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Jaramis Moncada tenía cervical inversa. Los rayos X lo mostraban cada vez que se practicaba un examen médico para intentar conseguir un trabajo. La respuesta siempre fue la misma: no, una y otra vez. Estar mucho tiempo de pie, usando botas de seguridad, no era una opción para ella. Las empresas buscaban librarse de una enfermedad ocupacional, o al menos eso cree. Oriunda de Barquisimeto, en el centro occidente de Venezuela, estudió Ingeniería Agroindustrial, pero no la pudo ejercer. Trató de ingresar a un call center, pero la rechazaron por lo mismo: su cervical. “Esa fue una de las principales razones por las que muchos recién graduados tuvimos que migrar: la frustración”.
Pasó al mundo de las redes sociales, a tratar de ser community manager, y por un momento le funcionó. Empezó a tomar fotos para locales de comida rápida no lejos de su casa, para unos seis que le quedaban cerca, y las subía a los perfiles de Instagram. Era ensayo y error. Le pagaban, sí, pero la crisis económica le impedía cobrar el precio real que su trabajo podía tener. Lo que pedía en dinero a los quince días ya no valía nada. Llegaba a final de mes, decía que debía aumentar el cobro y sus clientes le respondían que era demasiado. La historia se repetía mes tras mes. La inflación no la dejó avanzar como emprendedora, al menos en ese campo, y empezó a escuchar otras opciones que empezaron a susurrarle al oído.
Tuvo que escucharlas, porque además estaba en medio de una relación violenta. Cuando una amiga suya le dijo que la acompañara a vivir a Barranquilla, que se iba a mudar con su novio de la capital del Atlántico, a quien conoció virtualmente, vio la oportunidad de romper ese ciclo de dependencia que tenía con su pareja del momento, en el que también estaba involucrada su mamá. Prácticamente, él se encargaba de los gastos de las dos. A su amiga le prometieron apartamento, lavadora, nevera... Irse con ella sonaba bien y lo hizo. Cuando las dos llegaron a la costa Atlántica colombiana se dieron cuenta de que no había nada de eso. Todo fue una mentira. Su amiga se devolvió a Venezuela, pero ella se quedó. Le salió un trabajo en la emisora Mi Vallenatísima. No le pagaban, pero se quedaba con un porcentaje del dinero que entraba por la publicidad que conseguía. Luego vinieron unos microprogramas y con ello la oportunidad de tener ingresos más fijos.
Por un tiempo, vivió en la casa de la exesposa de un tío. No tuvo que pagar arriendo por cinco meses. Ella le dio la mano hasta que tuvo dinero para irse a vivir sola en una habitación. A pesar de ello, de los ires y venires, nunca pensó en devolverse a Venezuela. La situación era difícil y le tenía miedo al fracaso: “Sabía que no iba a tener oportunidades y que la crisis estaba muy fuerte. Lo veía en las fotos que me mandaban. Unas personas que eran obesas aparecían muy delgadas. Eso me decía mucho de la situación que vivía el país”. De cierta forma se sentía afortunada: tenía trabajo y le podía mandar dinero a su mamá. El problema era otro: se sentía sola.
Tener una familia o un empleo facilita mucho la llegada, dice Andrew Selee. Él, que es director del Instituto de Política Migratoria, menciona, sin embargo, que la gran mayoría de ellos no cuenta con eso, o al menos es lo que ha podido ver en Estados Unidos, donde, en lo que va del año fiscal 2024, se han dado más de 187.000 encuentros entre venezolanos y las autoridades fronterizas. “Esos lazos facilitan, antes que nada, alojamiento, pero también acceso al trabajo y la orientación sobre diferentes temas, desde cómo conseguir un trabajo hasta cómo inscribir a los niños en el colegio”. Las redes que funcionan son las que se tejen con personas ya establecidas. El problema es que muchas deciden migrar a través de quienes acaban de ingresar, que son, a la vez, la fuente primaria de la información que consumen. “Eso es útil para saber llegar, pero no para saber integrarse ni quedarse”.
Moncada necesitaba no sentirse sola y recurrió al trabajo social, a una fundación para migrantes venezolanos, para tener esa compañía. Su trabajo empezó con mamás gestantes, cuando ella también estaba embarazada de gemelos, y entre ellas hablaban de la maternidad, pero también de cómo regularizar su estancia en Colombia, por ejemplo. “Yo necesitaba ese apoyo. Entré a la fundación con la excusa de ayudar, pero yo necesitaba ayuda para no sentirme sola. Necesitaba estar con gente que sí me entendiera, que estuviera pasando por lo mismo. Habría sido mejor llegar y tener conocidos, tener esa red de apoyo y confianza que me hubiera podido explicar cómo funciona todo acá”.
Selee ha notado varios cambios en la migración hacia Estados Unidos. De los venezolanos, por ejemplo, recuerda que en una primera ola llegaron aquellos que ya tenían a alguien que los podía recibir. Eran personas que viajaban en avión, con visa, y tenían conexiones con connacionales y la posibilidad de obtener asilo. Un segundo grupo fue el de los profesionales que pertenecían a una clase media que se había venido abajo y había perdido su capacidad económica, pero que tenían algunas conexiones allí. La tercera ola, la más reciente, tiene un perfil diferente: personas con menos recursos, menos preparación profesional y menos lazos con individuos establecidos en territorio estadounidense: “Los que llegan ahora por el Darién no son los más pobres, porque migrar es costoso, puede costar miles de dólares, pero no tienen el mismo nivel adquisitivo de los grupos anteriores, y tampoco tienen las mismas conexiones. Es gente con algo de dinero ahorrado, pero que no cuenta con el mismo nivel adquisitivo de los grupos anteriores”.
En medio de ello, menciona una preocupación más: la exigencia que Estados Unidos les está haciendo a unos migrantes sobre tener un patrocinio al solicitar una entrada regular desde terceros países. Ese es el caso para los cubanos, haitianos, nicaragüenses y venezolanos: “Eso está funcionando muy bien para los primeros, que ya tienen redes muy establecidas en Estados Unidos, que son, además, diversas económicamente. Ahora bien, esa idea de tener un sponsor no ha resultado tan bien con los venezolanos. Muchos siguen la travesía de forma irregular, porque no tienen el pasaporte, que es un requisito, o porque no tienen a alguien establecido legalmente en Estados Unidos”. El panorama no parece alentador, si, además, como afirma él, “no se puede hacer más dentro de las leyes existentes. Han estirado la ley al máximo para crear el programa que existe”. Lo que hace falta, al menos a su parecer, es crear un esfuerzo complementario para ayudar a los venezolanos a encontrar un anfitrión, parecido a lo que pasó con los ucranianos, tras esfuerzos de la sociedad civil, no del Gobierno. Eso, sin embargo, es complicado: “Los ucranianos salieron en masa en un momento de empatía generalizada. La migración venezolana es más extendida y politizada”.
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