Asociarse, la fuerza de las mujeres en las regiones
Ser aliadas por sus comunidades, por sus hogares y por sus territorios es una de las formas que han encontrado para desarrollar sus emprendimientos y proyectos productivos, pero sobre todo es la vía para ser escuchadas y tenidas en cuenta por las organizaciones y el Gobierno.
Laura Alejandra Moreno Urriaga
En 2011, Leisi Río Guajui y siete mujeres que también vivían en el municipio de Guapi, en el suroccidente del Cauca, fueron beneficiarias del programa de gobierno Mujeres Ahorradoras en Acción, que estuvo vigente entre 2007 y 2014. Su actividad inicial era la comercialización de mariscos, una actividad que mantienen hasta hoy día, pero en menores cantidades, dependiendo de sus clientes y de la temporada, pero las artesanías ahora son su prioridad para consolidar una fuente estable de ingresos para ellas y sus familias.
En este proyecto se buscaba promover procesos de fortalecimiento socioempresarial de mujeres en situación de vulnerabilidad económica y social por medio de una cultura de ahorro y empoderamiento, de educación financiera y acceso a productos bancarios. Sin embargo, la inclusión financiera de las mujeres en las zonas rurales todavía requiere un largo camino.
Pese a los programas de gobierno que se crean para fomentar la autonomía económica de las mujeres en las regiones del país, el informe “Estado de la inclusión financiera de las mujeres rurales en Colombia”, del Ministerio de Agricultura, en alianza con ONU Mujeres y la Embajada de Suecia, explica que las mujeres y jóvenes rurales tienen una mayor dificultad para acceder a “activos productivos y bienes públicos rurales que les permitan fortalecer sus emprendimientos y proyectos productivos”.
“Como mujeres no tenemos un trabajo en sí y a través de este grupo podemos encontrar sustento para nuestros hogares”, dijo Esneda Montaño, quien al igual que Guajui participó después del programa de ahorro en la iniciativa Mujeres Tejedoras de Vida, que le apostaba a la capacitación de mujeres en el trabajo de artesanías propias del Pacífico colombiano.
En el proceso recibieron capacitaciones con diseñadores gráficos e industriales y decoradores, como explicó Álvaro Montilla, quien dirigía la escuela taller de Popayán que implementaba el proyecto, “para que las mujeres recibieran la mayor cantidad de información para mejorar sus procesos y su visión”.
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Aunque Mujeres Tejedoras de Vida le apostaba a la reutilización de desechos plásticos para que fueran reutilizados y transformados, el grupo de mujeres de Guapi creó la Asociación Las Sirenas e hicieron de la paja tetera, el insumo con el que aprendieron a tejer, su materia prima para producir diversos productos de hogar como canastos e individuales y accesorios como bolsos, abanicos y sombreros.
Estas artesanías, históricamente fabricadas por mujeres, parten del palo de tetera, del que solo utilizan el tallo y desechan sus hojas. Los tallos son pelados con un cuchillo y secados en la sombra; las mujeres cortan las tiras y sacan cintas de paja tetera que oscilan entre los cinco y los ocho centímetros de ancho.
“No todas sabíamos tejer, pero la mayoría venimos de familias tejedoras empíricas, así que les enseñamos a las compañeras, ese es el acuerdo, aprender para poder mejorar el trabajo”, cuenta Guajui.
Los abanicos son el ejemplo más reciente que tienen, pues el contrato más grande lo hicieron por 600 abanicos para la Fundación WWB Colombia. Todavía están terminando de fabricarlos, y mientras entrelazan hileras de la paja tetera para elaborar un entramado que poco a poco va tomando la forma de abanico, explican que los encargos que reciben son por cantidades mucho menores e incluso por unidades. “A veces vendemos encargos de 10, 30... productos, o por unidad, y cuestan entre $15 mil y $20 mil, estos los vendimos a $10 mil, pero no podíamos desaprovechar la oportunidad”, dice una de ellas.
En cada abanico invierten casi dos horas, una para darle forma y casi otra en los acabados y detalles. Usan diseños geométricos, triángulos y líneas, una amarilla y una azul, los colores de la fundación, que atraviesan el abanico.
El trabajo no es permanente y la mayoría de Las Sirenas son madres cabeza de hogar, así que entre encargo y encargo, o mientras algunas están en el proceso de aprendizaje, se ven en la obligación de buscar otras alternativas de trabajo para sostener a sus familias.
Trabajar en los cultivos de coco, pianguar, que es sacar conchas del mar, y comercializar mariscos son otras de las actividades que realizan, aunque esta última se ve afectada por las dificultades que tienen para conservar la cadena de frío de los alimentos, a veces por falta de electricidad y otras porque no tienen refrigeradores.
