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Nombrar y reunificar: el compromiso de los forenses con los migrantes fallecidos


En lo corrido de este siglo, mientras las normas de inmigración se han endurecido, más de 4.000 personas han muerto tratando de cruzar el desierto de Sonora, del lado estadounidense. Las probabilidades de encontrar un nombre o a la familia que está buscando a su ser querido dependen de una cruel cantidad de factores. Esta es la primera de cuatro entregas de un reportaje en la frontera con México.

María Alejandra Medina
07 de junio de 2024 - 12:00 p. m.
Vista aérea del desierto de Sonora, que se extiende por más de 250.000 km cuadrados, superficie similar a un país como Ecuador.
Vista aérea del desierto de Sonora, que se extiende por más de 250.000 km cuadrados, superficie similar a un país como Ecuador.
Foto: María Alejandra Medina C.

La doctora Jennifer Vollner tiene en su escritorio un caso por resolver que data de 1979, cuando ella ni siquiera había nacido. Es antropóloga forense, en la Oficina del Médico Forense del condado de Pima, en Arizona (Estados Unidos), y su misión es ayudar a identificar las decenas de cuerpos que anualmente se recuperan en una buena porción del desierto de Sonora, uno de los cruces fronterizos más hermosos, pero más inhóspitos y por tanto mortíferos entre Estados Unidos y México.

El jefe de la oficina se llama Gregory Hess, quien llegó al cargo en 2011, diez años después de que el ajetreo en la institución diera un salto casi exponencial: en 1999 atendieron 18 casos de restos humanos hallados en el desierto; eran personas que trataban de cruzarlo, pero murieron en el intento. En 2010 la cifra se trepó hasta los 222; cinco años antes, por primera vez, se habían quedado sin espacio para almacenar los cuerpos.

El aumento coincidió con la política conocida como “prevención a través de la disuasión”, aplicada por la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos durante la administración de Bill Clinton, que creía que dificultando los cruces por los lugares más populares (y habitados), como San Diego, en California, o El Paso, en Texas, la migración irregular disminuiría.

Sin embargo, eso no pasó. Tampoco se solucionaron los problemas o necesidades, como las guerras o el hambre, que estaban empujando a las personas, principalmente mexicanas y centroamericanas, a migrar y buscar mejores oportunidades en Estados Unidos. Así, empezaron a transitar por lugares más peligrosos, como el desierto de Sonora.

Desde entonces, las cifras anuales de restos mortales sin identificar que llegan a este edificio, de varios bloques de una sola planta, ubicado en el sur de la desértica ciudad de Tucson, no han dejado de ser de triple dígito. Aquí, además, son enviados los que son hallados en los también fronterizos condados de Cochise y Santa Cruz.

Los forenses de Pima, que tiene cerca de un millón de habitantes, se encargan también de examinar los cuerpos de 4.000 a 5.000 personas, probablemente vecinos del condado, que al año son recibidos por esta oficina para que sus decesos sean investigados. No obstante, el trabajo relacionado con la muerte de migrantes cambia casi a la par de las estaciones. Cuando hablamos con Hess, un hombre de anteojos, rubio pelo corto y sonrisa amable, era la primavera, y su equipo se estaba preparando para los meses más duros, los del verano, cuando los casos de restos mortales de migrantes sin identificar pueden ser más de uno diario.

El 2024 puede ser particularmente difícil, pues, en lo corrido del año fiscal, Tucson es el único sector en toda la frontera que está registrando un aumento de tres dígitos (107 %, en comparación con el mismo lapso de 2023) en los llamados “encuentros” con la Patrulla Fronteriza: un total 373.220 detenciones de migrantes cruzando de forma irregular. Los demás sectores de la frontera con México, salvo el de San Diego (que, con 222.839, está aumentando 65 %), muestran descensos con respecto al año pasado.

Históricamente, el verano es la época en que la oficina del forense recibe la mayor cantidad de casos. Para más de 4.000 migrantes cuyos restos han llegado aquí desde el año 2000, la segunda causa de muerte (es decir, en casi 1.500 casos) ha estado relacionada con el ambiente: básicamente deshidratación o hipertermia (o “golpes de calor”) bajo el sol abrasador del desierto. Aunque las personas que cruzan suelen ir equipadas con galones de agua, es poco probable que tengan lo suficiente para llegar al final del viaje. Estar dos o tres días sin hidratación puede resultar mortal.

