Cuando Freud y Koller descubrieron los beneficios de la cocaína
Un prestigioso médico e historiador alemán-estadounidense publica el libro “Sanar el mundo”, que habla de los pioneros que cambiaron la medicina entre 1840 y 1914. En Colombia bajo el sello editorial Taurus. Fragmento.
Ronald D. Gerste * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
Debió de suceder durante un paseo juntos, en la pausa del mediodía, por las extensas instalaciones del Hospital General de Viena. Los dos jóvenes amigos médicos se encontraban en los inicios de su carrera y compartían la sensación de hallarse en un segundo plano en la capital de un imperio multiétnico, pese a tantos avances sociales. Tanto Sigmund Freud como Carl Koller eran judíos, y el antisemitismo en Viena, además de tener una larga tradición, vivía un nuevo apogeo, sobre todo gracias a las andanzas del político Karl Lueger, que al cabo de unos años se convertiría en el alcalde de la capital.
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Debió de suceder durante un paseo juntos, en la pausa del mediodía, por las extensas instalaciones del Hospital General de Viena. Los dos jóvenes amigos médicos se encontraban en los inicios de su carrera y compartían la sensación de hallarse en un segundo plano en la capital de un imperio multiétnico, pese a tantos avances sociales. Tanto Sigmund Freud como Carl Koller eran judíos, y el antisemitismo en Viena, además de tener una larga tradición, vivía un nuevo apogeo, sobre todo gracias a las andanzas del político Karl Lueger, que al cabo de unos años se convertiría en el alcalde de la capital.
Carl Koller, de 26 años, tenía una idea clara de su futura profesión. Quería ser oftalmólogo y esperaba lograr un puesto de asistente (de los que solo existían dos) con el titular de la cátedra en esa disciplina: Ferdinand von Arlt. Este le había dejado claro que esperaba una aportación científica por su parte; un resultado propio, tal vez incluso un descubrimiento le daría un gran empujón a su candidatura, en cuanto quedara libre uno de los puestos de asistente.
El profesor también hizo saber al chico dónde era necesaria una mejora integral en la reciente especialidad de oftalmología: la ausencia de dolor en las operaciones oftalmológicas. La anestesia con éter y cloroformo afectaba a todo el cuerpo y no estaba exenta de peligros; en cambio, en una operación de cataratas o en la intervención introducida por Albrecht von Graefe de un glaucoma solo era necesaria la anestesia en una zona muy limitada, en un órgano muy pequeño. Además, se añadía que los pacientes bajo los efectos de la anestesia general con frecuencia no se quedaban del todo quietos, hacían movimientos involuntarios y tosían, y ese tipo de reacciones quizá no pesaban tanto en una intervención quirúrgica “grande”, pero los más ligeros movimientos del paciente resultaban molestos y peligrosos en la operación de un órgano en que todo dependía de milímetros.
Sigmund Freud, que era un año mayor, no tenía, como Koller, una idea tan clara de su futuro. Ya durante la carrera de Medicina se matriculó en clases de otros campos, y su actividad médica, hasta el verano de 1884, había sido poco constante. La cirugía no le había gustado, la unidad de enfermedades venéreas tampoco, y en ese momento trabajaba sin mucho entusiasmo en la clínica de medicina interna del hospital general.
La gran distancia que lo separaba de la hermosa Martha Bernays, con la que llevaba dos años prometido en secreto, incrementaba en gran medida esa sensación de desconsuelo por su situación. Martha se había mudado con su madre, que quería impedir el matrimonio de su hija con un médico adjunto sin recursos, a Wansbek, en Hamburgo, a una distancia nada desdeñable de Viena. Así, Freud estaba en una situación muy parecida a la de su amigo Koller. Necesitaba un descubrimiento, prestigio, y los consiguientes recursos económicos.
En aquella conversación de mediodía entre los dos amigos en los frondosos patios interiores del hospital general, a la que no se le puede atribuir una fecha exacta, pero que tuvo importantes consecuencias, Freud habló de los experimentos que estaba realizando. El objeto de estudio era una sustancia denominada “cocaína”.
Los conquistadores españoles, con Francisco Pizarro a la cabeza, que en la década de 1530 ocuparon el Imperio inca en Sudamérica y con ayuda de las epidemias introducidas por los europeos exterminaron a gran parte de la población, observaron las costumbres de los nativos indígenas de masticar hojas de coca, algo que aumentaba su rendimiento y con frecuencia también los animaba.
Friedrich Gaedcke y Albert Niemann, químicos alemanes, lograron aislar una sustancia a partir de esas hojas en la década de 1850, para la que Niemann acuñó el término “cocaína”. Casi al mismo tiempo, en 1859, el cirujano Paolo Montegazza, que había trabajado durante muchos años en Sudamérica y conocía el uso de la planta, publicó un artículo científico en el que describía el efecto de euforia que provocaba y lo ensalzaba como medio para combatir el cansancio. Solo mencionaba de pasada que masticar las hojas provocaba una sensación temporal de entumecimiento en la boca y en la lengua.