Aunque Guapi es un municipio PDET, las mujeres cuentan que su asociación no se ha visto involucrada en el desarrollo de los proyectos, entre otras, porque dicen “no ser parte de la gallada” que administra los recursos para impulsar sus artesanías y lo más cerca que han estado de participar es en proyectos que las encasillan en el trabajo en cultivos.
“Nosotras tenemos un conocimiento ancestral y necesitamos que eso también sea tenido en cuenta, porque muchas veces el apoyo se queda en organizaciones que ya tienen reconocimiento y no hay espacio, recursos ni seguimiento para otros grupos”, explica Nancy Morales, otra de las mujeres que forma parte de Las Sirenas desde su fundación.
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Las organizaciones de mujeres y el trabajo con las artesanías son medios que las mujeres usan para preservar sus tradiciones, pero también de hacer resistencia dentro de los territorios, permanecer en las comunidades y no tener que ser desplazadas de sus hogares.
“Con nuestro trabajo queremos ayudar al futuro de nuestros hijos, que puedan estudiar, que tengan que irse a tener trabajos mal pagos, que no sean incitados a entrar en malos pasos, esas situaciones son muy difíciles para nosotras como madres”, cuenta Guajui, pues aunque su hija y su hijo ya son mayores, ella todavía tiene a su cargo una sobrina de 14 años y dos nietos de siete y nueve.
“Ellos ya manejan las trenzas y saben hacer abanicos”, dice Morales sobre los familiares de su compañera y explica que el trabajo con niños y niñas de siete años en adelante es fundamental para que, como ellas, aprendan a tejer y a preservar sus tradiciones.
“Cuando trabajamos solas las oportunidades son muy pocas, participar es más difícil y ser tenidas en cuenta en los programas es imposible. Juntas estamos trabajando en seguir creciendo con Las Sirenas por nosotras y por nuestras familias”, afirma Morales sobre los proyectos con sus compañeras y cuenta que también le apuestan a la transformación del coco, para que su trabajo en los cultivos no sea precarizado y puedan convertir ese trabajo en una fuente de ingresos sostenible para ellas.
“Lo que más necesitamos en este momento es tener una cadena de comercialización para poder vender sus productos de una forma más efectiva y estable. Queremos que todo el mundo quiera usar las artesanías de Las Sirenas”, concluye Guajui.
La situación de las mujeres rurales en Colombia
Como las mujeres que conforman la Asociación Las Sirenas, alrededor de seis millones de colombianas habitan las zonas rurales del país. Ellas representan el 48,13 % de la población rural, según el DANE. Además de dedicarse al trabajo del agro, muchas de ellas son emprendedoras, jefas de hogar y se ocupan del trabajo de cuidado no remunerado durante 7:52 horas cada día; más del doble del tiempo que gastan los hombres en estas actividades, y más que el de las mujeres en otras zonas del país.
Con el fin de mejorar la calidad de vida de las mujeres rurales que se encuentran principalmente en los departamentos de Antioquia (11,3 %), Cauca (8,1 %), Nariño (7,8 %), Córdoba (7,4 %) y Cundinamarca (6,9 %), un grupo de mujeres trabaja por sus derechos desde los años ochenta. La Asociación Nacional de Mujeres Campesinas, Negras e Indígenas de Colombia (Anmucic) vela por el desarrollo de proyectos productivos de mujeres rurales para fortalecer su autonomía y reconocer su papel en el trabajo en el campo.
Además, su labor de incidencia política ha servido al aporte en “leyes de protección a las mujeres en relación con la tierra, la tenencia de la misma, el acceso a derechos, la erradicación de las violencias y los aportes en el Acuerdo de Paz con las Farc, específicamente en el reconocimiento de la voz de las mujeres campesinas en la construcción de paz”.
Sus aportes son vitales, pues en departamentos como Antioquia, Cauca y Valle del Cauca, donde se encuentran estas mujeres, también han sido los territorios donde mayor impacto ha tenido el conflicto armado. Más de 400.000 mujeres han sido víctimas de homicidio en el marco del conflicto armado, y hay más de 57.000 mujeres víctimas de desplazamiento forzado, según ONU Mujeres.
Además del desplazamiento forzado y los homicidios, en la ruralidad las mujeres se han enfrentado a otro tipo de violencias y discriminaciones por razones de género y étnicas. Por ejemplo, el 15,8 % de las mujeres desplazadas declaran haber sido víctimas de violencia sexual”.
