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La crisis provocada por el SARS-CoV-2 ha agravado la automedicación, un fenómeno arraigado en Latinoamérica, algunas de cuyas consecuencias son el aumento en la resistencia bacteriana a los antibióticos, efectos secundarios adversos en muchas personas, desabastecimiento y redes de comercio ilegal de fármacos. (Lea Variante Delta: esto es lo que debe saber sobre sus síntomas y cómo prevenirla)
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la automedicación como “el uso de medicamentos por parte del consumidor para tratar trastornos o síntomas reconocidos por él mismo”, lo cual incluye ingerir sin receta fármacos que la requieren, pero también el uso irracional de sustancias de venta libre.
Aunque se trata de un problema de salud a nivel global que precede varias décadas a la pandemia por COVID-19, con prevalencias que iban de 32,5 a 81,5 por ciento en distintos países del mundo, según estudios, hoy más personas se automedican en la región como resultado de la crisis sanitaria.
Por ejemplo, el Sindicato Argentino de Farmacéuticos y Bioquímicos estimó en junio de 2020 que la cuarentena trajo consigo un aumento de 25 por ciento en el uso de medicamentos sin prescripción médica en el país.
Otro cambio en las conductas de automedicación provocado por la llegada del coronavirus tiene que ver con la edad de quienes la practican: “Antes, la prevalencia era más alta en adultos mayores o de mediana edad. Ahora hemos notado que cada vez hay más jóvenes incurriendo en ella”, dijo a SciDev.Net Franklin Soler, profesor de psicología en la Universidad del Rosario, Colombia.
Ha sido el caso de Perú. Un estudio publicado a principios de 2021 descubrió que, previo a la pandemia, el promedio de edad de las personas que solían automedicarse era de 46,5 años. Este número se redujo a 40,5 años en el contexto de la emergencia sanitaria.
Y aunque probablemente es temprano para ver algunas consecuencias del incremento en la automedicación en América Latina, los especialistas coinciden en alertar sobre la resistencia bacteriana a los antibióticos. En 2017 ya se habían detectado en la región variedades de bacterias con tasas de resistencia a dichos fármacos que iban del 10 hasta el 90 por ciento.
Los científicos creen que este problema, que anualmente cobra la vida de 700 mil personas en el mundo, podría volverse insostenible. Su temor está fundamentado en el hecho de que hasta un 71,9 por ciento de los pacientes diagnosticados con COVID-19 han recibido antibióticos, pese a que solo el 6,9 por ciento de ellos los necesitaba.
“Hace 7 años la OMS lanzó una alerta mundial sobre la resistencia a los antibióticos, que por sí misma es una pandemia que mata a muchas personas, una paralela a la actual”, advierte a SciDev.Net desde Colombia el director del Observatorio del Comportamiento de Automedicación de la Universidad del Rosario, Andrés Pérez-Acosta.
La pandemia, además, está asociada con sustancias que no solían ser objeto de automedicación en Latinoamérica. Anahí Dreser, investigadora del Instituto Nacional de Salud Pública de México, reconoce que antes de la pandemia era preocupante el uso de ciertos analgésicos para el dolor crónico, así como fármacos usados en el tratamiento de la diabetes o la hipertensión.
“Pero la pandemia nos dio la sorpresa de una mayor demanda de antivirales y antiparasitarios, cuya compraventa es escasa o nulamente controlada”, comentó a SciDev.Net vía telefónica la también coordinadora de la línea de investigación Medicamentos en Salud Pública.
Detrás de esta automedicación hay una falta de farmacovigilancia, servicios de salud insuficientes, medios de comunicación que crean falsas expectativas con noticias fuera de contexto y, probablemente más grave aún, gobiernos omisos que muchas veces en lugar de combatirla la promueven.
De acuerdo con sitios web especializados, esto último ha sucedido, al menos, en Bolivia, Brasil, El Salvador y Guatemala. Ahí se han distribuido, de manera indiscriminada, “kits” de medicamentos para que la población los consuma como y cuando mejor le parezca.
Estos paquetes pueden incluir paracetamol, ácido acetilsalicílico, azitromicina, loratadina, ivermectina, vitaminas C y D, zinc, ibuprofeno, antigripales, omeprazol, hidroxicloroquina, prednisona, colchicina y cloroquina.
“Desde las agrupaciones médicas hemos alertado a las autoridades sanitarias sobre los riesgos que conllevan estas entregas, pero han hecho caso omiso”, sentenció en una entrevista con SciDev.Net Nancy Sandoval Paiz, presidenta de la Asociación Guatemalteca de Enfermedades Infecciosas. Al cierre de este reportaje, el gobierno de Guatemala continuaba repartiendo dichos kits.
