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Usted es hija y nieta de la migración española en México. Por un lado, el materno, su familia huyó por la guerra civil. Por el otro, el paterno, los suyos salieron para buscar una mejor vida. ¿Cómo es crecer con este pasado sobre sus hombros?
Cuando eres hijo de migrantes hay historias que te preceden que siempre están en la sobremesa, en los objetos, en lo que no se dice, incluso en las fotos. La del lado de mi mamá era la que tenía más clara. Mi abuela, madrileña, mi abuelo, andaluz, llegaron en 1937. Ella hablaba del lado luminoso de su ciudad, pero también de los bombardeos y de cómo se refugiaba de ellos. Había un baúl con el plano del barco en el que salieron y una muñeca sobre la cual acabo de publicar un libro de cuentos: El lado salvaje. En uno de ellos, Manolita, que me la regaló mi mamá y a ella la suya, que ha surcado los mares con la migración, tiene una historia que contar.
Yo, que nací en Ciudad de México, siempre me asombro con quienes dejan algo atrás y tienen que inventar algo nuevo, como le pasó a mi familia. Esas historias abonaron en mí el deseo de conocer Madrid. La lectura también tuvo un papel muy importante, porque mi abuela me regaló libros, que a su vez leyó mi madre, que eran las aventuras de una niña llamada Celia, escritas por Elena Fortún, que luego supe que salió por la guerra hacia Argentina. Yo leía lo que leían los niños españoles y eso me hizo un poco diferente a mi entorno. También las palabras que se usaban en la casa, las batatas y no las papas, sutilezas de ese tipo, construyeron una identidad particular de ser hija de una niña de la guerra.
¿Y el lado paterno?
Ser descendiente de migrantes que no llegaron a Ciudad de México, sino a Chiapas, me parecía exótico, pero no tenía esa pátina heroica de venir de la guerra y de no tener otra opción más que salir del país. Mis abuelos llegaron para buscar una mejor vida, pero lo paradójico de la historia del abuelo Lavín, que vino de Santander, que llegó a Tapachula, que tuvo que cruzar durante la Revolución en tren, que su novia se casó por poder y lo alcanzó, es que lo mataron 15 años después, cuando ya tenía una finca cafetalera. Eso hizo de mi papá un huérfano temprano, y que la viuda y sus hijos migraran hacia Ciudad de México. Entonces, nos desligamos de Tapachula, nos desligamos del café, y de eso no se habló hasta que escribí el libro Café cortado. Allí me dediqué a encontrar cómo estos migrantes, abuelos míos, decidieron ir a Soconusco, qué los llamó y qué buscaron ahí, pero también por qué mataron a mi abuelo y por qué mi abuela decidió quedarse. Todo eso lo tuve que investigar. Nadie sabía nada. El silencio había sido una de las maneras de paliar el dolor, y la literatura, que siempre lo rompe, me llevó a querer saber de esa migración y a considerar una aventura particular, pero también digna, migrar para fundar una vida en otro lado.
¿Se puede hablar de una conformación de identidad a partir de toda esa herencia? Es decir, ¿cree que ha formado una propia a partir de ese pasado familiar?
Claro que sí. Incluso, hasta hace poco, cuando estaba escribiendo Últimos días de mis padres, cobré consciencia de que yo, al ser la hija mayor, fui la primera en nacer en Ciudad de México. Yo inauguré el ser chilango, como decimos aquí. Soy hija y nieta de migrantes, con un legado de pérdidas y construcciones. Hay una identidad forjada en que yo ya no soy mi madre, que nació en España, ni mi padre, que la orfandad lo trajo hasta aquí, que incluso creció con lo español medio difuminado para adaptarse, sino que nací en blandito, con la mesa puesta. Es decir, soy resultado del empeño de fundación de otros. Yo no me he movido y quizá la identidad de venir de migrantes me hace tener anclas muy poderosas con esta ciudad, en particular, pero también con el país. Aquí están las huellas de lo que fueron mis papás, de lo que he amado y construido.
Hablemos del exilio, de cómo construir esas memorias a partir de él y cómo lo ha decantado mediante la escritura...