De acuerdo con el DANE, el 24,5 % de las mujeres y el 23,6 % de los hombres que residen en zonas rurales se autorreconocen dentro de algún grupo étnico: el 13,2 % de las mujeres rurales se identifican como indígenas y el 11,1 % como negras, mulatas, afrodescendientes o afrocolombianas. La afectación particular que han sufrido los grupos étnicos, por ejemplo, es lo que hizo necesario que en el Acuerdo de Paz se incluyera un capítulo específico para esta población.
Ahora, además de garantizar los derechos y la reparación de las víctimas del conflicto en zonas rurales, brindarles acceso a educación, tierras, capacitación y servicios de salud y financieros son otros de los pendientes que el Estado tiene con las mujeres, pues la brecha es mayor en estas regiones.
Un ejemplo de ello es que para 2020, solo el 7,9 % de las mujeres rurales tenían educación superior o posgrado y el 21,4 % a educación media. En el mismo año, el 74,2 % de las mujeres rurales entre 6 y 21 años se encontraban estudiando, mientras que en las zonas urbanas el porcentaje fue del 80,3 %.
Encargarse de los oficios del hogar (23,7 %), falta de dinero o costos educativos elevados (19,8 %), embarazo (9,6 %) y falta de interés en estudiar (9,6 %) fueron las principales razones que encontró el DANE para que las mujeres no pudieran acceder a estudio.
Estas barreras de acceso a educación se suman al desempleo, la informalidad y la sobrecarga en el trabajo de cuidado no remunerado que inciden en los niveles de vulnerabilidad y pobreza de las mujeres rurales.
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Según el DANE, en los hogares con una jefatura femenina la pobreza monetaria llega al 42,9 %, superando el promedio nacional, que es del 39,3 %. Pero si hablamos de los centros poblados y rurales dispersos, la pobreza monetaria llega al 48,6 % en los hogares con jefatura femenina y al 43,1 % en aquellos donde un hombre es el jefe del hogar.
Frente a las medidas del Estado para cerrar la brecha económica en la ruralidad, ONU Mujeres puntualiza que “los programas de transferencias monetarias del Gobierno Nacional, dirigidos principalmente a combatir la pobreza y la vulnerabilidad, han contribuido a un incremento en el número de mujeres que participan en el sistema financiero. Sin embargo, esta relación debe ser profundizada con procesos de educación económica y financiera que mejoren las capacidades y conocimientos de las mujeres rurales para la toma de decisiones financieras informadas en el hogar y en su unidad productiva”.
En 2011, Leisi Río Guajui y siete mujeres que también vivían en el municipio de Guapi, en el suroccidente del Cauca, fueron beneficiarias del programa de gobierno Mujeres Ahorradoras en Acción, que estuvo vigente entre 2007 y 2014. Su actividad inicial era la comercialización de mariscos, una actividad que mantienen hasta hoy día, pero en menores cantidades, dependiendo de sus clientes y de la temporada, pero las artesanías ahora son su prioridad para consolidar una fuente estable de ingresos para ellas y sus familias.
En este proyecto se buscaba promover procesos de fortalecimiento socioempresarial de mujeres en situación de vulnerabilidad económica y social por medio de una cultura de ahorro y empoderamiento, de educación financiera y acceso a productos bancarios. Sin embargo, la inclusión financiera de las mujeres en las zonas rurales todavía requiere un largo camino.
Pese a los programas de gobierno que se crean para fomentar la autonomía económica de las mujeres en las regiones del país, el informe “Estado de la inclusión financiera de las mujeres rurales en Colombia”, del Ministerio de Agricultura, en alianza con ONU Mujeres y la Embajada de Suecia, explica que las mujeres y jóvenes rurales tienen una mayor dificultad para acceder a “activos productivos y bienes públicos rurales que les permitan fortalecer sus emprendimientos y proyectos productivos”.
“Como mujeres no tenemos un trabajo en sí y a través de este grupo podemos encontrar sustento para nuestros hogares”, dijo Esneda Montaño, quien al igual que Guajui participó después del programa de ahorro en la iniciativa Mujeres Tejedoras de Vida, que le apostaba a la capacitación de mujeres en el trabajo de artesanías propias del Pacífico colombiano.
En el proceso recibieron capacitaciones con diseñadores gráficos e industriales y decoradores, como explicó Álvaro Montilla, quien dirigía la escuela taller de Popayán que implementaba el proyecto, “para que las mujeres recibieran la mayor cantidad de información para mejorar sus procesos y su visión”.