Raíces profundas
Pérez-Acosta lleva más de una década estudiando el fenómeno de la automedicación desde una perspectiva multidisciplinaria y advierte que se trata de un problema sumamente complejo: “en nuestros países hay una combinación de economías neoliberales y gobiernos débiles que ha generado un caldo de cultivo para que las personas recurran a los medicamentos por cuenta y riesgo propios”, comenta.
En 1997, una investigación alertó sobre los patrones de esta práctica en seis países latinoamericanos. Los resultados mostraron que solo el 34 por ciento de los medicamentos adquiridos en las farmacias sin la guía de un médico eran de venta libre, mientras que hasta un 24 por ciento de ellos debería haberse comprado forzosamente con una receta.
Otro estudio, publicado 20 años después, concluyó que la automedicación en 11 ciudades de América Latina era “una práctica común en más de la mitad de la población” y señaló la falta de tiempo para ir a una consulta médica como la principal causa.
Anahí Dreser centra las causas de la automedicación en la insuficiencia de los sistemas de salud en la región. Detrás de su hipótesis están datos como los de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición 2020 sobre COVID-19 de México.
El documento muestra que el 18 por ciento de personas que reportó una necesidad de salud el año pasado en México, sea por COVID-19 u otras causas, no buscó atención médica porque el padecimiento no era tan grave, tenía miedo a contagiarse o falta de dinero. Según la científica, esa cifra podría interpretarse como la parte de la población que ha estado en mayor riesgo de automedicarse.
Los alcances de este problema se tornan mucho más graves si se considera que, según la Organización Internacional del Trabajo, la mitad de la población económicamente activa en América Latina y el Caribe (al menos 140 millones de personas) trabaja en el sector informal y no cuenta con seguridad social.
Para Nancy Sandoval Paiz, gran parte de la responsabilidad de la automedicación debería recaer en las agencias y programas de farmacovigilancia. Esta se refiere a “la ciencia y las actividades relativas a la detección, evaluación, comprensión y prevención de los efectos adversos de los medicamentos o cualquier otro problema relacionado con ellos, incluyendo el abuso y mal uso”, según la OMS.
“El problema es que esos instrumentos prácticamente no existen en la región”, apunta Sandoval Paiz, “o si los hay no tienen la robustez técnica y científica que se necesitan para estudiar y resolver un problema como el de la automedicación”.
De acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud (OPS), Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México, Panamá y Venezuela forman parte del Programa de Farmacovigilancia en América Latina. Sin embargo, diversos documentos especializados reconocen que sus respectivas acciones son muy jóvenes y débiles.
El papel de la infodemia
Aunque la automedicación en América Latina no es un suceso reciente, la pandemia, sin duda, alteró los patrones de consumo y esculpió nuevas tendencias.
Por ejemplo, mediante un abordaje cualitativo, médicos de Argentina encontraron que personas mayores habían optado por la automedicación para no exponerse a un contagio en los servicios de salud donde solían atenderse por padecimientos crónicos, como diabetes, hipertensión o hipotiroidismo.
Un texto en The Lancet Microbe sugiere que la infodemia, es decir, el torrente de información que circula durante el brote de una enfermedad y que puede incluir datos falsos o engañosos, se sumó a estos temores.
El nuevo bombardeo al que está sometida la población incluye estudios sin revisión por pares, tendencias (trending topics) de Twitter, cadenas de WhatsApp, comunicados oficiales de las agencias sanitarias, discursos políticos y, por supuesto, medios de comunicación.
Al respecto, un estudio en curso en el que participa Anahí Dreser, sin datos publicados aún, analiza los patrones de búsqueda de medicamentos durante la pandemia mediante la herramienta Google Trends. Y, pese a que dichas tendencias no se pueden traducir directamente a conductas de consumo, conocerlas ayuda a comprender el comportamiento de la automedicación.
“Hemos notado una correlación entre la publicación de notas periodísticas sobre determinado medicamento y mayores búsquedas en Internet. Y, a su vez, hemos visto que esas notas de prensa tienen una correlación con algún artículo científico que sugería la utilidad del medicamento para tratar COVID-19 o con algún político que lo recomendaba”, explica la experta en ciencias médicas.
Es el caso de la dexametasona y de la ivermectina. La popularidad de este último se disparó en todo el mundo luego de que en abril de 2020 una investigación australiana (con un título que diversos especialistas han calificado como tendencioso) concluyera que a altas dosis este medicamento disminuía la replicación del coronavirus en células in vitro.
Más de un año después, ningún ensayo clínico aleatorizado (ECA) ha respaldado el uso de ivermectina para tratar pacientes con COVID-19 ni para prevenir la enfermedad. Los ECA son experimentos donde se compara la eficacia entre un fármaco y un placebo, y constituyen la máxima prueba para el uso de una sustancia con fines terapéuticos.