Por desgracia, la primera razón (en casi 2.000 casos) es indeterminada. Esto se debe a que con frecuencia los forenses reciben huesos, muchas veces de esqueletos incompletos, como los que la doctora Vollner revisa para tratar de encontrar el nombre de la persona. ¿Era hombre o mujer?, ¿qué edad tenía?, ¿cuánto medía? Son preguntas a las que, con suficientes pistas, puede dar respuesta. Pero si murió por falta de agua o por la mordedura de una serpiente seguirá siendo una incógnita. El hecho de que sean huesos tampoco es garantía de que lleven meses o años muertos, pues el rigor del desierto puede reducir un cuerpo a ese estado en cuestión de semanas.

Entre las causas de muerte menos comunes están los accidentes de tránsito, por ejemplo, de camionetas que se accidentan mientras trafican a los migrantes. Aún menos frecuentes han sido las víctimas de armas de fuego, con un promedio de tres personas al año.

Si algo motiva a profesionales como Vollner es tratar de devolver a sus hogares los restos de estos seres humanos, a los que examina con cuidado meticuloso y sensible, pues “hay personas que permanecen contigo”, dice. La mayoría de las veces son jóvenes a los que sus familias seguramente llevan buscando durante meses, si no años, como el caso de 1979 sobre su escritorio.

“En eso enfoco mi energía, en tratar de que puedan volver a casa”, enfatiza la doctora, quien al final de la jornada regresa a la suya, en donde la espera su perro. Con una sonrisa nerviosa que achica su mirada detrás de los anteojos, intenta poner en palabras lo que pasa por su cabeza al ser consultada sobre su propia salud mental. Cuenta que al terminar el día trata de dejar confinando en este espacio, de olor sutilmente nauseabundo, el trabajo del que habla con la naturalidad de la experta que es. Es oriunda de Míchigan y llegó a Arizona en 2016 a hacer su posdoctorado en estos mismos pasillos.

En este momento, sobre su mesa metálica reposan, ordenados según la anatomía, los restos incompletos de una persona adulta, pero aún joven. La bolsa de la que fueron extraídos está cuidadosamente doblada a los pies de la camilla, con la etiqueta que identifica el caso. De él se pudo saber que era un hombre (como el 83 % de los casos que llegan a la oficina, en comparación con el 17 % de mujeres) después de analizar los elementos que más información proveen. El cráneo, la columna y una pelvis incompleta tienen un aspecto más pulido que los demás huesos. Sin embargo, no han sido blanqueados por el sol, lo que suele suceder cuando las partes de un esqueleto llevan un tiempo considerable expuestas en el desierto. La doctora explica que ella ya los ha limpiado para obtener la mayor cantidad de información posible.

Por sus manos, que protege con guantes de látex, pasan con frecuencia restos que hablan de personas con deficiencias nutricionales, que en vida recibieron poco cuidado dental y de salud en general. Muchas veces presentan señales de osteoartritis, pero no derivada de la edad, sino quizá de los trabajos pesados que sin duda realizaban.

Este hombre cuenta con un rasgo particular: tiene una sexta vértebra lumbar, una rareza inofensiva para el ser humano. Se podría pensar que esta característica podría facilitar su identificación; sin embargo, es casi seguro que el hombre ni siquiera supiera que tenía eso, mucho menos su familia. Algo tan singular resulta prácticamente inútil.

Identificación sometida a la probabilidad

Para los restos óseos, lo más probable es que la identificación precise de una prueba de ADN, menos común que la que se realiza en fluidos como la saliva. En años de trabajo de esta oficina, los forenses de Pima han tejido alianzas estratégicas con distintos actores, como un laboratorio en Virginia, en el otro extremo del país, que realiza las pruebas de ADN como las que requieren.

Pero los problemas son varios, empezando por el financiamiento. Una prueba de ADN sobre huesos puede costar cuatro veces más que una de saliva: mientras esta última puede rondar los US$400 o US$500, la ósea puede llegar a unos US$2.000. La oficina ha logrado sacar adelante su labor a punta de subvenciones, algunas veces federales, otras veces con países que pueden estar interesados en que sus connacionales sean encontrados. Pero nada está garantizado.

Las probabilidades de encontrar dinero aumentan si se logra sortear el otro gran problema: tener a un familiar con el que se pueda hacer la comparación del ADN. Sin eso, un trozo de hueso solo informa sobre un perfil genético, mas no el nombre de una persona, salvo que se encuentre en una base de datos oficial en Estados Unidos. Eso sucedería si el fallecido tiene un récord de un crimen tan grave como para que le hayan tomado una muestra de ADN.

Organizaciones como Colibrí Center, nacida en 2006 del trabajo voluntario de la Oficina del Médico Forense de Pima, y el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), surgido en el marco de la búsqueda de los desaparecidos por la dictadura, ayudan a recabar información en las bases de datos disponibles en Estados Unidos y países de la región. También, colaboran en la recolección de muestras de ADN, en el acompañamiento a las familias que buscan a sus seres queridos y la coordinación entre instituciones y autoridades gubernamentales.