Sigmund Freud también lo notó cuando compró al único fabricante de cocaína, la empresa Merck, de Darmstadt, una dosis de solo unos gramos y la probó disuelta. Su única razón era ayudar a un amigo, el médico Ernst Fleischl von Marxow, que se había vuelto adicto a la morfina. Al principio, los experimentos fueron todo un éxito. En el relato de Jürgen Thorwald, magistral y un tanto novelesco, pero aun así verídico, la euforia de Freud ante su hallazgo y el alivio de su paciente cobran protagonismo: “Cuando Freud le propuso tomar cocaína, Fleischl se abalanzó sobre ella con las ansias del que se está ahogando. Como disponía de dinero suficiente, le aseguró a Freud el pago de toda la cocaína que pudiera adquirir a la empresa Merck. Al poco tiempo estaba tomando ya un gramo diario. Al parecer sentía un maravilloso alivio. Los amagos de trastornos mentales desaparecieron. No había pérdida de conciencia ni delirios. Lo invadió una nueva y desconocida elasticidad. Freud sintió una gran confianza. Para recoger más experiencias, repartió cocaína entre sus colegas, amigos, pacientes y sus propias hermanas. Él mismo tomaba cocaína con regularidad”.
Freud empezó a ver la cocaína como un remedio milagroso y de pronto miró hacia el futuro con cierto optimismo, algo que se desprende claramente de las líneas que escribió a Martha Bernays, que estaba en la distante Hamburgo: “Si sale bien, quiero escribir mi ensayo sobre el tema y espero que este remedio ocupe su lugar en el tratamiento junto con la morfina y por encima de ella. Albergo otras esperanzas y propósitos para ella, la tomo con regularidad contra el mal humor y la presión en el estómago, con grandes resultados en dosis muy pequeñas (…) En pocas palabras, cariño, mi amor, por primera vez me siento ya médico desde que he ayudado a un enfermo, y espero ayudar a muchos otros”.
Freud también dio una pequeña prueba del supuesto remedio milagroso a Carl Koller, al que había descrito sus efectos con detenimiento. Lo que llamó la atención de Koller durante aquel paseo no fue la explicación del efecto estimulante y la capacidad de levantar el ánimo. Freud le habló, como ya había hecho por encima Montegazza en su artículo, del entumecimiento de la lengua y del alivio del dolor provocado por una inflamación de las encías al tomar el remedio por vía oral. Poco después de esa conversación, Freud hizo la maleta para reencontrarse por fin con Martha. El joven médico viajó a Hamburgo y así se despidió de la historia de la anestesia.
Carl Koller, en cambio, se quedó entusiasmado. Su primer animal de laboratorio fue una rana, a la que introdujo una gota de cocaína disuelta en un ojo. Junto con un colega, Gustav Gärtner, Koller abrió nuevos horizontes, algo que Gärtner valoró así años después: “Tras un tiempo de espera de unos segundos, pusimos a prueba el reflejo de la córnea con una aguja (…) Llegó el momento histórico, no dudo en denominarlo así. La rana dejó que le rozara y que incluso le hirieran la córnea sin rastro de un reflejo y sin intentar protegerse, mientras que, en el otro ojo, se mostraba el reflejo habitual al más mínimo movimiento. Continuamos con el experimento con una gran emoción, que, a juzgar por las implicaciones, estaba más que justificada”. Hicimos los mismos experimentos con un conejo y con un perro con resultados similares (…) Ahora teníamos que dar un paso más y repetir el experimento con un ser humano. Nos administramos la solución el uno al otro bajo el párpado superior levantado. Luego nos sentamos frente a un espejo, cogimos una aguja e intentamos rozar la córnea con la punta. Casi al instante pudimos afirmar con alegría: ‘¡No noto absolutamente nada!’. Podíamos presionar la córnea sin sentir la más mínima sensación o una percepción desagradable. Así terminó el descubrimiento de la anestesia local. Me alegro de ser el primero en felicitar al doctor Koller como benefactor de la humanidad”.
Con esa información, Koller fue a ver a August Leopold von Reuss, el director de la segunda clínica oftalmológica universitaria de Viena, que enseguida vio el potencial del descubrimiento. El 11 de septiembre de 1884 se operó por primera vez de los ojos a un paciente con anestesia local, en presencia de Koller. La noticia de aquella innovación corrió aún más rápido que la de la primera anestesia completa 38 años antes: esta vez no había que cruzar ningún océano, solo recorrer el trayecto hasta Heidelberg.
Allí estaba reunida, como todos los años, la Sociedad Oftalmológica de Alemania, cuyos precursores fueron aquel grupo de unos 10 o 12 oftalmólogos que se habían reunido allí por primera vez en 1857 por sugerencia de Albrecht von Graefe. Carl Koller no contaba con los recursos económicos para hacer un precipitado viaje a Baden, pero logró convencer al oftalmólogo Joseph Brettauer, quien salió de Trieste y, de camino a Heidelberg, hizo una breve parada en Viena, de que informara a sus colegas en su lugar.
El 15 de septiembre de 1884, solo cuatro días después de la primera operación con anestesia local, Brettauer leyó ante los asistentes el artículo de Koller, titulado “Sobre el uso de la cocaína para anestesiar los ojos”. Al día siguiente se hizo una operación con “anestesia local” a un paciente de la clínica oftalmológica universitaria de Heidelberg que no dudó en ofrecerse. El público acabó aplaudiendo de pie.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.