Fueron científicos argentinos quienes publicaron a principios de julio el mayor estudio de este tipo que descarta a la ivermectina. Días antes, un equipo internacional que incluyó la participación de investigadores en Perú y Brasil había llegado a la misma conclusión luego de hacer un metaanálisis de 10 ensayos clínicos aleatorizados: “la ivermectina no es una opción viable para tratar pacientes con COVID-19”.
Peligro, no automedicar
En el contexto de la pandemia, el Observatorio del Comportamiento de Automedicación de la Universidad del Rosario ha identificado tres nuevas conductas con consecuencias que ya empiezan a vislumbrarse en la salud de los consumidores: la automedicación con supuestos fines de prevención, la automedicación como un presunto tratamiento, y la automedicación para lidiar con los efectos emocionales de la pandemia.
Pese a que hasta el momento no se ha determinado fármaco alguno que pueda prevenir el COVID-19 más allá de las vacunas, el primer comportamiento parece estar ampliamente extendido. Ejemplo de ello es la vitamina D, cuyas fuentes naturales son la exposición breve a la luz del sol y la dieta.
De acuerdo con Business Wire, el mercado de vitamina D en forma de suplementos alimenticios se aceleró con la pandemia y seguirá creciendo en consecuencia. Tiendas y páginas de de internet promocionan estos productos como “refuerzos del sistema inmunitario”, especialmente después de que estudios observacionales en diversas partes del mundo sugirieran que existe una asociación entre la deficiencia del nutriente y un mal pronóstico frente a COVID-19.
Sin embargo, hasta el momento ninguna investigación ha confirmado que dicha relación sea de causa-efecto y, por lo tanto, no se justifica la automedicación con vitamina D para protegerse del coronavirus.
Al contrario, expertos advierten que los suplementos correctos deben ser prescritos en dosis adecuadas únicamente cuando hay pruebas de que los niveles de vitamina D son bajos. Su consumo excesivo puede producir náuseas y vómitos, confusión, pérdida de apetito, deshidratación, cálculos renales, insuficiencia renal, arritmia e incluso la muerte.
Cocktail riesgoso
Respecto a las intenciones terapéuticas frente a el COVID-19, una encuesta online aplicada a una muestra estadísticamente representativa de la población adulta en Perú hizo evidente la automedicación con un amplio “cocktail” de sustancias hasta en el 27 por ciento de los participantes.
Los resultados publicados en enero de 2021 mostraron que el paracetamol, ibuprofeno, varios antibióticos, hidroxicloroquina, así como el lopinavir y ritonavir fueron usados sin prescripción médica y sin un diagnóstico confirmado.
La percepción general sobre el paracetamol y el ibuprofeno es que son inofensivos. Sin embargo, más allá de sus posibles efectos adversos en dosis no controladas, los especialistas advierten un nuevo riesgo en el contexto de la pandemia, ya que estos medicamentos son capaces enmascarar síntomas de COVID-19, y con ello retrasar su diagnóstico y tratamiento oportuno.
En el caso de la hidroxicloroquina, desde agosto de 2020 un análisis de datos abiertos que incluía más de un millón de usuarios reveló que el fármaco en combinación con el antibiótico azitromicina estaba asociado a un mayor riesgo de angina de pecho, insuficiencia cardíaca y muerte cardiovascular. Posteriormente, en el mes de diciembre, un metaanálisis confirmó dicho peligro.
En cuanto al uso de lopinavir y ritonavir, aunque al principio de la pandemia la propia OMS apoyó su estudio como posibles tratamientos contra el coronavirus, su potencial fue descartado el 4 de julio de 2020. Además, el uso indiscriminado de estos antirretrovirales puede causar daños en el hígado.
Por otra parte, Anahí Dreser y Nancy Sandoval Paiz tienen una preocupación común: el incremento de la automedicación con corticoides desinflamantes, como la dexametasona y la prednisona. Si bien estas sustancias han mostrado beneficios en pacientes con cuadros graves por COVID-19, su uso para tratar casos leves de la enfermedad está totalmente contraindicado.
Dreser dice que se trata de un asunto preocupante porque los corticoides conllevan la disminución de la respuesta inmune.
Además, los corticoides están asociados a un aumento de la glucosa en sangre, efecto secundario que resulta particularmente alarmante en una región donde la diabetes tipo 2 afecta a más de 62 millones de individuos.
