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Hay evidencia de que algunos estados psicológicos (como el estrés o la ansiedad), alteran el comportamiento de las comunidades microbianas que viven en el intestino, y que son claves para la digestión de nutrientes y la protección contra patógenos transmitidos por los alimentos. Según esa evidencia, hay un vínculo entre la actividad cerebral y la homeostasis bacteriana intestinal, es decir, el equilibrio dinámico que mantiene una población saludable y funcional de bacterias en el tracto gastrointestinal. De dicho vínculo, sin embargo, desconocemos todavía mucha información.
Una nueva investigación publicada en la revista científica Cell señala que existen numerosos sujetos humanos y estudios preclínicos que han informado de asociaciones entre el estrés psicológico y microbiomas alterados. Sin embargo, dice, la relación entre los estados cerebrales y la composición de ese microbioma sigue sin estar clara. El nuevo estudio, entonces, arroja algunas luces. Realizado por investigadores de la Icahn School of Medicine at Mount Sinai, una escuela de medicina privada de postgrado en Nueva York, utiliza un modelo con ratones para tratar de explicar esa compleja relación.
El objetivo principal de la investigación fue identificar las vías neuronales que permiten al cerebro influir en el sistema mucoso-microbioma (que se refiere a la interacción y el equilibrio entre el sistema mucoso del cuerpo y la microbiota que reside en esas mucosas). Para eso, se concentraron en las glándulas de Brunner, unos pequeños órganos situados en el intestino delgado cuya función es producir un líquido que ayuda a neutralizar el ácido proveniente del estómago. Algo clave de estas glándulas es que, para producir este líquido, necesitan estimulación del sistema nervioso. Es decir, se cree que su actividad y funcionamiento están influenciadas por el nervio vago, que es parte del sistema nervioso autónomo.
Confirmar y entender la relación entre el nervio vago (del sistema nervioso) y las glándulas de Brunner (clave para la salud del microbioma intestinal) fue el objetivo de la investigación.
¿Cómo lo hicieron?
Para hacerlo, los científicos crearon ratones modificados genéticamente para que sus glándulas de Brunner tuvieran una señal fluorescente que les permitiera observar cambios en su comportamiento.
Además, a los ratones se les implantó una ventana de vidrio en el abdomen para observar directamente la actividad de las glándulas en vivo. Con eso preparado, estimularon las glándulas e identificaron un patrón específico de actividad. Entonces, pasaron a la siguiente prueba del experimento: a unos ratones se les extirpó el nervio vago, que los científicos creen está relacionado con el comportamiento de las glándulas.
¿El resultado? Sin la influencia del nervio vago, las glándulas de Brunner no respondieron a la estimulación que hicieron los científicos, como ellos esperaban. Para confirmar estos hallazgos, colocaron un pequeño dispositivo eléctrico alrededor del nervio vago en otros ratones modificados genéticamente. Este dispositivo enviaba pulsos eléctricos al nervio. Mientras se enviaban estos pulsos, se usó una técnica especial para observar en vivo cómo respondían las glándulas de Brunner. La estimulación eléctrica del nervio vago hizo que los niveles de calcio dentro de las glándulas de Brunner aumentaran de manera notable, confirmando que el nervio vago puede activar estas glándulas. Hasta este punto, los científicos habían confirmado que, como creían, el nervio vago juega un papel crucial en la activación de las glándulas de Brunner.
Faltaba algo más, sin embargo, y era confirmar si lo que activa las glándulas de Brunner a través del nervio vago, también afecta a las bacterias en el intestino. Para saber más de eso, entonces, usaron algo conocido como péptido colecistoquinina (CCK), una sustancia química que actúa como una hormona en el cuerpo, estimulando la secreción de jugos digestivos y moco en el intestino, incluyendo la actividad de las glándulas de Brunner. Administraron esta sustancia, observando un aumento significativo de bacterias del tipo Lactobacillus en las muestras de tejido del intestino delgado y grueso, así como en las heces.
Dentro del grupo de Lactobacillus, las especies L. rhamnosus y L. johnsonii crecieron, lo que se confirmó mediante análisis de secuenciación del ADN bacteriano. Estas bacterias son beneficiosas para la salud intestinal, ya que ayudan a mantener el equilibrio del microbioma, favorecen la digestión de los alimentos, y pueden tener efectos positivos sobre el sistema inmunológico. L. rhamnosus es conocida por su capacidad para prevenir y tratar la diarrea y por su efecto positivo en la salud digestiva general, mientras que L. johnsonii también contribuye al equilibrio microbiano y puede ayudar a fortalecer la barrera intestinal.
Cuando se extirparon las glándulas de Brunner de los ratones, el crecimiento de Lactobacillus inducido por la sustancia química se detuvo completamente. Cortar el nervio vago también eliminó el aumento de Lactobacillus, corroboraron después. Los científicos, además, examinaron las glándulas y descubrieron que se conectan a fibras del nervio vago, una vía de comunicación entre el intestino y el cerebro.
Lo clave es que estas fibras van directamente a la amígdala central cerebral, que está involucrada en la regulación de las respuestas emocionales y el estrés. Cuando los investigadores sometieron a estrés a los ratones, se redujo la actividad de esta amígdala, lo que, a su vez, tuvo un efecto dañino en las glándulas de Brunner. En otras palabras, el estrés crónico tiene un efecto similar al daño físico en estas glándulas.
Cerebro - Intestino
Con estos experimentos, los científicos lograron identificar un circuito neuroglandular sensible al estrés que vincula los estados cerebrales con los cambios en el microbioma intestinal. Los circuitos cerebrales relacionados con las emociones controlan las glándulas de Brunner a través del nervio vago; las secreciones mucosas de estas glándulas apoyan la proliferación de microbios, en particular los Lactobacillus, que son muy necesarios para la salud intestinal.
“Este artículo es muy inspirador”, afirmó para la sección de noticias de Nature, Christoph Thaiss, microbiólogo y neurocientífico de la Universidad de Pensilvania en Filadelfia. Según él, comprender las vías específicas que conectan el cerebro y el intestino podría ayudar a los investigadores a estudiar cuestiones como por qué algunas personas son más resistentes al estrés que otras.
El estudio, definió también a ese portal John Cryan, del University College Cork (Irlanda), que revisó la investigación, “es una proeza técnica”. Investigaciones futuras deberán ahondar más en los detalles de esa conexión. Algo clave es que las vías de comunicación en los ratones podrían no ser idénticas a las de los humanos, así que los científicos deberán corroborar y detallar eso en modelos con humanos.
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