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Aunque Mujeres Tejedoras de Vida le apostaba a la reutilización de desechos plásticos para que fueran reutilizados y transformados, el grupo de mujeres de Guapi creó la Asociación Las Sirenas e hicieron de la paja tetera, el insumo con el que aprendieron a tejer, su materia prima para producir diversos productos de hogar como canastos e individuales y accesorios como bolsos, abanicos y sombreros.
Estas artesanías, históricamente fabricadas por mujeres, parten del palo de tetera, del que solo utilizan el tallo y desechan sus hojas. Los tallos son pelados con un cuchillo y secados en la sombra; las mujeres cortan las tiras y sacan cintas de paja tetera que oscilan entre los cinco y los ocho centímetros de ancho.
“No todas sabíamos tejer, pero la mayoría venimos de familias tejedoras empíricas, así que les enseñamos a las compañeras, ese es el acuerdo, aprender para poder mejorar el trabajo”, cuenta Guajui.
Los abanicos son el ejemplo más reciente que tienen, pues el contrato más grande lo hicieron por 600 abanicos para la Fundación WWB Colombia. Todavía están terminando de fabricarlos, y mientras entrelazan hileras de la paja tetera para elaborar un entramado que poco a poco va tomando la forma de abanico, explican que los encargos que reciben son por cantidades mucho menores e incluso por unidades. “A veces vendemos encargos de 10, 30... productos, o por unidad, y cuestan entre $15 mil y $20 mil, estos los vendimos a $10 mil, pero no podíamos desaprovechar la oportunidad”, dice una de ellas.
En cada abanico invierten casi dos horas, una para darle forma y casi otra en los acabados y detalles. Usan diseños geométricos, triángulos y líneas, una amarilla y una azul, los colores de la fundación, que atraviesan el abanico.
El trabajo no es permanente y la mayoría de Las Sirenas son madres cabeza de hogar, así que entre encargo y encargo, o mientras algunas están en el proceso de aprendizaje, se ven en la obligación de buscar otras alternativas de trabajo para sostener a sus familias.
Trabajar en los cultivos de coco, pianguar, que es sacar conchas del mar, y comercializar mariscos son otras de las actividades que realizan, aunque esta última se ve afectada por las dificultades que tienen para conservar la cadena de frío de los alimentos, a veces por falta de electricidad y otras porque no tienen refrigeradores.
Aunque Guapi es un municipio PDET, las mujeres cuentan que su asociación no se ha visto involucrada en el desarrollo de los proyectos, entre otras, porque dicen “no ser parte de la gallada” que administra los recursos para impulsar sus artesanías y lo más cerca que han estado de participar es en proyectos que las encasillan en el trabajo en cultivos.
“Nosotras tenemos un conocimiento ancestral y necesitamos que eso también sea tenido en cuenta, porque muchas veces el apoyo se queda en organizaciones que ya tienen reconocimiento y no hay espacio, recursos ni seguimiento para otros grupos”, explica Nancy Morales, otra de las mujeres que forma parte de Las Sirenas desde su fundación.
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Las organizaciones de mujeres y el trabajo con las artesanías son medios que las mujeres usan para preservar sus tradiciones, pero también de hacer resistencia dentro de los territorios, permanecer en las comunidades y no tener que ser desplazadas de sus hogares.
“Con nuestro trabajo queremos ayudar al futuro de nuestros hijos, que puedan estudiar, que tengan que irse a tener trabajos mal pagos, que no sean incitados a entrar en malos pasos, esas situaciones son muy difíciles para nosotras como madres”, cuenta Guajui, pues aunque su hija y su hijo ya son mayores, ella todavía tiene a su cargo una sobrina de 14 años y dos nietos de siete y nueve.
“Ellos ya manejan las trenzas y saben hacer abanicos”, dice Morales sobre los familiares de su compañera y explica que el trabajo con niños y niñas de siete años en adelante es fundamental para que, como ellas, aprendan a tejer y a preservar sus tradiciones.
“Cuando trabajamos solas las oportunidades son muy pocas, participar es más difícil y ser tenidas en cuenta en los programas es imposible. Juntas estamos trabajando en seguir creciendo con Las Sirenas por nosotras y por nuestras familias”, afirma Morales sobre los proyectos con sus compañeras y cuenta que también le apuestan a la transformación del coco, para que su trabajo en los cultivos no sea precarizado y puedan convertir ese trabajo en una fuente de ingresos sostenible para ellas.
“Lo que más necesitamos en este momento es tener una cadena de comercialización para poder vender sus productos de una forma más efectiva y estable. Queremos que todo el mundo quiera usar las artesanías de Las Sirenas”, concluye Guajui.