En varios cuentos están sus huellas. Uno de ellos, por ejemplo, se llama “Nicolasa y los encajes”. Esa es la síntesis de haber tenido que salir con solo unas cuantas cosas, las que cupieron en la maleta. Mis papás tenían amigos con los que compartían el exilio, los que habían llegado de niños y habían estudiado en el Colegio Madrid y en la Academia Hispanomexicana. En mi casa conviví con los protagonistas de ese momento, que nos llenaron de anécdotas y del asombro por México, porque ellos ya tenían la visión de los dos mundos. Con quien me casé, viví 20 años y tuve hijas, es también un hijo del exilio. Cuando fui a España por primera vez, algo me tocó el corazón de la música española y del flamenco, y cuando llegué tomé clases. Ahí lo conocí a él, que fue guitarrista de Pilar Rioja, una bailarina española. Estábamos hechos de la misma migración: su papá era exiliado y su mamá fue hija de una migración navarra a la zona de la Huasteca. Teníamos la misma herencia. Siempre me llamó la atención cómo, naturalmente, esa comunicación cultural me creó un puente donde no había que explicar cosas. Esas fueron mis decisiones de vida, pero en varios de mis escritos aparecen Nicolasa y los encajes, ese baúl lleno de secretos y de lo único que pudo traer mi mamá. Allí no está su muñeca, pero sí su relato. Me la imaginaba a ella de niña, escogiendo qué traer a lo desconocido. Todavía tengo pendiente la novela sobre esa abuela y la guerra, sobre ese tránsito entre tierras del que provengo. Será lo próximo que escriba.
Su libro “Últimos días de mis padres”, claramente, parte de una experiencia personal, de cómo usted ha hilado su herencia familiar. Sin embargo, se inserta en una discusión más grande: el drama migratorio de quienes están en México y tratan de cruzar la frontera hacia Estados Unidos, en un intento, en muchos casos, de buscar una mejor vida, tal como uno de sus abuelos hizo hace años. ¿Cómo concibe la historia de su familia frente a las olas migratorias que hay en el mundo?
Algo que estamos viendo ahora, que no se veía antes, es la presencia de los migrantes que van en tránsito, seguramente, hacia la frontera norte y que se están quedando. Fui a Tapachula el año pasado y me impresionó ver a los caminantes, a quienes se echan a andar por la carretera con sus hijos pequeños. Esas imágenes me conmovieron profundamente porque me hicieron pensar en mi abuela madrileña. Aun cuando era la república y no comenzaba la guerra, mi abuelo se vino poco antes de España a un proyecto. Ella, en cambio, tuvo que salir con tres niños y poco a poco se fue quedando sin recursos. Tengo las cartas en las que contaba que tenía que juntar dos sillas para que sus hijos durmieran, pues no tenían camas, algo que hace parte de la dignidad humana.
Entonces, cuando veo algo así, pienso en los papás y en las mamás que están buscando mejores destinos para los suyos, por distintas razones. Eso me enternece, pero también me rebela frente a los mundos que expulsan a los migrantes, como también me los ayuda a descubrir, porque buscar una mejor vida es una forma de expulsión; es no encontrar manera de tener un ingreso que te dé esa vida digna, ya sea por una guerra o por la política. Eso también me confirma que el ser humano es un migrante que quiere lo mejor para los suyos. Esa idea de tener un horizonte más ancho, por un lado, es doloroso, pero, por el otro, es esperanzador: no te vas a quedar, te vas a mover.
Haber ido hace 20 años a Tapachula a hacer Café cortado e ir ahora es constatar una cosa: México se está convirtiendo en una especie de gran carretera en la que desfila la esperanza, el deseo de encontrar el mejor lugar, pero hay un riesgo grande en ese movimiento. Hay quienes ayudan, pero otros que se enojan, y la xenofobia no es la forma de solucionar nada de esto, la cerrazón. De hecho, México jugó un papel importante durante la guerra civil española, con su apertura para recibir a los exiliados. A ellos, muchos profesionistas e intelectuales, se les dio la oportunidad de enriquecer un momento de la historia del país. Para eso se requirió la voluntad de Lázaro Cárdenas, de cuya actitud yo soy resultado.
¿Qué importancia ve en que historias como la suya se cuenten y conozcan a través de la literatura? La migración despierta pasiones y rechazos, pero es una realidad que no se acabará; ha existido mucho antes de nosotros y seguramente lo hará después...
La literatura es una herramienta de comprensión: al ponerte a vivir otras historias, como no se trata de explicarlas, sino de darles vida, hay un componente que te sensibiliza y que te debe volver más tolerante y sensible a realidades, así como a diálogos y soluciones. Con lo que estamos hablando, dramas, pérdidas, fundaciones, de lo que se queda en el camino y lo que se lleva al lugar, se está abonando una riqueza cultural y de intercambio, que, finalmente, es la historia de todas las civilizaciones.
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