Mientras llega la llamada de un familiar que está buscando a alguien o el financiamiento, la Oficina Forense de Pima almacena indefinidamente los restos sin identificar.

Los casos marcados en la morgue como Doe 12-00359 y Doe 12-00360 estaban entre esas docenas pendientes. El doctor Hess recuerda este en particular, pues no es usual encontrar los restos óseos de dos personas juntas. Los forenses determinaron que unos correspondían a una mujer mayor, en comparación con el promedio de edad que reciben; el otro, un adolescente.

Los restos fueron encontrados en 2012. En ese momento, las autoridades contactaron a consulados y defensores de derechos humanos para saber si entre sus reportes de desaparecidos había un caso similar: una mujer adulta, en sus 50, junto a un joven de unos 13 años. Y lo había: el radicado por una mujer guatemalteca en Phoenix (Arizona). Se trataba de Fermina, quien venía de una familia víctima de la guerra civil guatemalteca y migró de forma irregular a Estados Unidos, en 2006, en busca de un mejor futuro para sus tres hijos, que se quedaron en Guatemala. Los mayores, tiempo después, lograron cruzar también. Pero el más pequeño, Omar, extrañaba a su mamá. En 2010, al decirle que temía por su vida, el niño finalmente logró convencerla de que pagara por su viaje, guiado por un “coyote”. Lo haría en compañía de Teresa, una vecina de confianza, que también tenía sus necesidades. Partieron antes del verano.

A mediados del mismo año, Fermina supo por el “coyote” que llevaba al grupo en el que iban Omar y Teresa que ellos dos se habían quedado rezagados en el desierto; sin embargo, tenía firme la esperanza de que siguieran con vida.

En 2013, mientras la periodista Terry Greene Sterling trabajaba reporteando esta historia para Newsweek, una prueba de ADN confirmó que los restos en la oficina de Pima eran los de Omar y doña Teresa.

Hoy en la morgue hay alrededor de 600 conjuntos de restos óseos sin identificar, además de 900 cenizas sin nombre, que datan de 2005 a 2018, cuando por costos, produciendo daños irreparables, el condado decidió cremar.

Las oportunidades de identificar un cuerpo son significativamente mayores cuando hay algo más que hueso; es decir, cuando el cadáver de la persona es recuperado en cuestión de horas o días, o cuando se ha momificado. Esto último no es inusual, pues el ambiente seco y la intensa luz solar en el desierto contribuyen a la deshidratación de los tejidos.

Estos cuerpos, que por lo general llegan rasguñados por cactus salvajes y con ampollas en los pies, suelen portar pertenencias, como ropa, dinero, teléfonos celulares, trozos de papel con números o direcciones anotadas, o documentos de identidad. Muchas son pistas que hay que corroborar, por ejemplo, con los consulados, pues incluso los documentos de identidad pueden ser falsos.

Los cuerpos también pueden traer rasgos inconfundibles, como tatuajes (que incluso son recuperables con luz infrarroja en caso de que la piel haya quedado totalmente negra por el sol y la momificación) o trabajos dentales fácilmente reconocibles. “Les tomamos fotografías a los tatuajes y otras características potencialmente identificables, se cargan en una base de datos de Estados Unidos, llamada NamUs”, que puede ser consultada por cualquier persona, explica Hess.

Y por supuesto hay que mencionar el valiosísimo recurso de las huellas dactilares, que con la esperanza de encontrar un nombre son enviadas para el análisis del FBI, que a su vez tiene relaciones con varias instituciones que pueden tener registros de huellas dactilares.

Aunque no se sabe cuántas personas mueren cruzando la frontera terrestre entre Estados Unidos y México, el Colibrí Center habla de una cifra cercana a los 8.000 desde 1998. La falta de certeza se debe no solo a que muchos cuerpos permanecen sin detectar, sino a que, aun si son hallados, pueden no ser reportados. Además, cada jurisdicción, según sus normas, asume este tipo de sucesos de forma distinta; la investigación está fragmentada. Mientras que la de Pima es ejemplar, el doctor Hess explica que hay sectores a lo largo de la frontera en los que quien asume este tipo de casos ni siquiera tiene una formación médica. Esto significa que las probabilidades de que un cuerpo sea identificado también dependen de dónde sea encontrado.

* Este especial es resultado de un viaje de una semana a la frontera entre Estados Unidos y México, posible por invitación de InquireFirst, una organización periodística sin fines de lucro en San Diego, California.

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