Aprender a vivir con el COVID-19
El economista principal en el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura y su llamado a las naciones a adaptarse a la nueva realidad y a los países ricos a ayudar a los más pobres.
Erik Berglöf (Especial para El Espectador)
Mientras en buena parte del mundo aumentan los contagios de COVID-19, muchos se aferran a la esperanza de que en poco tiempo una vacuna permita recuperar la vida que conocimos, pero es pensamiento ilusorio. Incluso en caso de hallarse una vacuna eficaz, el COVID-19 nos acompañará por tiempo indefinido (al menos, los próximos cinco años). Vamos a tener que aprender a vivir con él.
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Mientras en buena parte del mundo aumentan los contagios de COVID-19, muchos se aferran a la esperanza de que en poco tiempo una vacuna permita recuperar la vida que conocimos, pero es pensamiento ilusorio. Incluso en caso de hallarse una vacuna eficaz, el COVID-19 nos acompañará por tiempo indefinido (al menos, los próximos cinco años). Vamos a tener que aprender a vivir con él.
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Un panel internacional de científicos y sociólogos, convocado por el Wellcome Trust, elaboró hace poco cuatro escenarios posibles para la pandemia. Las variables principales incluyeron lo que se aprenda sobre la biología del virus SARS-CoV-2 causante del COVID-19 (por ejemplo, el ritmo de mutación y el grado de activación de anticuerpos después del contagio) y cuánto se tarde en desarrollar e implementar vacunas, antivirales y otras terapias eficaces). El estudio analizó a continuación la posible evolución de cada uno de estos escenarios en cinco contextos generales: países de ingresos altos, medios y bajos, zonas de conflicto y entornos vulnerables (por ejemplo, campos de refugiados y prisiones).
Ni siquiera en el más optimista de los escenarios (que supone un virus relativamente estable, vacunas eficaces y terapias antivirales mejoradas) habrá erradicación del SARS-CoV-2 de los cinco contextos en un plazo de cinco años, aunque tal vez sea posible eliminar la transmisión comunitaria dentro de ciertos límites. Y mientras haya un brote de COVID-19 en cualquiera de los cinco, ninguno estará a salvo.
Como muestra el estudio, erradicar el virus y poner fin a la emergencia médica demandará no solo una vacuna que corte la transmisión, sino también tratamientos eficaces y pruebas de detección rápidas y precisas. Ese instrumental médico tendrá que ponerse a disposición de todos los países a un costo asequible, y emplearse en formas que aprovechen la experiencia internacional y se adapten a las comunidades locales.
Pero, por el momento, solo una de las nueve principales vacunas candidatas detiene la transmisión del virus; las otras solo buscan limitar la gravedad del cuadro de COVID-19. Además, pese a que ha habido una mejora considerable de los tratamientos para casos moderados y graves, todavía son insatisfactorios. Y las pruebas de detección son inexactas, caras y vulnerables a debilidades en las cadenas de suministro.
Con un instrumental médico tan imperfecto, las intervenciones no farmacológicas como el distanciamiento físico y el uso de mascarillas son esenciales. Felizmente, casi todos los países han reconocido la importancia crucial de actuar a tiempo y han impuesto con bastante rapidez reglas estrictas para proteger la salud pública. Muchos también han provisto un fuerte apoyo económico para proteger a la vez vidas y medios de vida durante la cuarentena.
Pero las medidas de emergencia inmediatas (por ejemplo, el confinamiento indiscriminado) no son una solución sostenible. Pocos países (sobre todo en el mundo emergente y en desarrollo) pueden permitirse cerrar la economía, y mucho menos mantener en vigencia las políticas recomendadas hasta que haya acceso general a una vacuna eficaz.
Está implícito que esas medidas solo buscan retardar la transmisión y dar tiempo a las autoridades y profesionales médicos para identificar vulnerabilidades y, guiándose por la opinión de las ciencias sociales, idear estrategias innovadoras a mediano y largo plazo que se adapten a las condiciones locales. Pero, por desgracia, hasta ahora no se ha hecho un uso muy inteligente del tiempo conseguido; los gobiernos prefieren imitar las soluciones ajenas, en vez de aplicar lo aprendido en formas creativas y atentas a las condiciones locales.
Las intervenciones no farmacológicas no son iguales para todos ni lo es el proceso de revertirlas. Como sugirió hace poco un grupo de investigadores, el proceso debe basarse en la epidemiología (complementada en lo ideal por las ciencias de la conducta). En la práctica, esto implica que los países deben relajar las restricciones solo cuando tengan listos sistemas eficaces para el seguimiento de la situación sanitaria y el rastreo de personas contagiadas. Y deben mantener por algún tiempo otras medidas para reducir la transmisión (como el uso de mascarillas), acompañadas por una inversión sostenida en ampliar las capacidades del sistema de salud pública.
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También hay que tener en cuenta la dimensión política de las decisiones pertinentes (por ejemplo, la apertura de escuelas o la habilitación de reuniones multitudinarias). La dirigencia debe identificar los dilemas implícitos en las medidas alternativas, sabiendo que pueden ser muy diferentes según el contexto económico, social y político.
La forma de elegir e implementar las medidas es de gran importancia. Una respuesta eficaz debe hacer hincapié en la acción individual y colectiva, de modo que las personas asuman responsabilidad por sí mismas y por la comunidad. En tanto, países como Noruega y Finlandia son la prueba de que proveer apoyo financiero para implementar confinamientos periódicos temporales (una medida que debería estar al alcance de todos los países ricos) puede permitir el avance hacia la reducción de la transmisión comunitaria.
Gobernantes débiles como el presidente estadounidense Donald Trump, que se creen capaces de evitar el padecimiento y el descontento de las restricciones, terminan imponiendo costos más altos a sus poblaciones. Asimismo, los que solo piensan en hacerlo mejor que otros países no entienden que el buen desempeño ajeno beneficia a todos. La competencia por suministros médicos y vacunas que todavía no están fabricadas es contraproducente.
Así que, aunque cada país debe adaptar las soluciones a las condiciones locales, la respuesta al COVID-19 tiene que ser, en última instancia, global. Hay que canalizar recursos hacia los países y grupos de población más vulnerables (sin dejar de asignarlos también a otras necesidades de salud pública; por ejemplo, el combate contra la malaria).
La pandemia ya es causa de desigualdad entre países y dentro de ellos. La riqueza ha sido sinónimo de mejor protección contra el COVID-19, ya que facilita el distanciamiento físico y es, en la práctica, garantía de atención médica de calidad; pero esas desigualdades debilitan la resiliencia de la comunidad global. Las intervenciones más eficaces son las que protegen a los más vulnerables.
Algún día, puede que el mundo tenga todo el instrumental que necesita para erradicar el virus y haya que pensar en crear la infraestructura e implementar la capacidad logística para emplearlo. Hasta que eso ocurra, hay que dejar de cifrar esperanzas en un regreso rápido a la “normalidad” y empezar a idear estrategias integrales, creativas y cooperativas para vivir con el COVID-19.
*Traducción: Esteban Flamini. Copyright: Project Syndicate, 2020. www.project-syndicate.org.