, Pombos, Nariños y Santanderes, Azueros y Vargas, Caros, Mallarinos, Ospinas y Murillos? Sólo un Consejo Nacional Legislativo, lleno de nombres tan distantes de estos grandes nombres, podía dar margen a tamaño despropósito.
Hay quienes hablen de la Ley 61 con grandísima sorpresa: los tales son cándidos de marca o extranjeros en su propia tierra. La Ley 61 es genuinamente regeneradora, y la regeneración está en Colombia hace ya diez años. Ese injusto y grave ultraje lanzado contra todo el Partido Liberal, a quien se trata oficialmente de matacaballos, es regenerador de cabo a rabo: el lenguaje es la comunidad, así como el estilo es el hombre. Ese completo olvido de la Constitución Nacional, regenerador es, esencialmente regenerador: el primer bocado del nacionalismo fue la ley fundamental que regía a tiempo que él tuvo dientes, y de entonces para acá apenas deja pasar día sin echarse al coleto algún trozo constitucional. ¿Los confinamientos, destierros y prisiones que autoriza la “Ley de los caballos”, serán cosa nueva, y por nueva, sorprendente? Menos: el Consejo no ha hecho sino medio legalizar lo que el presidente practica de continuo, y abrirle campo para que en lo sucesivo pueda hacer de los ciudadanos liberales lo que mejor le cuadre, contando siquiera con el beneplácito de la ley, ya que le falte el de la Constitución.
Tampoco son para pasmar a nadie las medidas adoptadas contra los miembros del ejército que tengan alguna conexión —siquiera sea muy remota— con el aborrecido liberalismo: hace días sabe todo el mundo que el Partido Conservador neto quedará dueño exclusivo de la escena política, y lo raro sería que no hiciese por arrinconar las espadas de sus ya inútiles aliados: si la de Payán ha sido entregada al orín, ¿qué mucho que otras de menor valía corran igual suerte? Por último, las violencias decretadas contra los colegios e institutos donde se enseñen doctrinas liberales (subversivas, dice la ley, para ser mejor entendida por el ejecutor), son cosas tan en armonía con la índole de la regeneración, que ya era sorprendente para muchos la tardanza de ésta en adoptarles: la tolerancia y la presunción no suelen andar juntas, y el partido regenerador, o —para hablar más propiamente— el conservatismo, pretende nada menos que poseer la verdad.
La Ley 61 regirá únicamente hasta que el Congreso expida una sobre alta policía nacional, lo que acaso tardará poco; pero si su vigencia puede ser corta, su memoria será perdurable. Quiera Dios que al dictar la nueva ley, sobre medidas de seguridad, los señores senadores y representantes de 1888 recuerden más que sus honorables predecesores, los preceptos de la justicia, el respeto debido a la Constitución, lo que exige la dignidad nacional, los deberes que impone el propio decoro, los fueros hoy reconocidos a la conciencia en todos los pueblos cultos, y otras mil cosas que andaban lejos de la casa legislativa cuando se expidió la Ley 25 de mayo. Quiera Dios, al menos, que para cuando se legisle sobre policía política, se haya borrado un tanto la impresión causada por el drama caballuno de Palmira, y que la sangre vertida allí y en Pradera no sirva para escribir una nueva ley de los caballos.