La situación de las mujeres rurales en Colombia
Como las mujeres que conforman la Asociación Las Sirenas, alrededor de seis millones de colombianas habitan las zonas rurales del país. Ellas representan el 48,13 % de la población rural, según el DANE. Además de dedicarse al trabajo del agro, muchas de ellas son emprendedoras, jefas de hogar y se ocupan del trabajo de cuidado no remunerado durante 7:52 horas cada día; más del doble del tiempo que gastan los hombres en estas actividades, y más que el de las mujeres en otras zonas del país.
Con el fin de mejorar la calidad de vida de las mujeres rurales que se encuentran principalmente en los departamentos de Antioquia (11,3 %), Cauca (8,1 %), Nariño (7,8 %), Córdoba (7,4 %) y Cundinamarca (6,9 %), un grupo de mujeres trabaja por sus derechos desde los años ochenta. La Asociación Nacional de Mujeres Campesinas, Negras e Indígenas de Colombia (Anmucic) vela por el desarrollo de proyectos productivos de mujeres rurales para fortalecer su autonomía y reconocer su papel en el trabajo en el campo.
Además, su labor de incidencia política ha servido al aporte en “leyes de protección a las mujeres en relación con la tierra, la tenencia de la misma, el acceso a derechos, la erradicación de las violencias y los aportes en el Acuerdo de Paz con las Farc, específicamente en el reconocimiento de la voz de las mujeres campesinas en la construcción de paz”.
Sus aportes son vitales, pues en departamentos como Antioquia, Cauca y Valle del Cauca, donde se encuentran estas mujeres, también han sido los territorios donde mayor impacto ha tenido el conflicto armado. Más de 400.000 mujeres han sido víctimas de homicidio en el marco del conflicto armado, y hay más de 57.000 mujeres víctimas de desplazamiento forzado, según ONU Mujeres.
Además del desplazamiento forzado y los homicidios, en la ruralidad las mujeres se han enfrentado a otro tipo de violencias y discriminaciones por razones de género y étnicas. Por ejemplo, el 15,8 % de las mujeres desplazadas declaran haber sido víctimas de violencia sexual”.
De acuerdo con el DANE, el 24,5 % de las mujeres y el 23,6 % de los hombres que residen en zonas rurales se autorreconocen dentro de algún grupo étnico: el 13,2 % de las mujeres rurales se identifican como indígenas y el 11,1 % como negras, mulatas, afrodescendientes o afrocolombianas. La afectación particular que han sufrido los grupos étnicos, por ejemplo, es lo que hizo necesario que en el Acuerdo de Paz se incluyera un capítulo específico para esta población.
Ahora, además de garantizar los derechos y la reparación de las víctimas del conflicto en zonas rurales, brindarles acceso a educación, tierras, capacitación y servicios de salud y financieros son otros de los pendientes que el Estado tiene con las mujeres, pues la brecha es mayor en estas regiones.
Un ejemplo de ello es que para 2020, solo el 7,9 % de las mujeres rurales tenían educación superior o posgrado y el 21,4 % a educación media. En el mismo año, el 74,2 % de las mujeres rurales entre 6 y 21 años se encontraban estudiando, mientras que en las zonas urbanas el porcentaje fue del 80,3 %.
Encargarse de los oficios del hogar (23,7 %), falta de dinero o costos educativos elevados (19,8 %), embarazo (9,6 %) y falta de interés en estudiar (9,6 %) fueron las principales razones que encontró el DANE para que las mujeres no pudieran acceder a estudio.
Estas barreras de acceso a educación se suman al desempleo, la informalidad y la sobrecarga en el trabajo de cuidado no remunerado que inciden en los niveles de vulnerabilidad y pobreza de las mujeres rurales.
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Según el DANE, en los hogares con una jefatura femenina la pobreza monetaria llega al 42,9 %, superando el promedio nacional, que es del 39,3 %. Pero si hablamos de los centros poblados y rurales dispersos, la pobreza monetaria llega al 48,6 % en los hogares con jefatura femenina y al 43,1 % en aquellos donde un hombre es el jefe del hogar.
Frente a las medidas del Estado para cerrar la brecha económica en la ruralidad, ONU Mujeres puntualiza que “los programas de transferencias monetarias del Gobierno Nacional, dirigidos principalmente a combatir la pobreza y la vulnerabilidad, han contribuido a un incremento en el número de mujeres que participan en el sistema financiero. Sin embargo, esta relación debe ser profundizada con procesos de educación económica y financiera que mejoren las capacidades y conocimientos de las mujeres rurales para la toma de decisiones financieras informadas en el hogar y en su unidad productiva”.