“Calmar” la mente
La automedicación frente a los transtornos mentales y emocionales también fue revolucionada por la pandemia. Y es que, de acuerdo con una encuesta dirigida por la OPS en 35 países y territorios de América Latina y el Caribe, el 28 por ciento de las personas ha experimentado nerviosismo, ansiedad o preocupación a raíz de la situación por el coronavirus.
En Chile esto ha sido muy visible, pues las encuestas online sobre los efectos del COVID-19 en el uso de alcohol y otras drogas detectaron que en 2020 el 45 por ciento de los participantes había consumido más medicamentos sin receta médica en comparación con el 2019. Para 2021 esta cifra subió a 53,8 por ciento debido -en un 87,5 por ciento- “a la ansiedad, el estrés y la depresión que genera el COVID-19”.
Algunos de los medicamentos que destaca el informe chileno son clonazepam y tramal. El primero suele prescribirse como anticonvulsivo y para algunos trastornos psiquiátricos. Pertenece al grupo de las benzodiacepinas, tranquilizantes cuyo uso no prescrito figura desde hace tiempo como uno de los factores involucrados en las muertes crecientes de jóvenes de 18 a 34 años de edad en América del Norte y Europa.
Al igual que con el clonazepam, el consumo crónico de tramal o tramadol puede causar dependencia. Este analgésico de tipo opiode sirve para atender el dolor de moderado a severo, pero tan solo en Estados Unidos su uso no controlado es una de las principales causas de muertes por sobredosis, las cuales ascendieron a más de 90 mil en 2020.
Efecto dominó
Sin embargo, los daños de la automedicación no terminan en las personas que la practican. Al contrario, tiene un efecto dominó capaz de arrasar con la seguridad de terceros y puede contribuir a amenazas tan graves como el comercio ilícito de medicamentos.
Un ejemplo claro de esta dinámica lo ha protagonizado la hidroxicloroquina. Además de ayudar a combatir la malaria, esta sustancia es parte del tratamiento de personas con lupus eritematoso sistémico. Se trata de una enfermedad autoinmune que afecta diversos órganos del cuerpo humano y que en América Latina puede estar presente hasta en 98 de cada 100 mil habitantes.
En mayo de 2020, mientras la infodemia en torno a la hidroxicloroquina impulsaba su compraventa masiva, los pacientes con lupus trataban de conseguir el medicamento, sin éxito. En México, el movimiento Cero Desabasto denunció que “el acaparamiento de esta medicina pone en grave riesgo a personas con lupus”, quienes ya son de por sí una población más proclive al coronavirus.
Un mes después, la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios de ese país emitió una alerta sobre la falsificación del Plaquenil, uno de los nombres comerciales de la hidroxicloroquina.
Pero este no ha sido el único caso de mercado negro de medicamentos en Latinoamérica durante la pandemia. InSight Crime reportó una red de contrabando, también de hidroxicloroquina, entre Brasil y Paraguay. El mismo medio señaló un comercio ilegal de ivermectina, remdesivir, tocilizumab y hasta vacunas contra la gripe.
“Estas actividades ilícitas son algo prepandémico, y Latinoamérica ya era una de las bases de ese tráfico”, advierte Andrés Pérez-Acosta, “lo que hizo la pandemia fue darles un nuevo aire”.
Las afirmaciones del investigador coinciden con cálculos previos de la OMS, según los cuales uno de cada diez productos médicos que se comercializan en los países en desarrollo son falsos o no cumplen cabalmente con los criterios de calidad. Por otro lado, de acuerdo con el Pharmaceutical Security Institute, en 2020 América Latina y Oriente Próximo fueron las únicas regiones del mundo donde los delitos farmacéuticos aumentaron.
“En el peor de los casos, uno de esos medicamentos puede acabar con la vida de las personas. O puede que no suceda absolutamente nada, ya sea porque lo que te vendieron está caduco o porque no tiene ningún principio activo”, concluye Pérez-Acosta.
El lado B de la automedicación
Los expertos concuerdan que la automedicación no es un comportamiento negativo per se. En su faceta responsable constituye una práctica benéfica que abona al autocuidado de la salud de la persona que la lleva a cabo y existe evidencia de que ayuda a disminuir la carga económica de los pacientes y favorece a los sistemas de salud.
Sin embargo, para científicos como Franklin Soler, para que esto suceda “los usuarios deben tener plena información sobre el medicamento que van a consumir, los efectos que le puede producir, cuáles serían sus beneficios y de qué manera podrían reaccionar esas sustancias con otras que ya consumía previamente”.
Esto, desafortunadamente, no ha pasado durante la pandemia. Revertir las conductas producto de la contingencia sanitaria es una tarea de la población en general, pero en igual o mayor medida es un pendiente que debe atender el Estado, las agremiaciones de médicos, la industria farmacéutica y la academia.